El cetro de Odiseo: discurso de gobierno y resistencia política



Por Fabián Muniz

1

El presidente Luis Lacalle Pou, hace poco tiempo en conferencia de prensa, dijo que ellos, los actuales mandatarios, no estaban haciendo política sino que estaban gobernando. Y lo que dijo es de algún modo verdadero, aunque no por las razones que él cree. No digo que tiene razón por la presunta idea de que gobernar exige una vertiginosa y constante toma de decisiones, a contrarreloj en situaciones como la actual, y que por esa misma razón se le volvería imposible generar los fetiches de la democracia: amplios consensos, diálogos permanentes, consultas con los demás actores, incluida la oposición. Tampoco digo que al presidente le asisten razones por el hecho de que, según creo que quiso expresar, gobernar implicaría una especie de superación altruista en comparación con los instintos de la “política”, que serían más pueriles o elementales: politiqueros, partidistas, “de chacrita”. Este es un concepto más bien torpe de “política”, al que Fernando Santullo denominó “el sentido más chiquito y mezquino del término”.[1] Y sobra aclarar que estoy lejísimos de sostener que el contrapunto entre caceroleos y aplausos en las ventanas nocturnas de la ciudad montevideana tiene algo que ver con un sentido llamémosle “más grande y generoso” del término “política”. Nada de eso. ¿Y entonces?

Entonces hay que definir los términos. Gobierno y política, como los entiendo, que es en el lenguaje de Jacques Rancière, son conceptos contrapuestos, aunque ambos forman parte de “lo político”, dado que lo político “es el encuentro de dos procesos heterogéneos”.[2] ¿Cuáles son esos dos procesos? Dice Rancière que el primero es el de “gobernar” y el segundo es el de la “igualdad” o “emancipación”. Gobernar “entraña crear el asentimiento de la comunidad, cosa que descansa en la distribución de participaciones y la jerarquía de lugares y funciones”. El intelectual francés denomina a este proceso con el nombre de “policía”. Y la igualdad o emancipación “consiste en un conjunto de prácticas guiadas por la suposición de que somos todos iguales y por el intento de verificar esta suposición”.[3] Remata diciendo que el encuentro entre policía e igualdad/emancipación consiste en “el manejo de un daño”, y ese daño (un daño a la igualdad) lo causa el orden policial.[4]

Ahora bien, lo anteriormente explicado (el encuentro entre policía e igualdad por el manejo de un daño) es el concepto que Rancière maneja de “lo político”. Pero el concepto de “política”, algo distinto, está mejor desarrollado en “El desacuerdo”. La política, para Rancière, supone una “distorsión”. Una distorsión entre partes que no existían a priori de la propia distorsión, porque la parte litigante, la que dice “no estoy de acuerdo” nace asumiendo esa voz, ese logos mejor dicho, que no se le suponía de antemano. Y además esa parte, como no era una parte “contada” en el orden policial del gobierno, que es un orden que sigue una lógica identitaria, debe crearse un nombre, o tomar parte en un nombre dentro del cual no tenía parte, y a eso Rancière le llama “subjetivación”.[5] La subjetivación, entonces, es un proceso opuesto a la identidad. Quedémonos por aquí, entonces, por ahora…

2

En el programa de gobierno “Lo que nos une”, presentado en las elecciones 2019, se puede leer en sus primeras líneas: “Un Uruguay mejor es posible, y para construirlo hace falta cambiar al partido de gobierno”. Y luego aparece lo siguiente: “Hacemos política porque tenemos sueños. Queremos participar en la construcción de un país mejor. No pretendemos gobernar para los nuestros sino para todos los uruguayos”. Y una última cita: “La alternativa no es entre el despilfarro y el ajuste. Existe otro camino, que consiste en gobernar con responsabilidad para liberar recursos que permitan igualar oportunidades, alentar a los que producen y proteger a los más débiles. Para eso hace falta gobernar con la lucidez y energía que le están faltando al actual gobierno. Para eso hace falta un liderazgo que movilice e inspire. Para eso hace falta recurrir a los que más saben, sin sectarismos políticos. El país está necesitando un estilo de gobernar más responsable y más valiente.[6]

