La visibilidad resplandeciente del pequeño yo
Por Santiago Cardozo
“El
aburrimiento es el pájaro del sueño que incuba el huevo de la experiencia”.
Walter Benjamin, El narrador
“¿Qué
ves? ¿Qué ves cuando me ves?
Cuando
la mentira es la verdad”.
Divididos
1.
La intimidad es una noción
moderna. Las relaciones entre lo público y lo privado, ciertamente complejas.
Con al advenimiento de Internet y de las redes sociales, las cosas se vuelven
aun más complicadas. Lo cierto es que el yo
parece un histérico galopante que solo puede alimentarse de su propia
exhibición superficial, de la necesidad de la mirada igualmente superficial del
otro, una complicidad sin relieve que llega al paroxismo del self capitalista. El espejo ya no
devuelve la mirada problemática que activa reflexiones existenciales sobre
quiénes somos, cómo llegamos a los diferentes momentos de nuestras vidas, qué
hemos reprimido para poder seguir adelante o para tolerar el mundo. La luz de
la pornografía alcanza los recodos más alejados de nuestras vidas, de nuestras
almas; no hay más espacios para las sombras, las penumbras o, sencillamente,
para la oscuridad. Somos una filigrana.
La relación es inversamente
proporcional: cuanto mayor la producción imaginaria de nuestro yo en la forma concreta de las imágenes
que lanzamos al mundo en “escenarios sin drama” como Facebook o Instagram,
menor espesor como sujetos. Personajes de nuestros propios guiones mediáticos,
perdemos toda la sustancia dramática de la experiencia, que ya no se ofrece
sino en fragmentadas y sucesivas dosis de exposiciones vitales insignificantes
de alguien que se muestra recién levantado, con los ojos apenas despiertos; de
otro que graba un videíto tirándose a una piscina y escribe al pie “El sabor
del verano”, o de una tercera que, de viaje, en un sugerente bikini, se
yuxtapone a los aborígenes de la tierra visitada y proclama la intensidad de la
vivencia que supone haber conocido a ese otro completamente ajeno.
2.
En La intimidad como espectáculo (Buenos
Aires, Fondo de Cultura Económica, 2008, reeditado en 2017), Paula Sibilia
sintetiza su tesis sobre la escritura de la intimidad en una bellísima
expresión que Virginia Woolf escribiera en sus Diarios: “recoge tu sedimento”. Pero ¿de qué sedimento se trata?,
¿qué es lo que se ha sedimentado?
La metáfora
woolfiana es contundente: pone sobre la mesa precisamente lo que la escritura
de los diarios íntimos, antecedente ilustre de lo que ocurre en la escritura en
las redes sociales, según argumenta extensamente Sibilia, trabaja: eso que, con
el paso del tiempo, se ha ido sedimentando como un yo, bajo un conjunto de fuerzas que han presionado y erosionado la
experiencia vivida en recuerdos, sensaciones, dejos, marcas concretas en el
cuerpo, etc. Sin embargo, la propia idea de sedimento como estabilidad es la
que entra en crisis en la escritura de los diarios íntimos, porque el yo que se escribe a sí mismo sabe que lo
mueve a la escritura una incomprensión irreductible: la incomprensión de sí y
del mundo, la sedimentación de angustias, represiones, traumas, vacíos, dudas,
deseos que no ha podido coagular y que lo alejan irremediablemente de la
estabilidad presupuesta en la figura del yo.
3.
La hipótesis que desarrolla
Sibilia sigue los pasos de Benjamin: la muerte de la narración, puesto que la
banalidad de la experiencia termina por derribar a la propia experiencia,
introduciendo claridad en todos los rincones opacos de la vida y haciendo de
esta, en consecuencia, el espectáculo
superficial de su ocurrencia, de una
exhibición crónica, cuasi-patológica, que prescinde del yo dividido, “traumatizado” por la represión que lo constituye, a
partir de que narrador y personaje se superponen sin restos, sin fallas.
