LA EXPERIENCIA DEL LENGUAJE (fragmento)
Y sin embargo hoy sabemos que para efectuar la destrucción de la experiencia no se necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad. Pues la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del diario, tan rica en noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los minutos pasados al volante de un auto en un embotellamiento; tampoco el viaje a los infiernos en los trenes del subterráneos, ni la manifestación que de improviso bloquea la calle, ni la niebla de los gases lacrimógenos que se disipa lentamente entre los edificios del centro, ni siquiera los breves disparos de un revólver retumbando en alguna parte; tampoco la cola frente a la ventanilla de una oficina o la visita al país de Jauja del supermercado, ni los momentos eternos de muda promiscuidad con desconocidos en el ascensor o en el ómnibus. El hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos –divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros– sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia (Giorgio Agamben, Infancia e historia).
Y estaremos un día en el recuerdo de nuestros hijos, entre nietos y personas que todavía no han nacido. Lo mismo que el deseo sexual, la memoria no se detiene nunca. Empareja a los muertos con los vivos, a los seres reales con los imaginarios, y el sueño con la historia (Annie Ernaux, Los años).
1.
Todos tenemos, por lo general, dos infancias. La primera, determinada socialmente y recortada, de modo muy reciente, como cierta porción de biología, define dos extremos: el de su ingreso y el de su deceso. La segunda es otra cosa; sin embargo, tiene que ver, también, con la palabra: la mudez de la palabra impertinente, o la impertinencia lisa y llana. Todos hemos experimentado esta infancia: ante una charla “de adultos”, el niño quiere intervenir para anunciar su necesidad de orinar, pero los mayores le dicen que se aguante, que no interrumpa la conversación a la que no fue llamado y en la que no puede entrar: no seas impertinente, se oye, como respuesta.
Abundan otras variantes de esta impertinencia: la vida doméstica está hecha, para los niños, de la obligación de saber cuándo y dónde hablar, cuándo y dónde entrometerse, cuándo y dónde reclamar su lugar como sujeto de deseo. De este modo, somos arrojados a la brutalidad de una experiencia muda, imposible, de un sujeto sin lenguaje o de un sujeto que solo hace ruido, que balbucea, que todavía no habla y cuya capacidad para hablar (su propia humanidad) está puesta en duda. Digas lo que digas, parece decir la voz que señala la impertinencia, no dices nada. Ya te llegará la hora de hablar con pertinencia, de constituirte en una persona con todas las letras; mientras, conviene que calles, que te repliegues al silencio, allí donde está tu natural lugar.
“La lengua, un francés maltrecho, con mezcla de dialecto, era inseparable de voces fuertes y vigorosas, de cuerpos enfundados en blusones y monos de trabajo, de casas de un planta y con un jardincillo, del ladrido de los perros por la tarde y del silencio que precede a las peleas, de la misma forma que las reglas de la gramática y el francés correcto iban unidas al tono neutro y a las manos blancas de la maestra de escuela. Una lengua sin cumplidos ni halagos, donde estaban la lluvia que calaba, las playas de guijarros grises al pie de la pared vertical del acantilado, los orines vaciados en el estiércol y el vino de los que trabajaban duro, era el vehículo de creencias y prescripciones” (Annie Ernaux, Los años).
Mi lengua, la que hablo todos los días, con la que pido el pan y el agua, incluso la que pongo a funcionar en “textos institucionales”, está irremediablemente ligada a mi infancia. Cada oración se estira al límite del fuelle que la contiene. Están permitidos alguna disonancia, algún extremo que desafine (una palabra que parece fuera de lugar o que proviene de la vergüenza de aquellos años; una sintaxis que, errática, sigue adelante y deja para después su recomposición; una idea no suficientemente desarrollada pero que mi haraganería se niega a ampliar, confiando en que, más adelante, va a ser retomada). Entonces, experimento el goce de una pequeña venganza: como me fue quitada la voz –la pertinencia de mi palabra infantil–, ahora escribo siempre con el corazón en el pasado, me aferro a las experiencias de sufrimiento que me retraían, que me empujaban a habitar en la mudez, aunque, siempre, siempre, llena de palabras mentales, de razonamientos que, arborescentes, volvían sobre sí para robustecerse y permitirme plantar batalla con el escuálido cuerpo de metro setenta y cinco y apenas sesenta quilos o poco más.
“Y decíamos de memoria las reglas gramaticales del francés correcto. En cuanto regresábamos a casa, volvíamos sin darnos cuenta a la lengua primera que no obligaba a pensar en las palabras, sólo en lo que había que decir o no decir, lo que nos salía del cuerpo e iba unida al par de cachetes, al olor de la lejía en las blusas, a las patatas hervidas durante todo el invierno, al ruido de la orina en el cubo y los ronquidos de los padres” (Ernaux).
Recuerdo a la maestra cuando mandaba las clásicas redacciones de vacaciones. Los adultos, padres o no, la criticaban: cómo iba a pedir eso, no ve que es una práctica educativa obsoleta, fuera de contexto; no entiende que ninguna persona escribe esas cosas en su vida… Pero yo, con mi disciplina y el cumplimiento de su solicitud, la defendía sin darme cuenta, como hoy la defiendo, porque en las redacciones sobre el invierno o la playa, sobre la vaca o la mascota, había también algo que nadie suele advertir: la posibilidad de zafarse de las formas asentadas, la búsqueda de una voz propia que se pudiera reconocer en un adjetivo, en un sustantivo insólito o inédito, inventado, con la inspiración de la misma lengua con que la maestra nos daba la clase y, al mismo tiempo, con otra lengua, no ya la de la escuela ni la de los libros de texto; no ya la lengua de las oraciones sueltas en el pizarrón ni la de las explicaciones de la historia y del futuro de cada uno (donde nunca se hablaba de la felicidad), sino con la lengua del recreo, de los insultos que nos proferíamos mientras jugábamos a la pelota; con la lengua de los rezongos maternos y de los saludos en la calle, de las historietas y de las historias inventadas de los abuelos, con sus tonos y sus acentos, con sus pasados y sus afectos.
El desafío de la lengua de todos los días, de la “lengua-almacén” (el almacén siempre sintetizó, para mí, la ebullición coloquial del mundo), es decir, los gestos autónomos del cuerpo, las pequeñas y a veces imperceptibles variaciones de la mirada, el desagrado por un olor captado al vuelo, a lo lejos, o la felicidad del recuerdo evocado por un perfume ligero, frugal, el flujo íntimo de la sangre pasando por los dedos de la mano o los latidos apenas audibles que marcan el ritmo de las sienes.
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