La máquina de sentir (VI) (*)
Por Bruno Martinelli
Hay nubes que se van y dejan respirar al sol. Hay manzanilla humeando en
una taza y un libro abierto. Hay música instrumental adornando el silencio. Por
la ventana, la cabellera roja de un tardío malvón se hamaca en la brisa. Como
si todo se fuese a arreglar.
***
Comienza el frío, pero todavía quedan rescoldos del verano. En la
alacena, elijo uno de los frascos, le quito el polvo, me dejo halagar por la
promesa de los higos tras el cristalino vidrio. Tomo un cuchillo, ablando la
tapa, la invado con mi mano, la giro y hago entrar como bocanada el aire,
después de meses de un sellado al vacío. El dulce casero de higo tiene aroma a
paraíso detenido en el tiempo, sabor a paraíso recuperado.
***
Miro una fotografía, tus viejas herramientas junto a la pared como si
fuesen instrumentos musicales. Hay maderas y metales, pero no en los ropajes de
un arpa, un piano o un violonchelo. Las herramientas están gastadas, alcanza
con mirar las empuñaduras, la forma menguada que ha ido adquiriendo el hierro,
el color que sólo puede darles el tiempo. Están fatigadas de entrar en la
tierra, e imagino un desgaste similar en quienes tuvieron que trabajar con
ellas. Miro la azada que quita malezas y abre surcos, una pala que hace pozos
(una idéntica vi en manos de un sepulturero), otra de cuatro dientes que
arranca el fruto de la tierra. También se ve un pesado marrón para quebrar la
piedra, y un hacha que ha segado la vida de los árboles, o los ha fragmentado. Miro
la fotografía, las herramientas viejas y mudas que alguien vende, ajeno a las
historias que en ellas se encierran.
***
Cómo olvidar los desplazamientos. Cómo olvidar los viajes pretenciosos en
busca de uno, los minutos en que el avión nocturno planea la ciudad llena de
estrellas (el firmamento está debajo y es tan artificial como bello) y va
descendiendo hacia un aeropuerto que no vemos, como sí vislumbramos el mar que
cada vez está más cerca y sobre él, barcos luminosos a cuenta de no sabemos
qué, a distancia cada vez más exigua… Cómo olvidar la sensación poderosa, el
miedo solitario que mastica los huesos, la intuición de un súbito golpe de ala
sobre el agua que desatará el caos y la irreversible muerte. Tiene algo de
destino poético, quién podría negarlo, pero siempre será mejor lo conocido: al
fin la pista impoluta y vacía; a los pocos segundos, el sonido de ruedas sobre
el cemento.
***
Un contenedor de basura, su tapa colgada a un costado, peinada como un
jopo por el viento. Pasa un perro negrísimo, inmenso perro de la noche que
mira, anuncia el salto, ya se pierde en un universo de residuos. Se escuchan
sus patas pisando lo blando, muy pronto una bolsa tan negra como él, asoma
colgada de su boca. El animal aterriza en la vereda de una calle desierta,
rompe el nailon y abre un mundo de basura olorosa, algo de alimento entre los
desechos muertos. Hurga y saborea con minucia (no hay mucho allí pero queda
satisfecho), luego emprende camino.
En la esquina aparece una muchacha de tapabocas. El perro detiene el
paso, se deja acariciar, sigue. La bolsa queda en la vereda como un vientre
abierto a cuchillo, doblemente despreciado.
***
Una mosca andaba molestando. Se posó en una página de la novela que
estaba leyendo. La miré fijo, con genuino odio, apoyé mis manos sobre las tapas
duras del libro y, al canto interior de "estas páginas serán tu
mortaja", pack, cerré el volumen a toda velocidad.
Mi vista no captó su fuga, así que me quedaba el acto desagradable de
sacarla del libro. Con el lomo del mismo en dirección al techo, fui pasando las
páginas suavemente, esperando que la gravedad lance sobre las baldosas al bichito.
Cayó el lápiz de las anotaciones con un sonido más agudo, luego un peine y
hasta una media de rombos que hacía perdida. Pero la mosca no estaba o, mejor
dicho, ahora estaba posada en mi frente.
***
Pobre de ella. Allí está, expectante a su plato de comida que va
llenándose como todos los días. Más allá de alguna pequeña colación que nos
roba tras insistir, lo que cae en su plato no reviste novedad alguna. Tomo un
cilindro de misteriosa carne procesada, corto un trozo a cuchillo y lo deshago
con mis manos para que no lo lleve a su guarida, protegiéndolo de una
competencia que no existe. Siempre el mismo ritual, y tú lo recibes con
ansiedad, con algo parecido al entusiasmo (el hambre puede excitarte, pero tú
siempre tienes gula, siempre pides lo que —sabes— no te será negado, qué
distinta eres al inmenso perro de la noche).
Al principio me daba algo de pena su comodidad, su incapacidad para ver
en la repetición, un enemigo a ser combatido. Luego sentí envidia, el perro no
parece sufrir lo que nosotros, los humanos; su memoria es breve y puede seguir
amando al que ha sido desdeñoso con él. Pero quizás estaba siendo soberbio,
podría estar ante el cangrejo de Unamuno, quizás mi perra resuelva ecuaciones
de segundo grado, quizás sea ella la que cada noche reflexiona sobre la vida
humana. Mientras nos mira en silencio, podría estar pensando en ese fulano que
nos da de comer, y deshace el misterioso alimento con sus propias manos, para que
no sospechemos, para que comamos dócilmente, para que no cuestionemos la aparente
certeza.
***
El saxofón de Coltrane serpentea por mi casa. Se hace hueco entre los
libros, juguetea con el pequeño vaso de grapa. Sale por la ventana, trepa la
claraboya camino a la azotea, ama al sol pero golpea en la puerta de la noche.
Añora al cigarrillo y al humo que nunca salió de mí, mira con extrañeza las
plantas, la ropa tendida, entra al bolsillo de las camisas. El saxafón de
Coltrane serpentea por mi casa, mejora cada cosa que toca, levanta un templo
con mi carne.
***
(*) Publicado originalmente en Brecha, 24/VII/2020.
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