La "violencia" política de la letra



Por Santiago Cardozo y Fabián Muniz


SC: Me gustaría que reflexionemos sobre nuestra relación con la lengua que usamos todos los días cuando damos clase, con la lengua sobre la cual posamos la mirada con nuestros estudiantes, en diversos géneros discursivos, más allá de los “corsés” de las asignaturas que dictamos, las que, por suerte, tienen más que nada cosas en común: Literatura vos e Idioma Español yo. Quisiera seguir el derrotero que el propio significante nos pueda marcar, aunque podamos torcerlo según el sesgo de nuestros intereses particulares, muchos de los cuales coinciden. Pienso, entonces, en la letra, que es, a la vez, lo que hay y lo que falta, lo que se inscribe y pide ser leído, interpretado, y lo que se resiste, por su propia naturaleza, a la asunción de un significado propio, pleno, estable y tranquilo, a resguardo del deseo, el inconsciente y la angustia. Esto es, para mí, en primer lugar, la letra (quizás, lacaniana), relación con el cuerpo que la dice y hacia el que se dirige; precisamente, efectos de angustia, deseos perpetuamente desplazados y aplazados, sentidos que no llegan o que, cuando aparecen ante nosotros, lo hacen efímeramente, con la fragilidad de lo que no puede retenerse sino a través de un conjunto de ilusiones que podemos llamar, por ejemplo, gramática, o más ampliamente, idioma. Se trata, en suma, para mí, de la experiencia de saber que lo vivido no se reduce a lo significado, porque la letra remite a vacíos con los cuales provoca efectos de falta, al mismo tiempo que plétora de palabras, expresiones, enunciados, tendientes a buscar un objeto para el decir (la tranquilidad anodina del referente), y, sin embargo, lo vivido persiste como una resistencia al decir, como la imposibilidad de las palabras de acceder a eso que se les resiste, impidiéndoles el paso al ser. 

 

FM: Me gustaría, a mí también, que reflexionemos sobre lo que proponés, que es, afortunadamente, un problema que se ramifica en muchos otros, por lo que podremos movernos en un abanico amplio de cuestiones que difícilmente abreven soluciones concretas y terminantes. Tal como lo decís, poner en escena la cuestión de la “letra” es poner en juego una serie de sentidos que devienen o se desplazan hacia muchos lugares. Así, las “letras” son, en nuestra más tierna infancia, esas veintisiete formas que, duplicadas (o triplicadas) con una leve variante que va de la “imprenta mayúscula” a la “imprenta minúscula” y luego a la “cursiva” o “manuscrita”, nos acerca a la escritura, desde una molestia afectiva, desde un dolor amoroso. Duele la mano, la muñeca, los dedos, pero el deseo que nos demanda la letra nos mueve a seguir, a permanecer en el dibujo engarbado de las palabras. “Ama”, “Ala”, “Ave”, “Mamá”, “Oso”, son las primeras ficciones con las que nos damos encuentro en el festín apaciguado de la hoja, el lápiz  y la mano. Se trata, casi, de un juego de plasticina. Moldear las letras como si fueran masas de colores, hasta que, de pronto, cierto día, caemos en la cuenta de que todo lo que identificábamos singularmente, aisladamente, se ha vuelto amalgama, unión, enlace, sustancia gris-violácea anónima, empastada, democrática, y cada uno de los colores se ha perdido en ese color amorfo y amable que es la escritura. Nos sale fluidamente, o nos salimos del renglón, o luchamos por domesticar el tamaño, la extensión, el declive elegante de la mayúscula que sucede a la sangría al inicio de cada párrafo.

