DE UN CULO VENIMOS Y HACIA EL INODORO VAMOS



Por Santiago Cardozo


Hágase la luz, decía Dios, y la luz se hacía. Hágase la pastafrola, agregaba (porque sin luz no se podía cocinar), y la pastafrola quedaba pronta. Y acá, en la geografía oriental inaugurada por vacas, Artigas decía: hágase el pueblo oriental, y arrancó el éxodo: el divorcio quedaba instituido, la Madre Patria era esterilizada.

Una interpretación “alocada” del papel que desempeñó Artigas en la constitución de la “identidad nacional” (sintagma que entrecomillo por la sordidez que, en mi opinión, encarna) está fundada en el “método” de lectura que practicara Louis Althusser, junto a Étienne Balibar, con El capital de Marx en Para leer El capital: una lectura sintomática, que busca sacar a la luz el deseo y el inconsciente del texto.  

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y hasta las piedras saben, a donde va,

 

1. Parirás con dolor. Ciertamente. El divorcio de la Madre Patria supuso que Artigas diera a luz por el culo. El pueblo oriental resultante, su pueblo, llegó a la existencia cagado de los pies a la cabeza: la mierda que lo cubre carga también con ese dolor del parto que, para el caso, le abre paso a la entidad política ‘pueblo’ mediante el desgarro del ano (he aquí las hemorroides de la historia).

 

2. Crueldad de la historia, esencia de la orientalidad: nuestra identidad, si existe algo que podamos llamar así, es la materia fecal de las contingencias históricas que dibujan el mapa político de lo que somos. Instaurados como sujetos político-jurídicos por el efecto del “–ismo” más importante de nuestro historia (de nuestro devenir uruguayos a partir de los orientales originarios, que no desaparecen en el ser-estatal que nos nombra, pues somos orientales-uruguayos, sin advertir que “uruguayos” es una negación de “orientales”), cada persona de este pedazo de tierra ha sido interpelada ideológicamente por esa palabrita o palabreja o palabrota que nos proporcionan el suelo que pisamos: “artiguismo”.

 

3. Parodia e ironía de la historia: el departamento norteño de Artigas es, si se quiere, el más olvidado de los departamentos de la república, acaso por estar en el espacio fronterizo con Brasil, tierra de la que provinieron los que por la fuerza desalojaron a Artigas de su tierra. El exilio y el consecuente olvido del héroe patrio es correlativo al olvido de ese departamento que, cada vez que reclama ser recordado, incluido en la cuenta de la división territorial y administrativa del Uruguay, debe ser nombrado con el nombre del olvidado por la historia nacional: “Artigas”. Confluyen entonces dos marginales y marginados, que no tienen, sin embargo, punto de contacto entre ellos más que el significante que los nombra. Seres de frontera, en el caso del héroe patrio (hombre orillero, para decirlo a la Schinca) presenciamos la consumación de lo que la historia dejó en suspenso: el destierro socrático, que aquel filósofo griego pudo evitar tomándose un vaso de cicuta. El veneno valió la pena para aquel panzón canosamente barbado, mientras al recio y estoico Artigas le tocó finiquitar lo que se había pospuesto por siglos. Ya internado en tierras paraguayas, el oriental menos uruguayo de todos vivió hasta que la muerte lo alcanzó, no sin antes dejarse retratar en errática pintura que pasó a la posteridad como la imagen más fiel del caudillo federal. Y tuvo que ser un extranjero quien pincelara para siempre la fragilidad exterior de un viejito que no parece el general apostado bajo la puerta de la Ciudadela. Luego, de ese viejito calandraca saldría el comercial Día del Abuelo, que celebra la cercanía de la muerte el mismo día en que nació en Montevideo aquel abuelo que, por la fuerza del mercado, introdujo una llamativa ambigüedad en la que, como Narciso, nos reflejamos y nos comprendemos como orientales-uruguayos.   

