"En arte, más que de lo propio se trata de lo apropiado" - Entrevista a Gabriel Galli


Por Fabián Muniz


Fabián MunizTanto en Zag (2009) como en Homerar (2021), tus textos literarios componen su totalidad en partes, relatos breves, aforismos o fragmentos. ¿De dónde surge esa preferencia, si es que la podemos llamar así?

Gabriel Galli: Valoro la brevedad y la precisión. Es parte de la economía del arte. Y también responde a una dimensión existencial y ética. De manera que no vivo este camino como una preferencia superficial en el sentido de una elección entre otras modalidades posibles. Lo entiendo como un modo escritural que relaciono con la revolución mediática y tecnológico-cultural que estamos viviendo.

En Homerar, trabajé con la hipótesis de que la brevedad unitaria del fragmento propicia una mayor autonomía para el lector, a la vez que habilita intensidades y velocidades variables para la lectura. Esto tiene algo de paradojal ya que la forma aforística o lacónica puede resultar taxativa. En realidad, toda literatura busca presentarse como autoevidente. Esto se ha vuelto obvio en el discurso filosófico —al menos desde Kierkegaard— pero está implícito en la narrativa literaria —de la llamada ficción, por ejemplo— donde la suspensión del juicio crítico por parte del lector juega un rol fundamental.

FMEstos fragmentos o textos breves de que se componen tus libros, muchas veces, buscan su núcleo o su hilo conductor no tanto en un tema o tópico como en un sonido, un juego fónico o con los significantes, rimas internas, cierto ritmo, creación de neologismos. ¿Estás de acuerdo con esta percepción mía como lector de tus libros?

GG: Estoy de acuerdo, sí. Me gustaría agregar que, por lo general, cada uno de los aspectos que señalas está en relación con algún proceso de experimentación. No soy un escritor que aplique técnicas de ningún tipo. Se trata de exploraciones que tienen que ver también con experimentos con uno mismo y formas de autoestilización. De todos modos, pienso que todo esto no es relevante para el lector sino que forma parte de las luchas íntimas del autor en el proceso de trabajo.

En Zag —y otros textos, aún inéditos, de aquel período— había un deseo de abstracción. Además de la brevedad, buscaba minimizar o diluir la anécdota y sus representaciones a fin de desplazar la narrativa hacia formas impalpables, inasibles, escurridizas. Todo lo contrario de lo que suele enseñarse con relación a la construcción de personajes, desarrollo narrativo, en fin, a la escritura literaria.

En Homerar, si bien se mantiene aquel espíritu, la búsqueda tiene que ver también con el “entremedio”, no solo con la escritura fragmentaria y la construcción de cada fragmento en sí. Mientras Zag era una reunión de textos heterogéneos, en Homerar —aunque discontinuo y fragmentario— hay un discurso  integral y la narrativa no reniega de cierta coherencia lineal a pesar de su escritura en mosaico.

A medida que avanzaba en su escritura, iban apareciendo nuevos desafíos. Por un lado, cómo lograr una cierta continuidad en lo discontinuo, es decir, cómo articular una narrativa a partir del tiempo en suspenso propio de la poesía y de la indeterminación resonante del aforismo. Entre los fragmentos se abre un entremedio, un silencio, un espacio para la resonancia. Pero aquí se plantea la paradoja constante entre la unidad de cada fragmento —en algunos casos, con su “remate'', casi como un cuento— y su necesaria apertura hacia el fragmento siguiente. O, al revés,  cómo retomar y continuar el discurso, trabajar el sentido, el tempo o el ritmo, tras el fragmento anterior.

Por otro lado, estaba el desafío de cómo sostener un discurso sin la zanahoria del relato tradicional. Cómo mantener la narración cuando ésta no persigue un desenlace sino que aspira a sostener la lectura por la musicalidad de las palabras o la intensidad del lenguaje. Este desafío se agiganta con el agravante de un relato, por momentos, basado en ideas, reflexiones críticas e, incluso, moviéndose dentro del metalenguaje y la metaliteratura. La propiedad sonora y musical de la lengua continúa siendo una tarea constante, una dirección cardinal que voy redescubriendo con cada búsqueda.

FM: “Volver es alejarse de la casa, sin dejar de girar en torno al hogar. Con cada vuelta, uno ya no es el mismo. Solo se puede volver como otro”, reza el aforismo 762, cerca del final de tu reciente libro Homerar. ¿Qué significa irse del hogar y volver a él, o en términos más amplios, qué es lo propio y lo ajeno en la literatura?

GG: Las resonancias aforísticas de Homerar buscan evitar la clausura tanto del sentido como del significado. Aspiran a que el texto sea conjugado en cada lectura, completado por cada lector. No soy original. Desde un punto de vista mediático, esto mismo puede decirse de toda literatura y de cualquier forma de realización artística. Aún así, esta idea me orienta e impulsa hacia lo que hace un momento llamaba “abstracción”. Ahora, en este contexto, podría agregar “ambigüedad”, “indefinición”, es decir, recuperar algo del poder oral y prealfabético de la palabra.

El autor no siempre es el más indicado para dar explicaciones sobre su obra. Más aún, la explicación del autor puede empobrecer la multiplicidad posible de la lectura. De todos modos y dicho esto, no pretendo evadir la pregunta.

Las frases que tomaste se encuentran en el contexto del fragmento 762. A mi modo de ver, allí, la casa resuena como un emplazamiento, un lugar del que, necesariamente, y desde la más remota antigüedad, debemos partir. El hogar es un sentimiento que se despliega en el campo simbólico, un talismán incorporal que viaja con uno, que forma parte del “sí mismo”, como la cultura. Puedo estar lejos de casa y extrañar porque traigo la memoria del hogar y, entonces, siento nostalgia. A diferencia de la melancolía —donde la pérdida inefable que me separa del mundo es, también, la del propio deseo y la autoestima—, en la nostalgia late el deseo de volver que me conecta con lo lejano que habita en mí y, en tal sentido, tengo presente y mantengo en la cercanía. Este aspecto atraviesa toda la Odisea.