Nuestra cultura letrada, entonces, empieza con un cuerpo al que le duele esa inscripción inicial (duele la silla, duele la mano, duele la espalda, duelen los dedos) y también con un alma enamorada y deseante que permite sobrellevar ese dolor, porque permite pensarlo como “inevitable” o “necesario” para incorporar la letra. ¿Con sangre entra? No tanto, pero un poco sí. Con raspones, digamos. La siguiente relación con la letra, una vez aprendida la primera fase, es la del copista. No somos autores de lo que escribimos: sencillamente hacemos “copias”. Hay un cuaderno doble raya abierto, sobre la mesa, esperándonos. Hay, también, un modelo prístino, serio, inmaculado, que torpemente remedaremos para gracia y dicha de la maestra. Ella lo ha seleccionado para nosotros: se trata de una muestra de las más finas cosechas del Romanticismo decimonónico, quizás Tabaré, quizás Ariel, quizás El combate de la tapera. En ese momento no lo sabemos. Esos títulos no nos dicen mucho, pero nos hacen sentir minúsculos, y se vuelven palmarios los monstruos del pasado, sus pisadas en nuestros talones infames. El copista en que nos convertimos copia, copia, copia, como si en la repetición de la letra hubiera un ritual de composición. De a poco, muy de a poco, sí... las letras son nuestras, aunque de otros. Son nuestras porque son de otros. Hay una extraña posesión. Los monstruos están, de alguna manera, en eso que está saliendo de nuestras manos. El monstruo ya nos poseyó, y nos hace garabatear malamente lo que él una vez emplumó y desplumó dignamente con su digna pluma, en su papel testamentario, con su tintero, ese tintero que para el copista que somos no es más que un agujero vacío en el banco de madera en el que llevamos a cabo la faena. ¿La fuente de tinta de la que salían las letras de los monstruos del pasado se ha vuelto nada más que un agujero limítrofe entre el espacio del banco que nos corresponde a nosotros y el que le corresponde al compañero de asiento? ¿Cómo es eso posible? La fuente de tinta del pasado: un agujero en el presente. Pero una vez dominadas las copias, ahí sí, vienen las redacciones. ¿Qué hicimos en el verano? Todavía no somos totalmente autores, porque si no hicimos nada, es decir, si tuvimos unas vacaciones indignas de la literatura (o lo que en la institución escolar se entiende por tal cosa), entonces no deberemos ser sinceros. Deberemos ser, nuevamente, y en otro sentido, copistas. Hemos deducido, un poco por experiencia indirecta, que en las vacaciones nos deben suceder cosas maravillosas, distintas a las del resto del año: domamos enormes olas de mar con nuestras tablas de espumaplás, hacemos un castillo de arena que soporta los embates de la marea, rescatamos un perrito de una cuneta al costado de la calle, pasamos extensas tardes con nuestros abuelos y jugamos mucho. Si nada de eso ocurrió, no importa: debe ocurrir en la hoja. La literatura escolar establece un reparto que es, a la vez, una escisión del yo: hay un yo real, cuyos días se suceden unos a otros y quizás no hubo más que un continuo mirar al techo, resoplando el maldito calor que en las tardes se junta en la pieza; y hay un yo literario, al que deben sucederle las cosas más inverosímiles del mundo para que la redacción sea digna de la petición escolar. Entonces, sucede lo inevitable: comentamos con el compañero de al lado, y con la compañera de atrás, y somos tres, cuatro, cinco, diez alumnos que hemos tenido que suplantar al yo real por un yo literario para poder escribir la redacción esperable. Las hojas Tabaré no parecían admitir a un niño sencillamente tirado en la cama, sin saber qué hacer, aburriéndose, resoplando el calor contra el techo. Y, luego de mucho tiempo, llega una mañana, o una tarde, en que las túnicas y las moñas se convierten en camisas y corbatas, o incluso en ropa común y silvestre, casi como la que usamos en casa (salvo que se trate de shorts o musculosas: esas prendas sí que están proscriptas). Y nos pasamos a escribir con lapicera (no más sacapuntas ni gomas), y podemos tachar, hacer borrones, y las hojas Tabaré se vuelven cuadernolas a las que se les deshojan las tapas y tenemos que resumir y sacar apuntes y son un montón de profesores y tienen los ojos fríos, duros, y ya no hay maestra tibia contra la cual apoyar la confianza ciega. LA letra se convierte en las letras. El Saber de la Maestra se disuelve en las materias de los profesores; el Eterno Recreo en el que los juegos parecían infinitos se desvanece y en su lugar aparecen sucesivos cortes marcados por timbres en los cuales apenas se puede ir al baño, pegar y aguantar, besar, tragar un alfajor. Todo lo sólido se desvanece en el aire. Y el amor entre pares, que nos parecía ridículo en la escuela, o era apenas una mímica estereotipada, se convierte en una realidad: motivo de llanto, de rateos, de peleas, de portazos. La escisión del yo real en un yo literario se esfuma paulatinamente: hay Onetti, hay Teatro del Absurdo, hay Existencialismo. La literatura se ha convertido por fin en un tipo como nosotros, en alguien que tiene permitido aburrirse en verano: alguien que se huele alternativamente las axilas y que resopla el maldito calor que en las tardes se junta en el techo. Ya no hay reparto entre seres dignos de la literatura (los maravillosos, activos y desopilantes protagonistas de las redacciones escolares) y seres indignos de la literatura (los seres quietos, derretidos, fofos o bobos, de un escritor como Onetti). Algo ha cambiado para siempre. Hemos comenzado a terminar (delicioso oxímoron) un proceso de subjetivación que podemos llamar “democracia” o “enseñanza”.