“Cambiar al gobierno”, “gobernar para todos los uruguayos”, “proteger a los más débiles”, “gobernar con responsabilidad”, “gobernar con lucidez y energía”, “liderazgo para gobernar”, “estilo de gobierno responsable y valiente”, “recurrir a los que más saben”, “gobernar sin sectarismos políticos”. Con todas estas nociones vamos formándonos la idea de “gobierno” de los actuales mandatarios, si bien pueden llegar a  parecer contradictorias unas con otras: ¿cómo se puede gobernar para todos los uruguayos y a la misma vez proteger a los más débiles? (La polémica “políticas universales” versus “políticas focalizadas”). ¿Gobernar para todos los uruguayos, sin sectarismos y de forma responsable, pero eliminando de plano a los que gobernaron hasta ahora? (Y, aún más, ¿por qué las agrupaciones políticas son “sectas”?) ¿Ejercer un liderazgo que movilice e inspire, a la misma vez que recurrir a los que más saben? (La oposición “caciquismo” versus “tecnocracia”). Quizás, de algún modo, todas estas contradicciones conceptuales son las que expresan mejor la idea del presidente de que gobernar no es hacer política, porque al gobernar (o incluso al hacer un programa de gobierno) no es posible detenerse a diseccionar, no ya la acción, sino las palabras que se emplean para hablar de la acción. Las palabras del programa de gobierno parecen tan voluntariosas como ciegas, tan vehementes y enérgicas como desorientadas y fofas. Pero al fin, la expresión que más revela un fondo de misterio, sobre todo si la enfrentamos con la frase que nos convoca en este ensayo, es “hacemos política porque tenemos sueños”. El silogismo se vuelve sencillo: si se hace política porque se tienen sueños, y gobernar no es hacer política, entonces gobernar no tiene nada que ver con los sueños. De todos modos, el enunciado evoca la presencia de Martin Luther King, cuyo “I have a dream” tomaría la posta de la militancia antirracista en Estados Unidos. Entonces, si en el programa de gobierno “hacer política” es “tener sueños” (y por “tener sueños” entendemos –cedámoslo– algo del orden de lo noble y desinteresado que tiende a abocarse al bien común), ¿por qué en conferencia de prensa, en medio de una crisis social, económica y sanitaria, la expresión “hacer política” se convierte drásticamente en algo así como “defender la chacrita”, “llevar agua para el molino propio”, “poner palos en la rueda” o alguna otra de esas frases de cariz mujiquista que el actual gobierno emplea y acepta, ya no resignada sino más bien alegremente, aceptando sin crítica el mito frenteamplista de que se puede tener un “gobierno de cercanías”, un gobierno que no genere ningún ruido ni molestia al verdadero funcionamiento democrático del pueblo. Un gobierno que sea uno con el pueblo.

