La literatura entre Las palabras y el silencio (y el ruido)
Por Fabián Muniz
¿Cuál es la relación de la lengua con la literatura? ¿No es una relación paradójica, a partir de la constatación de que la literatura está hecha de lengua, pero que a la vez modifica esa lengua de la que está hecha? ¿Cómo triangulan estos tres conceptos que figuran, articulados unos con otros, en la portada y en el desarrollo del libro? ¿Son palabra, silencio y ruido las tres formas principales de la lengua, y la literatura es la forma discursiva que privilegia esa triangulación necesaria y recíproca?
Los cruces entre el libro de Santiago y la literatura pueden ser varios. A mí me interesa esbozar dos de esos cruces: uno es el que podemos llamar “mención” de la literatura, y se da cada vez que para explicar una de las ideas acerca de cómo funciona el lenguaje, Santiago recurre a un ejemplo extraído de un texto literario: Borges, Onetti, Rubén Darío... Dejemos este cruce, en todo caso, para la conversación posterior a esta lectura. El otro es el que podríamos llamar “uso” de la literatura, y esto tiene que ver con una hipótesis más arriesgada, que es la de que el ensayo de Santiago acude a procedimientos de la literatura: crea personajes, ficcionaliza sucesos, genera climas, propone distintos tonos de acercamiento o alejamiento con respeto al objeto de estudio, como un narrador que ajustara permanentemente su focalización. Aunque, en definitiva, no estoy hablando de otra cosa que de lo que ya se sabe: que un ensayo es un texto literario, y que Santiago no escribió un paper académico puesto entre tapa y contratapa, sino un ensayo, por ende, un texto literario.
Esto no implica, desde ya, que Santiago haya puesto en peligro el espesor teórico ni haya sacrificado la densidad conceptual, sino más bien que uno y otra no son sin la escritura, sin la textura, sin el cuidado y el tratamiento de la letra.
El libro está dedicado a la madre y a las hermanas, o mejor dicho, a los distintos tipos de silencios y palabras de los cuales están hechos sendos hilos que unieron y unen esas vinculaciones y afectos. Y sin embargo, los que aparecen ficcionalizados en la intro del libro no son ni madre ni hermanas, sino padre y maestra, como dos figuras divergentes, pero no del todo antitéticas. El padre queda presentado con un oxímoron, “voz silenciosa”. El padre es la “voz silenciosa, agazapada entre dos renglones cualesquiera de la hoja o debajo de un adjetivo que elude toda atenuación del juicio, renuente a la cortés complacencia de cierto decir académico, continúa ejerciendo silenciosamente una “influencia” que me despabila, una y otra vez, del ruido que hay en lo que decimos…” (11-12). Y el padre también es una “especie de implacable censor sintáctico-ortográfico”. Es curiosa la dimensión en la que Santiago describe la censura paterna: si cuestiona un adjetivo desajustado del decir académico, en todo caso, la censura opera en el nivel semántico de la lengua. Y sin embargo, lo de la sintaxis es absolutamente correcto, porque en ese mismo enunciado que acabo de citar, se permite leer que lo “renuente a la cortés complacencia de cierto decir académico” puede ser tanto la voz silenciosa que representa al padre, como el adjetivo mismo, escrupulosa y atrevidamente elegido, para eludir “toda atenuación del juicio” (y aquí se podría entender “juicio” como Santiago dice, en otra parte del libro, que hay que entender “demanda”, esto es, como en el lenguaje jurídico). En otras palabras, la pregunta es: ¿la voz silenciosa paterna censura el adjetivo que pretende cuestionar a la Academia o censura a la Academia que pretende cuestionar el adjetivo? (y aquí pienso en el adjetivo, pero también verbo, y también neologismo, que desenlaza el libro y a su vez abre una nueva serie de planteos: el verbo-adjetivo-neologismo “polular”). Es por eso que entra en consideración la palabra “influencia” en relación con el padre: la influencia es tanto lo que orienta y perfila, de lo que uno puede decirse sucesor, y lo que influye como daño y enfermedad, de ahí su parentesco con “influenza”.
