El reverso animado del poema


Por Santiago Cardozo González

“El lenguaje…, el lenguaje…, decía mi abuelo —dijo Renzi—, esa frágil y enloquecida materia sin cuerpo es una hebra delgada que enlaza las pequeñas aristas y los ángulos superficiales de la vida solitaria de los seres humanos, porque los anuda, cómo no, sí, los liga, pero sólo por un instante, antes de que vuelvan a hundirse en las mismas tinieblas en las que estaban sumergidos cuando nacieron y aullaron por primera vez sin ser oídos, en una lejanísima sala blanca y desde donde, otra vez en la oscuridad, lanzarán también desde otra sala blanca su último grito antes del fin, sin que su voz llegue por supuesto, tampoco, a nadie…” (Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi. Los años de formación).

“La frase es el momento en que una frase nueva se forma, el advenimiento de su singularidad” (Pierre Alféri, Buscar una frase).


Busco la frase en el sonido, en la métrica, en la sintaxis exigida por el verso. Hay, para mí, una verdad: la respiración significativa de la escritura, una tensión disimulada cuya ruptura quiere sacudir los cimientos que sostienen el propio poema. La rima y los acentos internos se dibujan solos, en el devenir de las palabras, en la configuración de las imágenes más o menos estabilizadas en los límites y la sucesión de cada línea y en la imposibilidad de su estabilidad definitiva. El aliento: el poema como especie de fuelle que no puede estirarse más allá de su propia anatomía, de las articulaciones que definen su alcance.

Lo que no se dice, lo que queda en suspenso, lo que se entrevé como el fondo central del poema, pero a lo que no se puede acceder. Una breve pieza de orfebrería que se va completando en los otros versos, o que quiere encontrar en ellos lo que no pudo decir en su íntimo despliegue. Una doble condición me resulta especialmente atractiva: ignorante respecto de su fondo, la forma de cada poema parece dominar el sentido, capturar la evanescencia de las intuiciones que asaltan cuando quieren (en la calle, en un ómnibus, en una amena charla con amigos, en una copa de vino). Al final: la articulación es el punto clave para poder decir lo que no se puede decir y lo que la superficie de las palabras permiten atisbar. Escribir de lo que no se sabe, de lo que se desconoce o se cree conocer; experimentar la desposesión en la sintaxis que le pertenece a la lengua y al poema.

*

La escritura de poesía para estar menos solo. Es decir: siempre se está solo, en alguna parte; irremediablemente, pero sin fatalismos, zonas enteras de la vida están reservadas para la soledad y, si se está dispuesto, para su exploración, para encontrar un alma. ¿Se logra con la poesía posponer la soledad definitiva? ¿Alcanzan los versos la ilusoria compañía del lector, el iracundo grito y el anhelo desesperado de entender algo de las vidas propias?

Algo aparece en cualquier momento del día. Lo sopeso y, una vez valorado favorablemente, pienso que debo escribir un poema. Entonces, deseo llegar a mi casa y sentarme a torcer el primer verso, el verso decisivo, al que se someten todos los que lo siguen. En ese primer verso están el tono, el objeto, el drama, el vacío. Puede ser un solitario  sustantivo, una oración que siga los dobleces de la gramática, o un conector: “sin embargo”, “aunque”, “es decir”.  

Capturar la intuición, el impacto, la súbita aparición de una imagen: esa es, para mí, la función del poema. Sin intuiciones, sin golpes fulgurantes, la poesía es bibliotecas llenas del recuerdo de los libros que alguna vez alojó. Pero la intuición es esquiva, equívoca: no tiene forma; su contenido apenas se presiente, nunca se hace del todo sensible. De modo que el poema es el arduo trabajo de encontrarle una forma, una sintaxis provisoria que, llegado el caso, puede mudar su articulación. Y el resultado obtenido coincide con la precariedad de su desvanecimiento. Tal vez mañana esa forma se desajuste, ya no le convenga al poema.

El poema le debe todo secretamente a la intuición. Sin embargo, no alcanzan uno o dos versos para aprehender su existencia efímera, su etérea consistencia, marcada por lo imprevisto, por lo indefinido. Después de la primera impresión, del primer asentamiento, toca hacerse el tiempo necesario para entregarse a la lengua, al juego de lo permitido y lo no permitido, que no podemos llamar, supongo, lo “im-permitido”. La lengua, como decía Barthes, obliga a decir de ciertas formas. Pero la poesía, que sabe de límites y márgenes, de fondos y lodazales, lleva las cosas a los bordes del sentido, a fin de extraer más sentido y de exponer la lengua ante su propia irresolución, ante su propia imposibilidad comunicativa, allí donde el sentido es una crónica y permanente metonimia.  

El poema, a medida que se despliega, se va perteneciendo a sí mismo. Es decir, se constituye según sus propios requerimientos, su propia lógica: traza su métrica, el número de versos necesarios para dibujar la imagen detrás de la cual va cada palabra; define su respiración, el conjunto de los acentos que forman su ánimo. 


Pintura: Silvia Werter









 
  

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