3

Canto I de la Ilíada. Calcas, el adivino, le ha revelado a Agamenón que es su codicia (al no devolverle a Criseida al sacerdote Crises, padre desesperado que la reclama con fervor) la que ha desencadenado la peste enviada por Apolo, causante de la muerte de muchos aqueos. Inmediatamente acontece un “agón” entre Aquiles y Agamenón, en el contexto de una asamblea. Mientras deliberan, Aquiles aprovecha para despacharse contra el rey, al parecer cobrándole cuentas pendientes del pasado. Agamenón decide que si finalmente va a devolver a Criseida para aplacar la furia de Apolo, entonces tendrá que ser recompensado de algún modo, y necesitará tomar a Briseida (esclava de Aquiles) o a alguna otra esclava ya asignada a otro guerrero, como recompensa por su sacrificio y entrega en pos del bien de la comunidad. Aquiles enloquece de furia, le echa en cara al rey su mezquindad sin límites y decide retirarse de la guerra como forma de protestar contra la gobernanza autoritaria de Agamenón. Aquiles no tiene posibilidades de gobernar (salvo al pequeño grupo de mirmidones que lo siguen y de los cuales es rey) y los aqueos continúan la batalla a pesar de la decisión del pelida. Pero aún sin capacidad para gobernar a los otros, su retirada, como acto que da cierre a su discurso previo, es sin dudas una pieza que funciona dentro de lo que llamamos “hacer política”. Agamenón gobierna, pero no es tan claro que haga política, si entendemos por “política” un efecto del lenguaje que pone en escena una deliberación colectiva sobre lo público y lo privado, lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo útil y lo inútil… Agamenón, más bien, intenta eludir el momento de practicar un lenguaje deliberativo, agonístico, para afrontar una puesta en común de los problemas públicos, y lo hace apelando a recursos  escapistas, burdos. No otra que “Mas sobre esto deliberaremos otro día”[7] es la frase del atrida que desencadena “la cólera del pelida Aquiles”, tema central de la obra para muchos críticos. Gobernar, en la práctica evidenciada por el rey Agamenón, implica necesariamente “no hacer política”, esto es, no permitir la irrupción de un lenguaje común, deliberativo, agonístico, que ponga en cuestión esos fundamentos o “razones de Estado” por los cuales el propio ejercicio de gobernar es percibido como pertinente o necesario y gracias al cual cada cosa tiene su lugar, su identidad. La política es cuestionar ese lugar o esa identidad que las cosas tienen con arreglo a un orden policial generado por el gobierno. Aquiles, en el orden policial de Agamenón, es un guerrero útil para la batalla por su destreza y valentía, pero a su vez es un subordinado que debe cumplir las órdenes y no cabría su descontento al acatar la entrega de Briseida. Pero Aquiles, de pronto, toma parte en un logos que, en principio, no le correspondía. Un cualquiera llamado Aquiles (aquí poco importa su descendencia divina), que está “contado” o “identificado” en el orden policial como “guerrero”, dice que no quiere pelear, que no le parece justo, que decide retirarse, que se deja de contar en la parte de los guerreros para empezar a contarse en la parte de los opositores al gobierno arbitrario de Agamenón.