En el ámbito burgués de la
familia y del cuarto propio (el silencio, la soledad, el verdadero ser, el
auténtico pathos), intimidad y
escritura encuentran en el diario íntimo el lugar que las acoge, formato
moderno que supo ser cultivado por doquier, devenido pura mostración en y por
sí misma, negocio: marketing, nichos de mercado, publicidad, algoritmos que
definen perfiles de consumo. “Pero no se trata de meras ‘evoluciones’ o
adaptaciones prácticas a los medios tecnológicos que aparecieron en los últimos
años”, por lo que “En todos los casos, no obstante, esa subjetividad deberá
estabilizarse como un personaje de los medios masivos audiovisuales: deberá
cuidar y cultivar su imagen mediante una batería de habilidades y recursos. Ese
personaje tiende a actuar como si estuviera siempre frente a una cámara,
dispuesto a exhibirse en cualquier pantalla, aunque sea en los escenarios más
banales de la vida real”. Entonces, ya nada hay para narrar, nada queda de
memorable, como se quejaba Benjamin en El
narrador. Y por esto, por la superficialidad de la experiencia, que es una
negación de la propia experiencia, la exhibición espectacular de las vidas
privadas en las redes sociales (y no solo en ellas) no es más que el griterío
constante de un yo que se desvanece a
pasos agigantados, que se borra en su propia mostración y al que este
borramiento le importa un comino.
La
profundidad abisal con la que solemos caracterizar el espesor de nuestro yo es algo literalmente inconmensurable:
“Eso que inexplicablemente nos constituye está hecho de la materia de los
sueños, es volátil, fluido, espectral. Sus contornos apenas pueden intuirse
ocasionalmente, como el destello que súbitamente reluce y enseguida se apaga,
entrevisto de manera oblicua, nublada, confusa, ya sea por casualidad o tras un
arduo trabajo de introspección”. Pero en el nuevo espectáculo de la intimidad,
esa profundidad cede su lugar a la planitud de ocurrencias vitales efímeras que
duran lo que canta un gallo. El valor que se busca es la visibilidad absoluta, que
supone falta de relieves, de rugosidades: hemos pasado del ser al tener y, ahora,
del tener al parecer. Visibilidad y celebridad son los nombres de la lógica que
domina el espectáculo de la intimidad. Y en esta lógica, la temporalidad del
pretérito pierde ante la exhibición del ahora: junto a parecer, entonces, debemos añadir actualizar.
Actualización constante del
presente, que lo transforma en un ahora radical: esta es la ecuación básica de
funcionamiento: “Se desea la eterna permanencia de lo que es, una equivalencia
casi total del futuro con el presente, cuadro sólo perturbado por el feliz
perfeccionamiento de la técnica. Como consecuencia, el presente se volvería
omnipresente, promoviendo la sensación de que vivimos en una especie de
presente inflado”, explica Sibilia. Finalmente, la cuestión se esclarece: la falta
de experiencia –o su muerte– ha conducido a la demanda de veracidad, como si se
tratara de la constatación de que estamos vivos: “Cuando más se ficcionaliza y
estetiza la vida cotidiana con recursos mediáticos, más ávidamente se busca una
experiencia auténtica, verdadera, que no sea una puesta en escena. Se busca lo
realmente real. O, por lo menos, algo
que así lo parezca. Una de las
manifestaciones de esa ‘sed de veracidad’ en la cultura contemporánea es el
ansia por consumir chispazos de intimidad ajena”. Pero esa autenticidad,
paradójicamente propuesta al margen de una puesta en escena (donde se pierde
todo drama), parece estar afuera del propio lenguaje, es decir, de la narrativa
que nos constituye o que nos permite constituirnos como personajes de la vida;
esa autenticidad, en suma, parece estar afuera del tiempo, en ese ahora radical
en el que, tristemente, ya hemos muerto.
Y entonces,
el final, no menos paradójico, no menos trágico, se yergue desconsolador: la
hipertrofia de la visibilidad, del régimen de la exposición constante y de la
consecuente construcción superficial del yo
(un yo radicalmente dérmico), es
directamente proporcional a los montos de soledad que somos incapaces de
tolerar: así, el confinamiento a la soledad que otrora permitiera desarrollar
cierta introspección, leer y escribir en la tranquilidad del dominio íntimo, ha
mutado: intolerable, la soledad se vive como una carga con la que ya no sabemos
lidiar. El imperativo es el de la construcción de un personaje capaz de cambiar
cuando las circunstancias lo requieran, evitando ser atrapados por la ansiedad
de la búsqueda de la singularidad (el personaje nunca está solo, sentencia,
lacónica, Sibilia). Por ello, la permanente exhibición produce el imaginario de
una compañía tan ficticia como encarnada, somatizada.
Sin espesor, relieve ni dobleces, el personaje de la intimidad espectacular
está condenado a la muerte efímera de la fama. Y, paradoja suprema, está
igualmente condenado a la muerte en el anonimato.
Nota: esta reseña fue publicada originalmente en https://www.escaramuza.com.uy/colaboradores/item/goce-la-visibilidad-resplandeciente-del-pequeno-yo.html?category_id=69.
Pintura: Caravaggio, "Narciso" (detalle), 1597-99.
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