El Gran Censor

 


Por Santiago Cardozo


     Campean los silenciamientos, que hablan por sí solos: en nombre de la protección de la laicidad, tiempo atrás se llevó a la justicia un cartel del gremio estudiantil del liceo Nº 28 de Montevideo, en el que los estudiantes expresaban su oposición a la reforma “Vivir sin miedo” que impulsaba el entonces senador Jorge Larrañaga (el cartel: "La reforma no es la forma"). El legislador Pablo Abdala, también del Partido Nacional, fue el vicario que llevó el tema a la justicia y que argumentó, en cuanto lugar pudo, la violación de la laicidad que implicaba el cartel. Hoy es el director del Inau, centro en el que los “internados” no tienen voz, no suelen ser escuchados, no participan de la vida pública. Son siempre, sí, sujetos (objetos) de políticas de gobierno, pero nunca sujetos de palabra, de logos.

      Ahora, el protagonista silencioso es Robert Silva, presidente del Codicen. De nuevo, ante las expresiones libres de los estudiantes del liceo Dámaso (en el inicio de las cosas), materializadas en las pintadas en las veredas de la institución, mandó tapar, naranja sobre rojo y negro, el reclamo por mayor presupuesto, que incluía una referencia a “los milicos”, es decir, al planificado y presupuestado incremento de militares en situación de recortes de toda clase en la enseñanza pública. La ola de repintadas y de emergencia de otras pintadas en múltiples liceos fue la reacción inmediata de estudiantes y docentes en oposición a la Ley de Urgente Consideración y al Proyecto de Ley de Presupuesto.

     Con cara de buen tipo y una vocecita equilibrada, monótona, marcada fonéticamente como una voz “de afuera”, capaz de suscitar adhesiones afectivas por el modo en que se muestra como un tipo común y corriente que la luchó para llegar adonde está, Silva impone el silencio con palabras sin argumentos, es decir, ejerce el poder lisa y llanamente. Inmensos montos de goce se hacen carne en este ejercicio del poder bajo el ropaje de la protección de la laicidad (un problema, en el fondo, de clase), que siempre implica el silenciamiento de aquellos que expresan opiniones contrarias a las políticas llevadas adelante por el gobierno, carentes igualmente de argumentos como las “razones” del silenciamiento de las veredas.

      El nombre de esta operación es bien conocido por todos: censura. Y lo que se censura, además de ciertos enunciados específicos, también tiene un nombre conocido: libertad de expresión.

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     En un infame programa televisivo de Canal 10, estuvo como invitada la legisladora nacionalista Gloria Rodríguez. Cuando le tocó hablar (dispuso abiertamente del tiempo que quiso y nadie se animó a retrucarle en serio las afirmaciones llenas de placer que iba tirando sobre la mesa del bar que le tocó, no sea que el disenso devenga brecha social y política irreductible y nos parezcamos a Argentina), se refirió a la manija que reciben los estudiantes de parte de los adultos, profesores y otros (suponemos que sus colegas frenteamplistas, y alguno más que podamos imaginar). Cuando se la inquirió tibiamente sobre la violación de la libertad de expresión por parte del Codicen, su respuesta fue contundente: la libertad de expresión es otra cosa, ya sabemos cómo son estas cuestiones, fue más o menos lo que dijo.

   Para la legisladora, la libertad de expresión puede ser legítimamente censurada si el contenido expresado no es del agrado de las personas criticadas (en este caso, el gobierno de la educación y, con él, el gobierno entero, sus políticas públicas). Y, suponemos, ella sería una de las personas que, al menos en televisión, se arroga, al parecer, el derecho a definir cuándo tiene sentido hablar de libertad de expresión y, por ende, de censura, y cuándo no, esto es, cuándo las cosas obedecen a la manija de personas que les meten cosas raras en la cabeza a los estudiantes liceales. Y la laicidad es, sencillamente, no ejercer el criterio, llamarse a silencio; en suma, renunciar a la política. 

     Hacía tiempo que no se veía, a boca de jarro, tamaño desprecio por los estudiantes liceales, siempre vulnerables ante el adulto, cuyas palabras –la manija– indican qué hay que decir, qué hay que hacer, cómo es preciso pensar, contra quién hay que arremeter, etc., etc. Así pues, el alumno liceal es un individuo que, por naturaleza, no piensa, no ejerce el criterio propio; por el contrario, en su condición de vulnerabilidad crónica (habría que asistirlo permanentemente para que sortee con cierta tranquilidad la afección que lo aqueja), se somete, indefenso, a las garras manijeras de los grandes, es decir, de los profesores, más específicamente, de los agremiados, con los que parecen tener comunicación directa.

      Para Gloria Rodríguez (para Abdala, para Silva y para muchísimos otros), educar es amansar, acallar, evitar el logos (político por naturaleza), remitiéndolo, en todo caso, al espacio doméstico (que los alumnos se quejen todo lo que quieran, pero que no lo hagan en el liceo, lugar público por excelencia; que lo hagan en sus casas, mientras meriendan con sus amigos); es hacer que los alumnos se dediquen a salvar sus materias y a disfrutar de las vacaciones, sobre todo teniendo en cuenta que estamos en una situación de pandemia, la que no amerita, desde su punto de vista, este tipo de reclamos, este ejercicio de la política en el espacio de todos, allí donde la política debe ser ejercida: la institución educativa, la vereda, el cartel o la pancarta.

    De la mano de los tapabocas (barbijo es un nombre que deberíamos evitar y rechazar: es un nombre técnico, no político), la pandemia es el archiargumento para el silencio y los silenciamientos, para la quietud, para no tomar el camino de la protesta callejera –porque, claro está, todos tenemos el derecho legítimo a protestar, aunque, sería mejor, desde luego, que fuera de la puerta para adentro–, protesta que no hace uso de la libertad responsable, porque pone en riesgo la salud de los uruguayos en estos tiempos de decretada emergencia sanitaria e instituciones educativas en las que las voces del alumnado ya no suenan ni resuenan en las clases, en los recreos, en los pasillos y en las veredas.

 

 

 

 

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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