4

Canto II de la Ilíada. Los aqueos, sin detenerse en la deliberación que había propuesto Aquiles sobre lo justo o lo injusto que es seguir adelante con la guerra, planifican un nuevo ataque a los troyanos. Los líderes (Agamenón, Néstor, Odiseo) necesitan motivar a los guerreros nuevamente. Odiseo, en funciones policiales y encarnando el brazo (armado) derecho del rey, ensalza los ánimos con un discurso patriótico, guerrero y voluntarista. Y mientras golpea con el cetro a los desanimados, exclama: “Aquí no todos los aqueos podemos ser reyes; no es un bien la soberanía de muchos; uno solo sea príncipe, uno solo rey: aquel a quien el hijo del artero Saturno dio cetro y leyes para que reine sobre nosotros”.[8] En las palabras de Odiseo, se expresa claramente la oposición de gobierno y política. El gobierno es la capacidad dada a uno (o unos pocos, o unos varios, no está ahí el asunto), elegido por Zeus, para tomar decisiones que afectarán a los otros. La política radica más en “la soberanía de muchos”, es decir, la democracia, la asamblea (en la “Ilíada” aparece como “consejo”). El gobierno se fundamenta en Zeus, por lo tanto, en lo incuestionable, lo divino, que es lo mismo que decir que es impensable indagar en su legitimidad. En la época actual no tenemos Zeus ni ningún otro numen investidor de líderes, pero la “voluntad popular” ejercida en las urnas es nuestro fetiche intocable, el tabú que nos impide cuestionar la legitimidad de las decisiones del gabinete. La política, entonces, sigue siendo lo que irrumpe y cuestiona esa legitimidad incuestionada, haciendo valer la soberanía latente que hay en la ciudadanía, y cuyo texto fundamental (literalmente, el fundamento para sostener esa palabra inesperada, desubicada, impropia) es la Constitución de la República (pero esto lo desarrollaré al final de este ensayo). Volvamos a la Ilíada: de pronto, acontece lo que en términos freudianos llamaríamos “el retorno de lo reprimido”. La represión que sufrió la distorsión política de Aquiles vuelve en otra presentación. De deiforme a deforme. Primero como tragedia y después como farsa. Pero vuelve, de todos modos. Estamos hablando de Tersites. “Todos se sentaron y permanecieron quietos en su sitio, a excepción de Tersites, que, sin poner freno a la lengua, alborotaba. Ése sabía muchas palabras groseras para disputar temerariamente, no de un modo decoroso, con los reyes; y lo que a él le parecía, hacerlo ridículo para los argivos. Fué el hombre más feo que llegó a Troya, pues era bizco y cojo de un pie; sus hombros corcovados se contraían sobre el pecho, y tenía la cabeza puntiaguda y cubierta por una rala cabellera”. [9] Tersites irrumpe en la decisión de Agamenón y retoma la crítica que Aquiles había hecho en el canto I. Sostiene que esta guerra simplemente continúa para llenar las arcas de la riqueza de Agamenón y que resulta una defensa únicamente del honor de Menelao, pero que quienes se ensucian las manos con sangre en el campo de batalla, o dan su último suspiro lejos de su querida tierra, no terminan de encontrar la conveniencia de todo eso. Aquiles antes, y Tersites ahora, encuentran que es momento del lenguaje, de la discusión, de la política. Y Agamenón censura esa posibilidad, porque de llevarla adelante quedaría expuesta o quizás desenmascarada su ilegitimidad para seguir adelante con la guerra, para “gobernar”. Odiseo asume nuevamente un rol policíaco, y para defender la (i)legitimidad de Agamenón lo que hace es golpear a Tersites con el cetro hasta dejarlo magullado en el suelo, aprovechando que es feo y que tiene fama de “malhablado” para así ganarse la simpatía y la risa colectiva. La política, una vez más, es reprimida por el gobierno. Pero no muere, porque lo reprimido siempre regresa…

5

Aún recordamos con sorna, y quizás vergüenza ajena, aquella frase de José Mujica que jerarquizaba a “lo político por encima de lo jurídico”. En este caso, la concepción de la política es distinta de la de Lacalle Pou, pero también distinta de la que propongo en este texto. Para Lacalle, como vimos, la política es esa cosa sucia que no tiene lugar cuando se tiene que gobernar; para Mujica es esa cosa idéntica al gobierno, limpia, que tiene un lugar omnisciente y que encuentra su “palo en la rueda” en el marco legal. Pero leámoslo a él mismo:

“No debe de haber acto político más grande que una revolución, lo que quiere decir que en el sentido trascendente la política genera Derecho.

Ello no quiere decir que el Derecho lo podamos pisotear, y esa afirmación que yo hice en un momento lo [sic] hice en circunstancias muy particulares. Donde se habían llevado en nombre del Derecho un gobierno por delante, como era nada más y nada menos el presidente de Paraguay, y donde cuatro senadores tenían trancado el derecho de entrada al Mercosur durante siete años a una república. Entonces no se pueden sacar las cosas de contexto y después tomarlas como afirmaciones. El pueblo uruguayo tiene derecho a que se le hable con mayor profundidad para que vaya desarrollando sus criterios.[10]

Mujica, que en esta cita intenta aclarar lo que quiso decir con su frase, a la vez que busca desmentir la interpretación que se había hecho de ella, no hizo otra cosa que confirmar esta última.[11] Sobre todo, porque dice explícitamente que “se habían llevado en nombre del Derecho un gobierno por delante”. La sinonimia que acepta entre “gobierno” y “política” es incuestionable. El Derecho (que Mujica ilustra peyorativamente bajo la sinécdoque de “cuatro senadores”, y la imagen nos evoca ineludiblemente la típica frase despreciativa de “cuatro gatos locos”) sería menos legítimo que el gobierno, que para Mujica es igual a la política. Y a la vez no es igual, dada su primera afirmación, la de que no hay acto político más grande que una revolución. Una revolución es una confrontación a un gobierno dado, nunca su legitimación, con lo cual no cierra que un gobierno sea parte de la política (aquello cuya legitimidad está por encima de lo jurídico) y a la vez una revolución sea el acto político más grande.