En la escuela, la función de la letra comienza por hacernos padecer a un Otro inscripto en nosotros (el Monstruo del Pasado, el Tintero, el Yo Literario) que es necesario formar, y en el liceo continuamos el proceso incorporando la dimensión inversa: hay mucho (demasiado) de nosotros en ese Otro. Estamos habilitados para deformarlo paulatinamente. Cuando se le sale la Túnica y la Moña, el Otro marmóreo con el que nos moldeamos tiene ropa por debajo. El Yo Real y el Yo Literario se miran al espejo: son iguales.

 

SC: Lo primero que se me ocurre, leyendo lo que decís a partir del juego con “letra”, es que el alfabeto no es, para los niños, todas esas letras juntas, sino ciertos énfasis: primero, el del nombre propio, el del apellido y el del nombre y el apellido del amigo, del compañero de banco. También son las letras de la mascota, tanto más si la mascota constituye personaje central de una narración. Además, y acá está, en mi opinión, lo más importante de la letra, al menos de aquella a la que fuimos, literalmente, sometidos, es que ella nace como letra poética: “Ala asa sus sesos al sol”, “Mamá amasa la masa”, donde las aliteraciones, además de una función pedagógica y didáctica en el sentido más pueril de las palabras, vienen a decirnos que esa es la estructura original del lenguaje, sea letra o no; que hay cierta indistinción provocada por las homonimias parciales, capaces de extenderse a toda la lengua y producir sentidos que, en ese momento no lo sabemos, aunque podemos intuirlo, son el efecto del trabajo del significante. Diríamos entonces que todo niño es lacaniano por defecto. 

            La letra aparece, entonces, como letra poética y, por lo tanto, como letra política (poética y política son palabras que se asemejan y, por ello, que se buscan, que se determinan recíprocamente; si es verdad que somos animales políticos porque somos animales poéticos, la homofonía parcial está plenamente justificada, como lo está la brutal enseñanza de la escritura a partir de los juegos de palabras de aquella escuela que era más escuela que la actual, más espacio-tiempo de suspensión del espacio-tiempo económicos.

            Letra por letra, dice Jean Allouch. Así parece aprenderse la escritura, también, más allá de lo que nos dicen los métodos de su enseñanza, soportados por teorías cognitivas diversas. Da igual: la letra, en la letra cursiva, es puro cuerpo, pura sinuosidad amorosa que busca, mediante la imitación, la copia, la disciplina de la doble raya, decir lo que es pura ajenidad: el sentido que tiene la escritura, que esta produce en su seno como el seno materno alimentó al niño que, ahora, lápiz en mano (como un pequeño falo personal), inscribe su nombre en la superficie blanca de la nación. 

            Hay, ciertamente, al comienzo, dolor: del cuerpo y del espíritu. ¿Y deseo? Posiblemente. Al menos, uno, de grande, lo supone, lo instala allí donde, en el forcejeo con las copias, las dobles rayas, las gomas que borran disciplinadamente lo que la mano equivoca, el sujeto busca abrirse paso en el trazo de la letra, en los pliegues y los temblores del dibujo, potencia y promesa de emancipación. Habrá, luego, literatura, en el sentido escolar y liceal; habrá saber letrado, pero todo empieza en la estética de la letra, en la poética de la ficción (esto es, a fin de cuentas, “Ala asa sus sesos al sol”, la suspensión más radical y, en cierto modo, sin sentido, del orden de las necesidades, de la pragmática vital más abstrusa y coercitiva). 

            Empecé a leer El origen de las palabras, de González Bertolino. Quiero señalar una cosa: la relación de ese origen, que siempre es un origen, el propio, con la muerte, que es siempre la muerte del hombre como acontecimiento que permite la producción de sentido. En el caso de González Bertolino, la muerte en carne propia, de la que conserva los trazos que otras palabras le contaron, es la que activa el juego del sentido, de sus palabras y de las de los otros. Entonces, rigurosamente, la letra, que mata a la cosa, nace con la muerte o con su posibilidad; de la misma manera, las letras del alfabeto matan, si se quiere, la oralidad doméstica, esa con la que todos cargamos cuando entramos en la escuela, la oralidad de la vida misma, de su devenir hacia el cese de su existencia. 

