Las palabras políticas de la escuela: la herida de la alfabetización (II)
“Estos artefactos que yo llamaría éticos, ya que el sentido denotado pasa
por ser el sentido verdadero, y a fundar una ley (¿cuántos hombres habrán
muerto por un sentido?), mientras que
la connotación (ésta es su ventaja moral) permite instaurar un derecho al
sentido múltiple y liberar así la lectura: pero, ¿hasta dónde? Hasta el
infinito: no hay límite estructural
que pueda cancelar la lectura: se pueden hacer retroceder hasta el infinito los
límites de lo legible, decidir que todo
es, en definitiva, legible (por ilegible que parezca), pero también en sentido
inverso, se puede decir que en el fondo de todo texto, por legible que haya
sido en su concepción, hay, queda todavía, un resto de ilegibilidad. El saber-leer puede controlarse,
verificarse, en su estadio inaugural, pero muy pronto se convierte en algo sin
fondo, sin reglas, sin grados y sin término” (“Escribir la lectura” y “Sobre la
lectura”, El susurro del lenguaje. Más
allá de la palabra y la escritura).
Entrar en el orden letrado supone una puesta en suspenso del orden doméstico, es decir, la casa, el barrio, el territorio, la pragmática de los intercambios cotidianos que constituyen el oikos son puestos entre paréntesis por la escritura y sus efectos políticos (el ingreso a la polis, la inscripción en una gramática específica, promovida por la escuela desde el momento en que la institución escolar es ella misma la gramática, esa disposición, ese juego político de negación/superación del orden doméstico).
Recordemos que, en tiempos ya más bien lejanos, era moneda corriente que, en los salones de las escuelas uruguayas, las paredes estuvieran semi-cubiertas o “adornadas” con hojas de garbanzo con palabras que presentaban alguna dificultad ortográfica (por ejemplo, las diferencias de grafías “b”/“v”, “s”/“c”, las combinaciones “mp” y “nv”, las palabras que comienzan con “h”, entre muchas otras), rellenadas con yerba, arroz, lentejas, etc. Ese paisaje, cada vez más mítico, más alejado en el tiempo, señalaba un aspecto esencial de la escuela, su aspecto más irrenunciable: que no estábamos en nuestras casas, que las paredes “recubiertas” por esas hojas o esos ejemplares de dificultades ortográficas para el aprendizaje de la escritura eran “paredes políticas”; esto es, que estábamos en otro espacio y otro tiempo diferentes de los que regulan la vida cotidiana de aquello a lo que la escuela se opone y, al oponérsele, permite pensarlo y ponerlo entre paréntesis, introduciendo diversas ajenidades en el imaginario inmediato de lo propio, de esa familiaridad ininterrumpida hasta que la escritura, en efecto, inscribe en ella una gramática, decía, radicalmente distinta.
Las paredes de las escuelas “hablaban”, aun cuando carecieran de una sintaxis explícita: decían, ostensiblemente, que ese lugar que sostenían en pie pertenece, por definición, al mundo de la escritura, de cierto detenimiento para la reflexión sobre la lengua (la alfabetización propiamente dicha, stricto sensu), que es la reflexión que suscita la interpretación específicamente ejercida, por así decirlo, sobre la escritura, esa palabra sin amo (como renegaba Platón), independizada de su contexto de producción, ajena a la vida que transcurre en las veredas y las calles del barrio, en los mandados al almacén que nos pedían nuestros padres, etc.
Por otro lado, esas palabras que cuelgan de las paredes escolares son políticas, también, porque son comunes, porque están a disposición de todos y de cualquiera. No se trata, entonces, de palabras excluyentes, solo disponibles para algunos y restringidas para otros, palabras de un logos que confina(n) a ciertos alumnos al reforzamiento de la phoné doméstica.
*
Con la práctica del dictado sucedía algo semejante, en la medida en que la propia temporalidad que instalaba o proponía la actividad en cuestión (y vaya que estuvo y sigue estando en cuestión) abría una potencia política como una suspensión de esa lógica temporal de la que todos venimos y que dejamos del otro lado de los portones escolares para poder pensarla y, con ello, comprender mejor la configuración del mundo a partir del ejercicio de su interpretación y su crítica. Con el dictado, se jugaban no solo la ortografía, sino también la comprensión lectora ligada, por ejemplo, a la puntuación (y, desde luego, a la propia ortografía de las palabras). Sin embargo, una persistente presión didáctica comenzó a empujar el dictado a los márgenes de la pedagogía escolar, condenándolo como una práctica básicamente inservible a los fines de la alfabetización.
Cierta aprensión y, desde luego, un no declarado temor a la escritura en su formato de dictado revelan, para mi gusto, el desmantelamiento planificado de la política de la lengua necesaria para el ejercicio de la interpretación, para la formación de ese “ciudadano crítico” tan deseado, desmantelamiento que terminó apoyándose, en el ámbito de la enseñanza de la lengua, en una errática noción de oralidad, noción capital que, sobre todo a partir de los noventa, hizo sus primeros estragos en el corazón mismo del concepto de alfabetización y de las diferentes prácticas escolares que propendían a su consecución.
Una aprensión y un temor semejantes encontramos en la devaluación del clásico escrito que algunas autoridades educativas han profesado en los últimos tiempos, en beneficio de formas más lavadas, más discrecionales, menos letradas de evaluación, formas supuestamente aggiornadas de sustituir el escrito como una modalidad “hegemónica” de evaluar a los estudiantes (recuérdese que el escrito es, ante todo, escritura, mundo letrado, gramática, polis).
¿De qué son síntoma esta aprensión y este temor a la escritura, aprensión y temor que han provenido del propio sistema educativo?
Una flexibilización de las modalidades de evaluación ha marcado ampliamente la tónica de algunas “reformitas” que la educación ha ido implementando en los últimos tiempos, “reformitas” que tienen la característica común de estar cortadas por la tijera pedagógica de esa devaluación de la lengua escrita, cuando no, lisa y llanamente, de la lengua. Así, con la retracción del escrito se retraen también la sintaxis, la tridimensionalidad de la gramática que se pone en juego con y en la escritura, a favor de más de lo mismo, de eso que, por el efecto de la institución escolar en su sentido etimológico, debe ser puesto en suspenso: la lógica pragmática de la que todos provenimos, la lógica de los intercambios domésticos en los que la comunicación no se plasma necesariamente en “pensamientos completos” (ver https://new.vadenuevo.com.uy/cultura/todas-las-lenguas-la-lengua-la-herida-de-la-alfabetizacion-i/). Llamemos a este fenómeno contra la lengua y la escritura, una vez más, despolitización de la enseñanza, proceso que ha empezado hace varias décadas y que permea, porque las define, las directivas que buscan alcanzar lo que sucede en los salones de clase, lugares de esa resistencia que puede impedir –es deseable que impida– esa pretendidamente disimulada despolitización que toca el corazón mismo del concepto de alfabetización.
Dibujo: Pablo Scagliola.
Comentarios
Publicar un comentario