A golpes de silencio, y silenciamiento, a golpes de censura, el padre introduce un miedo, o mejor, una desconfianza, o mejor, un miedo y una desconfianza, respecto de la palabra empeñada y empuñada (siempre cabía la posibilidad de que se hubiera elegido la palabra que no había que decir). Por lo que podría sugerirse que la “mitología personal” o “el supuesto origen” (“supuesto” indica a la vez incierto y verdadero, dependiendo de si “supuesto” es “probable” o si aparece como cuando se dice que algo se “da por supuesto”) en el que se gesta el problema de estudio que preocupa y ocupa a Santiago comenzó siendo un origen en el que se gestó un problema que todavía no era un problema de estudio.
Las palabras que circulaban en la casa de infancia de Santiago, en las que ese padre era figura destacada de las reglas del decir, eran “pan, leche, mermelada, huevos, mortadela, arroz, papas, milanesas, escuela, vino, cancha, gurises, etc. Rara vez se escuchaban gramática, filosofía, pensamiento, universidad, imprecaciones o inclemencias.” Faltaba en esa casa la circulación explícita de la función poética del lenguaje, que habría revelado que la oposición entre un grupo de palabras y el otro no era tal (por cierto, escuela hace ruido en el primer grupo), y por lo tanto se habría rebelado contra ese reparto: no hacía falta más que mostrar, por ejemplo, que mortadela y milanesas riman con escuela y con inclemencias, o que huevos rima con pensamiento, y por qué no cancha con gramática. Y aunque rara vez se escuchara la palabra imprecaciones, no creo que rara vez se imprecara, dado que el decir en esa casa se describe como “un interminable ida y vuelta sarcástico, hiriente, cuya marcha atrás podía llevar semanas”.
Por
otro lado, aparentemente relegada al rinconcito del pie de página, y sin
embargo de cierta manera a la cabeza del texto, hay una figura que descubre a
Santiago de pies a cabeza. La maestra. “Me apresto a sentarme en el escritorio
de cármica que tengo hace décadas, plegando la espalda sobre la simulada hoja
con renglones cuyo recuerdo escolar conservo con esmero, con el afecto de
aquella maestra que levantara los techos con su voz y que me enseñara a
escribir –según la mitología personal que cada persona se construye–, para
trazar los garabatos de mi historia, ese conglomerado de momentos que me ha
permitido llegar hasta acá, a fuerza de silencios y silenciamientos, de cosas
calladas y atragantadas en el buche” (11).
Imaginamos a Santiago plegándose contra una hoja Tabaré, haciéndose uno con los renglones de la hoja Tabaré, y la mayúscula inaugura el texto siempre y cuando respetemos la sagrada regla escolar, dejar sangría antes de empezar, porque como dice el dicho, pero con una variación, la letra con sangría entra. Santiago se desliza por el renglón con el afecto de la maestra y al cuidado de la voz silenciosa del padre, que, como ya nos dijo el autor, está agazapada bajo el renglón. ¿Qué enseña el renglón con su sola existencia? Como toda regla, enseña a encontrarle la excepción, la ruptura, la línea de fuga. Para eso, hace falta que primero se inscriba la ley. Sin regla, no hay liberación. Solo con la incorporación del escribir recto se puede aprender a escribir torcido, no como se escribía torcido cuando todavía no se había aprendido a escribir recto, sino con otro tipo de torcedura, una torcedura mejor, puesto que no se percibe como torcida de buenas a primeras, sino que es una torcedura que abre una espacialidad nueva, inédita: escribir y leer entre líneas. Ni sobre el renglón, ni debajo de él, sino en un no-lugar, utopía, pero necesaria para toda interpretación. El entrelíneas.
El
afecto de la maestra es ambiguo: con el grito (ruido) levanta los techos,
silencia a los alumnos y les imprime la letra, la palabra. He aquí los tres
componentes de la lengua: ruidos, silencio, palabras. Y sin embargo, ninguno de
esos tres es sin los otros dos, ninguno no cesa de agujerear o de hacer
renguear a los otros dos. Cabe mejor pensarlos como trenzados por un diagrama
de Venn, o nudo borromeo, para
decirlo en lacaniano vulgar. Pero la sutileza de Santiago va más allá: lo
crucial del afecto de la maestra (a la vez afecto como amor, y afecto como
dolor, como afectación) es que está dicho con el modo subjuntivo: levantara los techos y me enseñara a escribir. Se dice con razón
que el modo subjuntivo es el lenguaje en su modo de irrealidad y en su modo de
deseo. El afecto de la maestra, ese amor-dolor que inaugura la letra en
nosotros, es siempre una escena que no puede ser dicha en modo indicativo:
nunca ocurrió ni ocurrirá, sino que siempre ocurriera.
