Las sombras del texto
Por S. C.
“El texto tiene necesidad de su sombra: esta sombra es un poco de ideología, un poco de representación, un poco de sujeto: espectros, trazos, rastros, nubes necesarias: la subversión debe producir su propio claroscuro” (Roland Barthes, El placer del texto).
La escritura es una práctica social (qué duda cabe y, sin embargo, qué práctica social tan extraña, tan desligada, en cierto modo, de la sociedad, aun cuando, en algún punto o en algún momento, pueda ser restituida o destinada a la circulación pública) que no reporta en primer lugar sino algo que no solemos ver: el sacrificio de la máscara imaginaria del yo (ese cierre de la personalidad) en beneficio de una textualidad en que la solidez de lo que creemos ser se pierde en el léxico vivificado, en la sintaxis, en el ritmo que pauta la gramática de la lengua, aunque el propio ritmo pueda desaparecer en esa gramática, contra la cual suele erigirse como un elemento distinto a la lengua en tanto sistema. Un poco de cada cosa, en suma, como dice Barthes, incluso de aquellas rechazadas, defenestradas, indeseables. De esto, entonces, que cada texto tenga la necesidad de su sombra: la ideología como lo que corrompe no solo la limpidez semántica de las palabras, sino también la inocencia del acto de lectura o de interpretación, la mancha en los lentes que no deja que veamos el mundo sin distorsión; la representación como el problema que implica pensar la relación entre la lengua y el mundo en términos de lo que, en rigor, es una no-relación (Agamben) entre ambos; y el sujeto, punto de circulación y de evanescencia del sentido, punto en el que los desplazamientos de significados encuentran en la metonimia y en la metáfora no dos figuras retóricas o literarias (las más famosas, las más importantes), sino la matriz misma de la significación, su lógica inapelable.
¿Pero de qué otra sombra puede tratarse? Quizás, del placer del texto, de ese para mí que se sustrae a los protocolos hermenéuticos que dictan las formas normativas del ejercicio de la lectura en desmedro de lo que podemos escuchar más allá de lo que se dice o en los diversos pliegues de lo dicho. No hay subversión sin claroscuro, sin las zonas de penumbra en las que el sentido es, en efecto, sentido, y lo es por el efecto de un decir que se sustenta o se sostiene (he aquí la soportabilidad imaginaria de la realidad), aunque no lo veamos, en el sinsentido radical que la propia escritura atestigua y en el que halla su condición de posibilidad.
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