Dos figuras del tiempo

 


Por I. G.


Mi madre no era lo que se dice una persona letrada: apenas instruida en los rudimentos de la lectura y la escritura, podía, sin embargo, leer cualquier novela que le cayera en las manos, por compleja que resultara. No había pasado en vano por la escuela. Cuando escribía la lista del almacén, una esquela o alguna carta dirigida a algún familiar con el que tenía escaso contacto, su caligrafía era siempre casi perfecta. Ponía una delicada atención en el trazado de las palabras, como si en ello fuera capaz de volcar los deseos incumplidos por la necesidad familiar y el despotismo fraterno. Todo lo que le hubiera gustado ser se manifestaba en el dibujo de cada letra, de cada enlace, en la inmortal cursiva que, prolija, equilibrada, resistía el paso del tiempo y de la artrosis.


De forma paralela, en otra geografía, la hoja de un mes tachado de un calendario casero, atesorado y custodiado en la pobreza de su confección, era arrancada por una abuela para que su nieta dibujara en ella la genealogía imaginaria de una familia dispersa. Otra vez la figura del tiempo: un pedazo de vida se iba con la hoja del calendario, para renacer en las manos de una niña que, tiempo después, intervendría sus dibujos de jardinera (pies y manos propios) con la frase “500 años del Descubrimiento de Brasil”, escrita con lapicera.    


Pintura: Silvia Werter.



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