6

Pero, entonces, parecería que lo que este ensayo propone es que la política debe ceñirse a su territorio natural, que sería el ámbito de la queja o la protesta, y que el terreno de las acciones es parte identitaria y esencial del gobierno, con lo cual se estaría adoptando una lógica policial, y se contradirían los supuestos que el ensayo adoptó desde un principio. Pensar la política y el gobierno en términos identitarios, donde cada uno tiene su parte en un libreto prefijado, es no comprender ese “encuentro entre dos procesos heterogéneos” que dijimos al principio que era “lo político”. Ese encuentro no está prefijado, no hay funciones asignadas, ni siquiera hay dos “partes” diferenciadas a priori (es decir, previas al proceso mismo de subjetivación de la parte que no tenía parte según el orden policial), porque de lo contrario estaría regido por una lógica policial y no sería un auténtico “encuentro”. Cuando los periodistas en las conferencias de prensa no se ciñen a su función y sus posibilidades (preguntar, nunca afirmar), a la parte que les ha sido asignada desde el orden policial (“más que una pregunta es una afirmación”, designó Lacalle Pou la interpelación del periodista Gabriel Delacoste[12]), es cuando puede tener lugar “lo político”, el espacio donde el lenguaje que representa y fundamenta a las cosas mismas del orden social vuelve a ser replanteado.

Como ejemplo actual de la política que “toma parte” en el mundo de la acción, y que a su vez cuestiona la lógica policial de la gobernanza dadora a cada uno de su parte clara y distinta (poniendo en entredicho lo que en general se asume como obvio, esto es, que las únicas acciones legítimas son las que toma el gobierno, indiscutidamente electo por el voto popular), me parece adecuado proponer el ejemplo del Movimiento Ciudadano UPM2 NO.[13]

Uno de sus voceros principales, Hoenir Sarthou, escribió un texto en su columna semanal Indisciplina partidaria, que, en buena medida, también es una pieza teórica clave en la lógica de este ensayo. El texto se titula “Un poder desconocido”.[14]

En el texto, Sarthou se muestra sorprendido de que la gente común y corriente, de que “el llano” (el “demos” en general, los “incontados”, los que no tienen parte específica contada en la lógica policial, o mejor, solo tienen parte como “cuerpo electoral”) no tuvieran noción de que ellos son “la máxima autoridad de la República, por encima de presidentes, legisladores y ministros”. El desplazamiento de los términos o de las partes que se desprende de lo que propone Sarthou en su nota es que el demos cuestiona su parte o cuenta, asignada por la lógica policial del gobierno, parte o cuenta que se resume en “cuerpo electoral”, entendido este únicamente en tanto suma de votantes quinquenales de la “resignada elección de los gobernantes que creemos menos malos”; y que asume otra parte, desconocida o ignorada u olvidada hasta ahora, y es la de “constituyentes”. El desplazamiento político radica en que el “cuerpo electoral” pase a ser “constituyente”, y para que ese desplazamiento sea posible, el demos debe leer y escribir en un lenguaje o con un logos que la lógica policial del gobierno no le presupone de antemano, esto es, el lenguaje o el logos propio del “constituyente”: en otras palabras, el logos que habilita a leer y escribir la Constitución. En este sentido, la Constitución puede ser entendida de un modo distinto a como se la entiende desde cierta filosofía política que, debido a su proyección radical del cambio social, descree de las pequeñas o medianas resistencias al orden policial del gobierno. Esta filosofía política, llamémosle marxista clásica, describiría a la Constitución (y a todo el sistema legal vigente) como una herramienta de dominación de las élites, cuyos derechos siempre estarían custodiados por ese texto, y para que algo cambie es necesario cambiar todo el sistema. Incluso admitiendo que esa hubiera sido la intención histórica de los “autores” del texto constitucional, que ese hubiera sido el “espíritu del constituyente”, la Constitución, como texto literario que es (en un sentido amplio y figurado), trasciende la intención de su autor y crea su propia política al someterse su letra a la lectura de los otros, de los que no son los autores del texto. A este respecto, el propio Jacques Rancière atribuye a la literatura la capacidad de hacer una política que, a diferencia de lo que opinaba Sartre, nada tendrían que ver con las presuntas intenciones políticas del autor, si es que las hubiera. La simpatía de Flaubert por la aristocracia y su afán antiburgués podrían ser considerados por una lectura sartreana como rasgos de una presunta intención de autor, pero que desde el punto de vista rancierista no logra ceñir el sentido y la política del texto. “Cualesquiera fueran los sentimientos de Flaubert hacia el pueblo y la República, su prosa era democrática. Era la encarnación misma de la democracia.”[15]

