APUNTES PARA UN TESTAMENTO (adelanto)
[…] una foto es siempre invisible: no es a ella a quien vemos.
Lo que
Roland Barthes, La cámara lúcida
1.
Poseo, entreverada entre otras, una fotografía en la que estamos mi hermana, mi madre y yo, sentados en un largo muro de hormigón a la entrada de la casa en la que vivíamos. Al fondo, se observan canteros de pasto recién cortado y diferentes árboles: a la izquierda, un níspero cargado de frutos; a la derecha, un duraznero desnudo, pero con brotes, detrás del cual un manzano intoxicado y un férreo naranjo ofician como el fondo duro y resistente de los tiempos infantiles, cuando el aire se llenaba muy fácil y rápidamente de insultos y penitencias. En el medio, dos columnas levantadas en el centro del patio delantero trazan una línea perpendicular al muro y dividen la imagen en dos partes casi iguales. Yo estoy en el medio, apenas tapado por el pelo de mi madre, que mira hacia un costado con los ojos entornados, como si estuviera molesta por la claridad de la tarde. Mi hermana, del lado opuesto, parece cruzar una mirada falsamente enojosa con los ojos de mi madre. A pesar de la espontaneidad que rezuma la fotografía, recuerdo que llevó varios intentos conseguir la aprobación del fotógrafo, posiblemente mi padre. La imagen es bella: los tres nos parecemos, refrendamos nuestro parentesco, pero yo no quería participar de aquel momento, aunque hoy ignoro cuáles fueron las razones. Es uno de los pocos recuerdos visuales que conservo de mi madre, una de las imágenes más nítidas en que es posible reconocer diversas historias subyacentes, contadas por la vestimenta, el peinado y el atisbo de lo que había sido de joven. En el dorso de la fotografía no hay fecha: yo tendría diez u once años.
En otra foto, mi madre encabeza la Navidad de dos familias reunidas (la mía y la de mi cuñado), desgatadas por las interminables discusiones sobre el lugar y el menú de la celebración. A continuación, a la derecha y hacia el fondo de la fotografía, vengo yo, en una actitud de marcada burla hacia el fotógrafo (mi padre), levantando el dedo mayor de la mano derecha y ofreciéndoselo a la posteridad. Puesto a describir la imagen, siento que trazo los diversos pliegues de los espectros familiares que insisten en conservar su lugar en mis recuerdos, como si fueran un óxido que va royendo, casi imperceptiblemente, los barrotes de un portón, las rejas de una ventana.
Mi madre aparenta cierto nerviosismo o la necesidad de controlar lo que está sucediendo en la mesa; el resto de las personas, al menos de las que se ven en la fotografía, parecen ignorar sus indicaciones. El plano resultante, desprolijo y fuera de cuadro, funciona como la metáfora de la relación entre las familias e, incluso, entre mis padres y yo. Si quisiera recordar la voz de mi madre hablando sobre qué se va a servir primero y qué después, me doy cuenta de que tendría que imaginarla: no conservo ningún registro acústico de su timbre, de sus modulaciones; no guardo los tonos de sus gritos ni de las quejas e imprecaciones por el comportamiento de mi padre cuando, ya alcoholizado, se convertía en el centro ridículo de la reunión.
*
2.
El
problema del signo es, precisamente, el problema del deseo: ¿qué dice el signo del deseo? Esta es la pregunta
principal, la pregunta cuya respuesta huye en múltiples direcciones. Es,
también (y habría que pensar hasta qué punto el “también” resulta una
denegación o un rechazo de lo que uno no quiere enfrentar) una pregunta que
supone cierta vigilancia del sentido, una vigilancia que procura la escucha de
lo que no se dice, como si colocáramos el oído sobre el pecho buscando lo que
se oculta en el intervalo de los latidos del corazón.
*
3.
Veintinueve es un buen número para terminar estos apuntes: los números primos tienen el interés y la sugestión que despierta lo singular. No les voy a dejar nada a mis seres queridos, ni pretendo que, si alguno muriera antes, me deje algo. Mis libros irán a parar a algún liceo o servirán para fundar una biblioteca barrial; mi casa será habitada por los fantasmas que la ocupen, mientras los litigios legales entre mi descendencia desgastará hasta lo último los cimientos de la idea de familia sobre la que apoyamos nuestras relaciones, siempre problemáticas, llenas de silencios y omisiones, de indolencia y desdén. Para cuando esté enterrado sin posibilidades de resurrección, habré dejado dispuesto que rodeen mi parcela con bloques de cemento y escriban, en un anuncio epigonal en el periódico de la ciudad donde crecí, un obituario que empiece diciendo: “Vivió con su pasado como un inquilino vitalicio de su conciencia”. Después, que le agreguen lo que quieran.
Imagen: fotograma de “El séptimo sello” (1957), Igmar Bergman.
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