Cuidar a los viejos
Por Fernando Flores Morador
Estar vivo implica hacer, y este hacer genera orden en el
mundo. Al morir, el caos se refuerza. A uno se le hace difícil explicar por qué le
duele la idea del no estar. Duele saber que habrá un mundo sin uno. Mi
padre, ya mayor, lloraba en los cumpleaños. Entonces, uno pensaba que era de
alegría, al ver a la familia reunida, a los hijos y a los nietos. Hoy, uno ya
mayor, tiene claro que al viejo le dolía pensar en un mundo sin él, lleno de
cumpleaños, casamientos y nacimientos, que no compartiría. Suponemos que el
mundo después de la muerte será más o menos como el mundo que había antes de
que uno naciera. Uno piensa que tuvo suerte, al salvarse de los sacrificios
aztecas, de las crucifixiones de los romanos o de las extracciones molares sin
anestesia. Pero a uno esto no le consuela, porque estar vivo tiene que ver con
el impulso vital de hacer en el mundo y ese impulso es incontrolable. Aceptamos
que la vida está polarizada hacia el futuro, y nos lleva a ser más allá de la
muerte. Hoy estuve sacando yuyos de mi jardín, jardín que, al morir yo, pasará a
manos de otros. Estos otros sentirán a mi jardín como propio, y sacarán otros
yuyos. Juntos generamos un orden en el mundo que tendrá más jardines y menos
yuyos. Los viejos somos buenos cuidando jardines y limpiando aceras, ayudando a
criar nietos, contando historias y jugando a las bochas. Pero también somos
aquellos que soldamos fierro con fierro para hacer los ejes de las carretas que
todavía se usan, las calles por las que la gente circula, las leyes que hoy se
cumplen, los libros que hoy se leen. Al vivir, la vida se nos va quedando
pegada en las cosas. La vida se nos pone finita hasta la
transparencia. Para retenerla, uno vive rodeado de fotografías de abuelos,
padres, hermanos, hijos y nietos. Uno conserva hasta las fotos que alguna vez
fueron los recuerdos de nuestros progenitores. Reconozco en ellas a mis padres,
todavía niños, rodeados de caras amables de gentes desconocidas. Envejecer es
rodearse desesperadamente de folletos de viajes remotos, conservar piedras de
playas olvidadas y hasta alguna flor seca, dentro de un libro.
Pero este coleccionar no alcanza. Al
morir uno, los yuyos del jardín se irán de fiesta porque al faltar mi
hacer se impondrá el desorden. El mundo es más ordenado con cada nacimiento y
más caótico con cada fallecimiento. La ecuación es simple, por ello el mundo
contemporáneo, con casi ocho mil millones de individuos, genera más orden que el
mundo de 1950, en el que vivían 2.600 millones de personas.
El orden generado por el hacer de la gente “vale”, es decir, tiene un grado de
utilidad o aptitud para satisfacer las necesidades o proporcionar bienestar. Los
actos humanos se basan en elecciones libres; esas elecciones libres generan
experiencia y conocimiento. Estos se pueden medir en términos de organización
acumulada, entendiendo por esta no solamente el orden expresado en mensajes,
textos, imágenes, sonidos, etc., sino también aquel orden que estructura el
mundo cotidiano y está incorporado en las cosas. Las elecciones libres producen
ítems como los martillos, las aspiradoras y los coches, pero también ítems
inmateriales, como los mensajes, las experiencias y los recuerdos. A más actos
electivos, más valor organizacional generado. Al usar un lápiz, una silla, el coche
o al consultar al médico, liberamos el valor organizacional en forma de consumo
del orden. Si observamos la sociedad desde el punto de vista de la edad de las personas, comprobamos que los niños y jóvenes son grandes
productores de valor organizacional, a la vez que grandes consumidores
del valor organizacional en las áreas de la educación. Por razones de
inexperiencia, la gente joven no tiene surcos marcados para seguir, por lo cual
el orden que estos crean tiende a ser más original que el de los mayores. Los
mayores, a su vez, se esfuerzan para imprimir en los jóvenes las experiencias
acumuladas. Los viejos, por otra parte, son también grandes consumidores, en
este caso, del valor organizacional generado en la atención médica. Un tercer
grupo, constituido por la persona adulta joven, es el gran productor de valor
organizacional y, proporcionalmente, el que menos consume. El adulto joven ha
terminado sus estudios básicos y sus visitas al médico y al odontólogo son todavía
esporádicas. Trabaja, recibe un salario, tiene hijos y, por lo general, poco
tiempo libre. El tiempo libre de los adultos jóvenes se reduce a alguna semana
liberada de la disciplina del trabajo, pero nunca de la atención de los hijos y
de su casa. Sencillamente, ser adulto joven es matador. Sobre sus
hombros descansa el futuro de jóvenes y viejos. Podríamos decir que, mientras
que el hacer del joven está polarizado hacia el futuro y, por ende, se
adapta más fácilmente a los cambios de lo inesperado, el hacer de los viejos
está polarizado hacia el pasado y marcado por el surco de la
experiencia. En medio de todo esto, el adulto joven deberá encontrar el balance
justo. La experiencia de los viejos es el “saber hacer” de haberse equivocado.