Siguiendo este mismo razonamiento, y consciente de que la Constitución no es un texto literario en el sentido restringido de la disciplina, propongo desplazar a la Constitución del territorio identitario asignado por una lógica policial según la cual únicamente correspondería que fuera leída e interpretada por juristas, especialistas y políticos profesionales, para llevarla al espacio simbólico del encuentro de las partes que no existían con antelación a su encuentro mismo en el texto constitucional: la parte del gobierno y la parte de una parte del “cuerpo electoral”, que pasa a cuestionar su identificación con un todo “incontado” y dice llamarse “constituyente”. En última instancia, se ha sostenido que “Acaso la Constitución no sea más que un punto de encuentro”.[16]
Como bien propone Rancière en “El desacuerdo”: “El desacuerdo no es el conflicto entre quien dice blanco y quien dice negro. Es el existente entre quien dice blanco y quien dice blanco pero no entienden lo mismo…”[17]

Para nuestro caso, desde la lógica policial se asume que el “constituyente” es el grupo de juristas y políticos profesionales que hizo de autor del texto constitucional, y desde la lógica de la igualdad o la emancipación se asume que “constituyente” es cualquiera. La Constitución queda establecida como espacio de lo político.

La Constitución de la República molesta a la gobernanza. A su modo, es un “palo en la rueda”. A los gobernantes siempre se les aparece la Constitución como la convidada de piedra, el zombi que continuamente regresa aún después de su muerte simbólica, que es su olvido o su desconocimiento. Es el “retorno de lo reprimido”, que, en el lenguaje de Sigmund Freud, designa aquello que aparece una y otra vez desde el plano del inconsciente a pesar de todos los esfuerzos que hace la conciencia por evitar su presencia. Si el gobierno se manifiesta en el plano de la conciencia de una sociedad, es su contenido manifiesto, la política aparece en el orden de lo latente, en el espacio del inconsciente. De esta manera, la República no es simplemente un conjunto de instituciones, no es un formato para dar “gobernabilidad” a la democracia, no es una mera separación de poderes. Es un núcleo irreductible de política. Y la Constitución, como signo permanente de ese núcleo irreductible de política, limita las acciones del gobierno y asegura el papel político permanente del ciudadano.[18]

Me parece relevante, en este punto, y para cerrar, traer a colación dos artículos de la Constitución de la República Oriental del Uruguay que nos convocan por el mismo camino del razonamiento de Hoenir Sarthou. El artículo 30 dice que: “Todo habitante tiene derecho de petición para ante todas y cualesquiera autoridades de la República”. Y el artículo 258 establece que: “La declaración de inconstitucionalidad de una ley y la inaplicabilidad de las disposiciones afectadas por aquélla, podrán solicitarse por todo aquél que se considere lesionado en su interés directo, personal y legítimo”. El derecho de petición y la solicitud de inconstitucionalidad reconocidas al todo aquél (y es importante el estatuto político de la expresión) como derechos inalienables, que podrían emerger siempre que el ciudadano interprete su pertinencia, demuestran el carácter de la Constitución como lugar de encuentro para que acontezca lo político.