 

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4. Dice el filósofo italiano Giorgio Agamben en Medios sin fin: “Toda interpretación del significado político del término pueblo debe comenzar por el hecho singular de que, en las lenguas europeas modernas, este siempre indica también a los pobres, los desheredados, los excluidos. Un mismo término nombra, pues, tanto al sujeto político constitutivo en cuanto clase que –de hecho, si no de derecho– está excluida de la política”. En efecto, el pueblo es dos pueblos al mismo tiempo: el conglomerado de gente común y corriente, la carne de cañón que vive como puede, que tiene negado el acceso a la educación, y la entidad política que resulta de una transformación performativa, la que se produce cuando la masa popular se declara pueblo. Se trata, en suma, de un acto de reflexividad promulgado por el discurso y constatado por sus efectos en la realidad. Un pueblo, pues, zōé que deviene hacia su cese, satisfaciendo como puede las necesidades biológicas que aquejan a sus miembros, y un pueblo bíos que se sitúa por encima de la zōé para instituir la política. Y enseguida remata Agamben: “[…] ‘pueblo’ es un concepto polar, que indica un doble movimiento y una compleja relación entre dos extremos. No obstante, esto significa también que la constitución de la especie humana en un cuerpo político se da mediante una escisión fundamental y que, en el concepto ‘pueblo’, podemos reconocer sin dificultades las parejas categoriales que, como hemos visto, definen la estructura política original: vida desnuda (pueblo) y existencia política (Pueblo), exclusión e inclusión, zoé y bíos. El pueblo siempre lleva ya consigo la fractura biopolítica fundamental”.  

 

5. Entonces, leo en La actualidad del pasado. Usos de la historia en la política de partidos del Uruguay (1942-1972), interesante libro de José Rilla: “Entre la escuela y los partidos políticos –ya vimos que ambos fueron percibidos como instituciones contradictorias– se define la pertenencia nacional, se dibuja un contorno de adscripción colectiva que tiene una historia y que obviamente pertenece a ella. Si la política supone conflicto y discordia, esta sociedad, como muchas, armó los conflictos en torno a los partidos y encontró en Artigas una zona de concordia y acuerdo, trabajosamente construida a lo largo de varias décadas. Ello a pesar de la carga de violencia, contradicción y radicalismo que comportó la gesta artiguista". Encabeza estas palabras el subtítulo “Zona de concordia”, referido a la figura de Artigas y a su capacidad centrípeta de cohesionar, por encima de las rencillas partidarias, la “naturaleza” política y moral, digamos, supongo, de la nación. ¿Artigas como una “zona de concordia”? Tal vez esta zona de concordia no sea otra cosa que la hipocresía en su estado político-partidario más puro, como materia prima (la materia fecal con la que estamos manchados, como el vestido, en este caso visible y oloroso, de la gracia divina que nos cubriría del pecado) de la orientalidad, ya que no de la “uruguayidad” y, menos aun, de la “uruguayez”. Tal vez la homonimia entre el historiador y el prócer yorugua nubló el juicio implicado en el subtítulo o tal vez la escritura historiográfica no entiende mucho de equívocos, por lo cual no puede extraer interpretaciones de ellos para iluminar “lo que somos” y, sobre todo, lo que deseamos ser.

 

6. Estamos, en el fondo, ante del problema del deseo y del inconsciente históricos que coagulan –esta es la hipótesis– en el sustantivo abstracto “orientalidad”, cuyo sufijo, digamos, esconde la mierda que nos baña de arriba abajo y que nos constituye como Pueblo, recordándonos permanentemente nuestra condición de pueblo. Un devenir identitario y, sobre todo, una idiocia del mismo tipo, que se materializa en el sustantivo en cuestión y en los montos de goce que provoca, en los apegos afectivos y morales que suscita. Se dice y se repite hasta el cansancio que todo grupo de personas necesita una figura en torno de la cual construirse, precisamente, como un grupo cohesionado, eventualmente como un Pueblo. En este sentido, Paul Ricœur habla de la función cohesionadora de la ideología, cuya puesta en funcionamiento (la retórica de la ideología) da lugar a un relato que se hace cargo de y proyecta los deseos de la cohesión grupal en la forma y el contenido de ese relato.

            Está bien, digamos que sí, que los efectos de lazo del discurso narrativo son indispensables para la conformación del Pueblo. Pero, nuevamente, es preciso llamar la atención sobre la forma en que el otro pueblo, el que lleva “p” minúscula, daña o fractura la plenitud del Pueblo (el políticamente posta), por lo cual esa narración cohesionadora (la fuerza ideológica de la retórica, para aquellos que la defenestran o defenestraron, o para aquellos que la consideran un arma simbólica de la dominación burguesa) no está escrita sino con la tinta excrementicia y la sangre hemorroidal del conducto excretor más importante de la historia oriental-uruguaya.


Imagen: tomada de Martín Atme y Fernando Andacht, El padre nuestro Artigas, Montevideo: Estuario Editora, 2011.

 

 

 

 

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