Bajo el vaivén de una Singer
Siempre conversaba con mi abuela
De sus famosos años como modista,
De sus famosos años como modista,
Cuando cosía para las mujeres de
todo el pueblo,
Sin levantarse, durante horas, de la
Singer que le daba
El pan y la alegría.
Hacía, principalmente, vestidos de
novia y de quince,
Encorvada sobre la máquina bajo la
luz de una bombita escasa.
Con el paso de los años, se fue
quedando ciega de un ojo
Y le creció, dolorosa, una joroba
que le redujo
Los pocos centímetros que tenía de
estatura.
Pero no fueron solo estos achaques
lo que le trajo
La posición inmóvil que ocupó en la
silla.
También sus piernas
Sufrieron los encargos de la clase
alta que se casaba con lujos
Y festejaba los quince de sus hijas
con toda pompa.
A un ritmo sistemático le
aparecieron redes de várices
Que terminaron envolviendo sus
tobillos y pies: frágiles,
Se cuidaba de no golpearse con nada,
especialmente
Con las patas de las mesas y con algunas
puertas abiertas.
Con su cuerpo doblado y el ojo
perdido para siempre, sin embargo,
Se inclinaba sobre la mesa de la
cocina para amasar
Ravioles caseros que concitaban la
presencia del gran público familiar.
Pasábamos domingos enteros bajo la
parra del patio,
Sentados a lo largo y a lo ancho de
una amplia mesa de madera,
Cubierta con un mantel de hule
florido.
Se sucedían las charlas, los
reproches, las discusiones,
Los chismes sobre vecinos y los
cuentos verdes que despertaban
Mi gracia y el escándalo de mis tías
abuelas, mujeres recatadas que,
Entre poca gente y a las primeras de
cambio, propinaban insultos
A diestra y siniestra y gritaban obscenidades
jugando a la conga por plata.
A media tarde, ya todos repletos por
los ravioles y el postre,
Algunos casi borrachos por el
purpúreo vino casero que hacía mi abuelo,
La intensidad de los intercambios
menguaba,
Mientras los hermanos de mi abuela
empezaban a disgregarse,
Levantándose lentamente para estirar las piernas y el
estómago
Y sus esposas proponían tomar un té.
*
Mi abuela, con más de ochenta años
arriba,
No perdió nunca la ternura del trato
hacia ninguno,
Pero, sobre todo, hacia mí. Sus
manos me acariciaban la cara
Y me rascaban la cabeza. Cuando
estaba sentada,
Me arrodillaba antes sus piernas y
depositaba en ellas
Pómulo, nariz, sien y oreja y esperaba
la calidez de sus caricias.
Un día tuvo que ser operada de la
vesícula. La anestesia general
Había actuado sobre su vejez, hasta
que una segunda operación,
También de la vesícula,
Se la llevó del presente, dejándola
anclada en sus días de infancia.
Mi madre y yo la cuidamos con esmero
y delicadeza. Yo intentaba
Traerla de regreso poniendo mi
cabeza sobre sus piernas
O tomándole la mano para que
recorriera mi perfil.
Poco tiempo después, fue internada
por deshidratación:
No volvería a salir del hospital.
Murió a las semanas,
En la misma posición en la que venimos
al mundo.
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