Las partes se encuentran en el desacuerdo. “Blanco”, dice una. “Blanco”, dice la otra. Y entonces aparece la duda. ¿Qué es el blanco? ¿Quién es el constituyente? ¿El espíritu de la tradición que solo puede ser invocado por los médiums profesionales autoproclamados como tales? ¿O quizás es el “todo aquél”[19] que se asume como tal en el proceso igualitario de la política?




[1] Búsqueda, N° 2065, 26 de marzo al 1 de abril del 2020, http://www.semanario.busqueda.com.uy/nota/el-sentido-mas-chiquito-y-mezquino-del-termino
[2] Rancière, Jacques. “Política, identificación y subjetivación”. En Arditi, Benjamín. “El reverso de la diferencia. Identidad y política”. Caracas: Nueva Sociedad, 2000, p. 145.
[3] Rancière, ídem.
[4] Rancière, op. cit., p. 146.
[5] Rancière, Jacques. “El desacuerdo. Política y filosofía”. Buenos Aires: Nueva Visión, 1996. Sobre todo, el capítulo “La distorsión: política y policía”.
[6] “Lo que nos une”. Programa de gobierno 2020-2025 del Partido Nacional. Disponible en https://www.corteelectoral.gub.uy/estadisticas/programas_gobierno_2015_2020.
[7] Homero. “La Ilíada”. Madrid: Austral, 1968, p. 11.
[8] Homero, op. cit., p. 22.
[9] Homero, op. cit., p. 22.
[10] Telemundo, 3 de marzo de 2015, https://www.teledoce.com/telemundo/nacionales/mujica-en-el-sentido-trascendente-la-politica-genera-derecho/
[11] La interpretación, en términos generales, había sido una crítica a su idea de que el gobierno pudiera en algunos casos dejar de estar ceñido al respeto a las instituciones republicanas.
[12] Puede leerse en https://www.tvshow.com.uy/personajes/pregunta-afirmacion-lacalle-pou-hizo-tendencia-redes.html
[13] https://upm2no.org/
[14] Semanario Voces, 26 de febrero de 2020. http://semanariovoces.com/un-poder-desconocido-por-hoenir-sarthou/
[15] Rancière, Jacques. “Política de la literatura”. Buenos Aires: Libros del Zorzal, 2011, p. 23.
[16] Caamaño Domínguez, Francisco. “¿Qué es una Constitución?”. Revista Española de Derecho Constitucional. Año 20, N° 58, Enero-Abril 2000, pp. 353-359.
[17] Rancière (1996), op. cit., p. 8.
[18] En este sentido, podemos decir que el sueño de la gobernanza pura es siempre el golpe de estado, pues la anulación de la Constitución habilita una gobernanza pura, no contaminada por ninguna forma de irrupción de la política.
[19] El interesante artículo de Matías Calero sobre el asunto de si el “todo aquél” lesionado al que remite el artículo 258 puede asumirlo un colectivo social y no ya un solo individuo, pone de manifiesto la plasticidad literaria de las lecturas que la Constitución posibilita cuando alguien –cualquiera, uno, muchos– se asume como “constituyente”. Calero, Matías. “Inconstitucionalidad y movimientos sociales”. En Ruptura, N° 7, abril 2016, pp. 155-168.

Comentarios

  1. La diferencia entre "gobernar" o "gobierno" y "política" viene sensacional para ver a través de ella que cada vez que se habla de política se habla de gobernar. Se espera de la política que nos arregle o mejore nuestra vida económica, pero como único sentido de ella. Toda discusión de derechos siempre tiene ese trasfondo. Salvo a mí entender verdad y justicia por los desaparecidos y los reclamos de las feministas en cierto sentido.
    Me parece que tenemos la peor versión del liberalismo en los huesos, como un cáncer. Aunque, quizás no haya otra versión en última instancia.

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    1. Adrián, gracias por leer y por manifestar la reflexión que esa lectura propició. Un saludo.

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