Decimos que “cuando el joven va, el viejo ya está de vuelta”, porque el saber
hacer genera más valor organizacional que la improvisación. Puesto en otras
palabras, mientras que la originalidad es inversamente proporcional a la edad,
el valor organizacional per cápita es directamente proporcional a esta.
Observamos que la noción de "límite
vital" es crucial. Los actos humanos están acotados entre el nacimiento y la
muerte, quedan definidos en un marco biológico. La joven María puede prestar
dinero para comprarse una vivienda con un plazo de devolución de hasta 30 años.
La anciana María también podrá prestar dinero, pero a plazos más cortos. Juan
deberá renovar la libreta de conducir cada diez años para pasar luego a hacerlo
cada año, hasta que finalmente se la quitarán. A medida que la muerte se
acerca, los plazos se acortan. Podemos imaginarnos una sociedad sin viejos, en
la que primará la creatividad y faltará experiencia y, a la inversa, una
sociedad envejecida, muy experimentada pero redundante. Pero un análisis más
detallado nos muestra que en realidad existe una interdependencia fundamental
entre las diferentes edades. La relación entre juventud y ancianidad se
denomina esperanza de vida y
es la media de la cantidad de años que vive una determinada población. Obsérvese que si la esperanza de vida es algo bueno, el bien será
mayor cuanto más viejos tengamos. A este fenómeno se le llama envejecimiento
de la población. El envejecimiento de la población es, entonces, un
indicador del desarrollo del bienestar en una sociedad. Es así que en América
del Norte y Europa la esperanza de de vida supera los 80 años, América Latina
supera los 70 años y África apenas llega a los 60 años. Este indicador supone que
si queremos vivir más y mejor deberemos desarrollar un poderoso sistema
sanitario, capaz de absorber el consumo asistencial de un número creciente de
viejos. En pocas palabras, si queremos llegar a ser como el “primer mundo”
tendremos que cuidar a los viejos. Parece obvio suponer que todos queremos vivir
más y mejor. El éxito en este proyecto supondrá un número creciente de personas
mayores y un sistema sanitario en permanente crecimiento. Indirectamente, habrá
que formar a los jóvenes en un número creciente de especialidades, llamadas a
satisfacer las necesidades de los viejos, de los cual se deduce que el sistema
educativo también crecerá constantemente. Si pudiéramos elegir, viviríamos en todos los
tiempos porque, estando mentalmente sanos, deseamos crear, cambiar, elegir,
ordenar y nos da igual cómo y dónde. Hacer, me hace ser. El estar vivo
le da a uno el poder re-hacer lo que hubo antes que uno y el dejar un marco
para lo que se podrá hacer cuando uno ya no esté. De lo que se deduce que, para
transcender a tiempos extemporáneos, hay que hacer cosas en tiempos contemporáneos;
a uno no le queda otra que vivir la angustia de la muerte propia en el tiempo
de uno si quiere trascender hacia el tiempo de otros. Resulta que al ser viejo
y quedarte en casa en cuarentena, al renunciar al abrazo de los seres queridos,
uno está aceptando que le duele saber que un día no va a estar, y que quiere
que ese día, cuando llegue, no sea ni hoy ni mañana.
Pintura: Rembrandt, "Bust of an Old Man" (1630).
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