Pero tu pregunta también pregunta por lo propio y lo ajeno en literatura. No sé si es adecuado pensar de ese modo, salvo en lo relacionado con el plagio y el  complejo y dudoso problema del derecho de autor. En términos artísticos, tales categorías resultan poco adecuadas porque suponen estados de cosas, piensan en lo que “es” y esto suele ponerse en relación con un “deber ser”. El arte es acción, movimiento. Está más cerca del verbo que del adjetivo, el sustantivo o el posesivo. En arte, más que de lo propio se trata de lo apropiado.

Algo de todo esto resuena al final del fragmento 758, “Pero ningún viajero es inmune al viaje. Ni siquiera Ulises. El afuera se va pegando al cuerpo como papelitos que sopla el viento. Y sin saber, el rostro de uno ya es el rostro de otro.”                                             

FMEn Zag (¿deberá su nombre a la parte final del término “zig-zag”?), más precisamente en el fragmento “Índice de flotación”, escribís: “Nada impedía pensar que la ausencia se hiciera presente como falta de todo lo que está por llegar. Se sintió un náufrago, un algonauta buscando una tabla en medio del mar”. ¿Los escritores somos argonautas griegos de un “algo” inefable que aún así nos empecinamos en decir? ¿Es el escritor ese “algonauta”?

GG: Zag apareció como una onomatopeya, un sonido burlón. Como el  Zorro rasgando el uniforme sobre la panza del Sargento García. En este sentido deseaba hacer resonar la velocidad del gesto y la precisión de una estocada. Y, como dices, también señalar la ausencia del Zig, un desvío, la mitad de un movimiento o el movimiento al revés. Acaso sea un título desproporcionado y pretencioso para aquellos tanteos  inaugurales de una larga búsqueda.

Con respecto al texto que citas, tu pregunta me lleva a releer Zag y, al hacerlo, siento que vuelvo a un libro escrito por otro.  Esto tiene algo de divertido ya que pone en evidencia la diversidad en la unidad aparente del yo, esa forma gramatical donde solemos apoyar nuestra identidad.

Lo del “algonauta” es un buen ejemplo de la búsqueda de abstracción de la que hablábamos antes. Una aventura que transcurre entre “todo” y “nada” o que pone de relieve esa nada que lo es todo o casi todo. Esa nada que no es tanto una falta concreta —como el célebre “cuchillo sin hoja al que se le perdió el mango” de Lichtenberg— sino un signo lingüístico existencial que se presiente en la angustia que nos es común y que todos conocemos.

En tu interpretación, es el escritor quien bucea en la nada en busca de algo. En realidad, es lo mismo que hacemos todos. Solo que el artista lo toma para ponerlo en consideración de diversas maneras. Es parte de su rol. Está claro que ese algo es como una cebolla o un puerro, un montón de capas en torno a un corazón ausente. Lo importante es lo que se produce en la búsqueda, la estela de sentido que deja su marca —pequeña o notoria— en la memoria colectiva. Este es uno de los motivos por el que todos trabajamos. No solo para nosotros mismos —como cree el liberalismo— sino con los demás y para los demás. Aquellos que logran obras memorables alcanzan a dejar un mojón, un índice de flotación existencial, a través de la creación informativa —esta puede ser una obra de arte, un descubrimiento científico, una innovación tecnológica, un frasco de mermelada o un escarpín tejido a mano— ante la tendencia indiferente y entrópica del universo.

FM¿Qué estás leyendo y qué estás escribiendo actualmente?

GG: Actualmente, disfrutando de la licencia anual, dispongo de momentos diarios de recogimiento dedicados a la escritura y la lectura. La escritura manda y tengo varios documentos abiertos que responden a diversos proyectos. Algunos están relacionados con las tareas docentes y otros con la actividad artística. Si bien todos están emparentados, ya que no hago nada que no sea estrictamente personal, tienen destinos diversos.

Por momentos, siento que solo trabajo. Lo bueno de las vacaciones es que me permiten alternar los rituales cotidianos con interrupciones creativas y lúdicas,  más prolongadas de lo habitual, sin perder horas de sueño. 

Los rituales incluyen la lectura de la prensa online y un conjunto de libros que estoy releyendo y estudiando eternamente, con relación a mis investigaciones. Por ejemplo, El universo de las imágenes técnicas y otros textos de Flusser, El banquete, de Platón, el Seminario 8. La Transferencia, de Lacan, la metapsicología freudiana, algunos textos de Jung.

Las interrupciones incluyen la lectura de los tesoros que llevo en un gran cajón lleno de libros que me acompaña a lo largo del verano. Su totalidad es inabarcable y, por eso mismo, plena de promesas, susurros y misterio. Lo importante es tenerlos a mano. Los que frecuento en este momento son Los nombres propios de Hugo Fontana —en este mismo instante, Joaquín Rodríguez Nebot me da la triste noticia de su fallecimiento—, A través de un breve laberinto, de Pablo Silva Olazábal, Buenas noticias de Carolina Silva Rodé y otros tantos libros de autores uruguayos. También estoy leyendo Del azar y la memoria, del poeta chileno Fernando Alfonso Rodríguez, Kafka en la orilla, de Murakami y varios libros de César Aira. Hay unos cuantos más pero, afortunadamente, tengo amistades que me distraen de mi retiro para recordarme otros sentidos de las vacaciones.

 

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