Si ocurriera… es el deseo de la
enseñanza y el aprendizaje.
La vida descrita como “garabatos de mi historia” o como “”conglomerado de momentos” fabrica una “historia de vida” con los tiempos de la literatura y no con los de la historia, puesto que en vez de una sucesión más o menos clara de causas y consecuencias, hay garabatos y conglomerado.
Logos, siopí, phoné: palabras, silencio, ruidos. Tres modalidades de la lengua que son a la vez las sustancias de las que está hecha esa lengua. Desde ya, lo primero que llama la atención de la portada del libro es que mientras palabras y ruidos aparecen en plural, el silencio se presenta en singular. Hay dos significantes más que aún no he mencionado en esos tres que integran el subtítulo en la portada del libro: ruidos, interferencias, balbuceos. La breve enumeración me hacía y me hace algún tipo de ruido, valga el juego de palabras, como si dos niveles distintos estuvieran operando en esa yuxtaposición. Como si dijéramos: frutas, manzanas, peras. No pude sacarme de la cabeza, mientras pensaba lo que iba a escribir, que tanto las interferencias como los balbuceos son dos formas del ruido, de la phoné. Pero en tanto la interferencia es una phoné que genera silenciamiento, el balbuceo es una phoné que desea ser logos. En ese sentido, no hay infante, no existe infante. Existe el balbuceante interferido. Y será balbuceante interferido hasta que la escena del deseo se actualice en largo proceso y de pronto, sin saber muy bien cómo, acontezca el logos.
Ahora, todo se complica, si pensamos que el logos toma la forma de una phoné-interferencia, dado que esa palabra-ley-pensamiento que es obligatorio que el niño adquiera interfiere su balbuceo. El logos toma la forma de una phoné-interferencia cuando silencia un balbuceo, cuando lo oprime desde su fuerza de lengua mayor hacia el territorio de lengua menor, de impertinencia o indignidad. Santiago pone el ejemplo del niño que dice “me hago pichí” y algún adulto le responde “no seas impertinente”.
La
dialéctica, en definitiva, aparentemente se resuelve con la síntesis o la
superación, ocurrida cuando el balbuceante se apodera del logos y puede pensar
la relación logos-phoné que ayer nomás había sido relación de opresión. Ese
apoderamiento sería su camino a la liberación. ¿Pero qué tal si en lugar de
pensar la resolución hegeliana de la dialéctica logos-phoné, no la hacemos
delirar por la línea de fuga que abre la literatura en todo este problema?
Porque
creo que la literatura no es síntesis hegeliana de la dialéctica logos-phoné,
en el sentido de que no es un logos consciente de ser superación de una antítesis
entre logos y phoné. La literatura es un malentendido. No un malentendido entre
palabras y cosas, ni entre signo y referente, no es un desacuerdo político
entre quien dice blanco y quien dice blanco pero no entienden lo mismo por blancura: es un malentendido respecto de
un cálculo: el cálculo que supone la clara e indiscutible relación metonímica
entre un todo y sus partes. La literatura inventa un nuevo cálculo, superpuesto
sobre el cálculo anterior, donde las unidades nunca se subsumen a la totalidad
que sugieren, sino que soportan en su cuerpo textual un resto siempre mudo e
incomprensible, figurado como unidad distinguible, ahí donde la vida no
permitía ver, oír ni percibir nada.
Y
es esa otra de las razones por las que el libro de Santiago es literario:
porque descompone el cálculo que impone un mundo en el que palabras y sentidos
se acoplan, así como interroga radicalmente un mundo en el que la palabra es lo
opuesto al silencio y al ruido. Su nuevo cálculo es el de hacer del silencio no
una unidad subsumible al todo de la lengua, sino la sustancia inefable de la
que se hace toda la lengua: “se trata, en suma, de escribir el silencio o los
modos en que este se cuela, a título de ausencia, en lo que decimos y su
forma”.
Comentarios
Publicar un comentario