            La letra, entonces, “tramita” una muerte, una suspensión-superación: la del orden doméstico, cuya contracara hace tiempo viene conquistando la escuela y el liceo uruguayos: la domesticación de la letra como figura específica de la “oiko(nom)ización” de la scholé

La letra de las redacciones escolares de las vacaciones, de la descripción de las mascotas, de la vaca, de los retratos ajenos y los autorretratos: es la letra de la ficción como instancia política que suspende la lógica de los intercambios pragmáticos, domésticos; la ficción propiamente escolar, que suspende el tiempo-espacio de la anodina vida cotidiana; la letra que, cuando se enseña, llena el vacío de su propia huella: con polenta, yerba, fideos, garbanzos, que recubren el espacio trazado por el contorno de las letras, las que destacan su vacío interior como algo que debe ser llenado para su aprehensión y aprendizaje. Curiosa e interesante metáfora original, mitológica, iniciática: entramos en el orden letrado llenado la falta que la propia letra inscribe en sí misma al presentársenos como puro contorno, sin relieve, sin espesor, como una figura de dos dimensiones que demanda la mano del sujeto a fin de adquirir el volumen con el que y a partir del cual la escuela inscribe la letra como corte, límite, entre ella misma y la casa, entre la impropiedad de lo que “ofrece” el “saber escolar” y la propiedad de la oralidad de todos los días, representada en la libreta del almacén y en la esquela de la heladera, en los llamados maternos a merendar o en las órdenes de hacer los deberes o tender la cama. 

 

FM: De acuerdo con todo lo que señalás acerca del proceso de escolarización, de la inscripción de la letra en el cuerpo y en la nación. Y me parece parte de un proceso que se termina de conquistar en el liceo, cuando además de inscribir nuestro nombre en la nación, aprendemos a desinscribirlo. Creo que, como señalé en parte, y como completás vos, el ritual más o menos marmóreo de la escuela es absolutamente indispensable para establecer de una vez y para siempre ese corte abrupto entre el orden económico de la vida y el orden político/poético de la letra escolar. Sin dudas. Pero ese corte, justamente, es un corte. Y quizás lo que termina de enseñar la literatura en el período liceal (si es que algo enseña) es una suerte de libertad para el desplazamiento fluido de un orden al otro. Hay una serie de revelaciones que la literatura irá dejando. El liceo, me parece, es un buen tercer punto para mirar con la distancia necesaria (distancia irónica, o incluso paródica, si se quiere) que el animalito que éramos necesitaba ese corte dramático entre los dos órdenes susodichos. La literatura ayuda a comprender ese proceso, sobre todo porque la literatura moderna (o la literatura a secas: lo otro es “Bellas Letras”) permite que logremos visualizar que la phoné de la libreta del almacén, de la esquela en la heladera, de los llamados maternos para tomar la leche, son la materia misma de que se hace el discurso literario. Y es en ese relevamiento/revelamiento que la literatura hace de la phoné, de la ruptura misma del reparto phoné/logos, que la literatura hace poética, y por tanto hace política.

           Sexto año. Leemos, por ejemplo, “Dry september”, de William Faulkner, y nos preguntamos por qué, cuando habla el negro Will Mayes, acusado de violar a una mujer blanca, Faulkner enturbia la sintaxis, cacarea con el estilo, hace que hable como un animal. “¿Qué lo que pasa, señore? Yo noecho ná. Por Dios se lo juro, señor John”, entona el negro en su piar lastimero. En la literatura, la letra tiene un devenir-animal, alcanza un límite borroso que enfrenta el discurso con la música, o con el silencio, o con el cacareo. Las voces del mundo son sinfonía, atonal o no, y los tránsitos, o los pasajes, entre el orden letrado y el orden fónico, la desterritorialización de uno para reterritorializarlo en el otro, permite la libertad discursiva que, si bien se ha creado gracias al corte abrupto de la escuela, pasa a su fase más sofisticada, por la multiplicidad democrática del liceo.


Dibujo: Pablo Scagliola. 

 

 

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