DE LOS ESCOMBROS AL POLVO
Por S. C.
“Porque lo que no se puede decir hay que gritarlo. Un grito no requiere justificación. Tan solo necesita una boca dispuesta a desgarrarse y unos oídos que quieran escucharla”.
Santiago López Petit, Hijos de la
noche
Como parte del proceso para concretar la venta de su casa, la casa en la que nació y creció, en la que fue feliz pero también de la que escapó (sucedió que, ya solo con ella, la casa empezó a absorberle la energía, a quedarse con amplios pedazos de su vida por venir), la posible compradora fue a visitarla con una de sus hermanas, con quien había acordado una historia inverosímil para contarle al inquilino, a fin de que se tomara a bien la posibilidad de tener que irse. Una hora más tarde, su hermana le contó que la casa estaba completamente destruida por dentro: filtraciones en cada rincón, paredes despintadas y, en no pocas áreas, descascaradas, aciago olor a humedad, los pisos de baldosas impregnados de una desidiosa pátina de blancura sepia, acumulación arqueológica de la mugre no barrida durante años.
¿Qué es una pared que exhibe sus ladrillos como los huesos rotos de un cuerpo en posición vertical ya sin vida? ¿Qué son las rajaduras del techo por las cuales penetra, violentamente, el agua de la naturaleza, abriéndose paso ramificadamente en interminables caminos que desembocan en las partes bajas de la casa, donde se encuentran, inhumados, los cadáveres del pasado? Es el doloroso e inexpugnable paso del tiempo, el invisible martilleo del tic tac del reloj que horada la arquitectura afectiva de una familia de la cual quedan, apenas, unos pocos ejemplares que luchan por persistir dignos en el mundo que heredaron.
Una rajadura en el techo del dormitorio que había sido su cuarto permitía que el sol del día y la oscuridad de la noche entraran a la casa, desolando voluntades y estados de ánimo, carcomiendo lentamente el espíritu de los fantasmas que la habitan. Ya nadie, al parecer, tenía acceso a la pieza, colonizada por variedades fúngicas de todos los tamaños y colores, que vivían indiferentes a lo que ocurría en el resto del hogar. Infaustos, los hongos se desperdigaban a lo largo y lo ancho de las paredes, provocando una fragancia fétida que se incrustaba a la fuerza en las fosas nasales.
Respiramos entonces los bálsamos de las enfermedades que se fueron llevando, uno a uno, a nuestros antepasados, y miramos alrededor, buscando en los rincones amargos de las penitencias lo que pudimos haber sido, lo que nos llevó a ser lo que somos.
Pintura: Pablo Scagliola.
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