El placer de la lectura (IV): literatura, escuela y democracia (*)



 Por Santiago Cardozo González[1]


El lenguaje no vive sino de la separación entre las palabras y las cosas. Es decir, que vive de suscitar y decepcionar constantemente el fantasma de su adecuación. Este fantasma adquiere toda su fuerza cuando se deshacen las reglas admitidas de correspondencia entre estados de cosas o de cuerpos y significaciones (Jacques Rancière, El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre política y estética).


1.      La escuela democrática[2]

Para empezar, una afirmación que se quiere radical: la escuela democrática es una escuela política o no es escuela, en la que la literatura ocupa o debería ocupar un lugar privilegiado. ¿Por qué? Esta es la pregunta que busca responder el presente artículo. Por lo pronto, es posible adelantar que la idea de democracia y, por ende, de escuela democrática, supone una reconfiguración de los espacios de logos y phoné, de la manera como se reparten lo sensible y lo inteligible, rompiendo con la jerarquía de los roles establecidos por obra y gracia de la estructura social de la que formamos parte, con el orden productivo que distribuye las funciones, digamos, intelectuales y manuales, quienes elaboran pensamiento y quienes no, quienes poseen la palabra y quienes, sencillamente, hacen ruido.
Los hombres son animales letrados, seres de palabra (en todos los sentidos de la expresión), lo que les permite torcer el destino que se les ha asignado en la organización social que integran, a partir de dos aspectos que son inherentemente políticos y que deben defenderse como tales: el de la igualdad de las inteligencias y, asociado con este, el del desacuerdo. El desacuerdo no es la no coincidencia entre los sentidos de una palabra o expresión, o entre estos y el referente, sino entre los objetos que tales sentidos permiten ver, vale decir, entre las cosas que se vuelven sensibles e inteligibles a través del lenguaje. El desacuerdo es un problema de estética, de aisthesis.
Asimismo, el desacuerdo supone un cuestionamiento de las bases sobre las que se emplean tales o cuales palabras o expresiones y, por ende, implica una impugnación de las condiciones en que tienen lugar los diferentes intercambios, sean de la naturaleza que sean; el desacuerdo apunta a la racionalidad misma sobre la que se apoyan los intercambios y a partir de la que tal o cual palabra o expresión es susceptible de rechazo[3]. 
En este contexto, la literatura es el territorio privilegiado del desacuerdo, del hacer aparecer objetos que antes no eran sensibles ni inteligibles (cfr. Rancière, 2013, 2014a), de construir una racionalidad diferente de la predominante, en la que ya tenemos configurado el reparto de los roles, de las funciones de las personas; donde ya tenemos el papel que juegan los que tienen parte en la palabra pública y los “sin parte”. Por tal motivo, la literatura es inherentemente política, puesto que reconfigura el reparto de lo sensible según una nueva configuración que desbarata la predominante, a partir, por ejemplo, de la elusión, si cabe decirlo así, de la explicación del sentido, es decir, de la operación que sella todo desacuerdo, impidiendo su apertura a la interpretación. De esta forma, en la medida en que va en contra de la totalización del significado de lo que se dice y de la posición totalitaria de aquel que dice tener o saber el contenido o el mensaje de lo comunicado, la literatura funciona como el espacio de la igualdad de las inteligencias, rompiendo con el orden explicador que distribuye el sentido y el no-sentido (en tanto que no posesión del sentido ni de la posibilidad de decir algo acerca de él): por un lado, está el maestro como aquel que posee la “verdad” sobre el sentido de lo dicho y, por otro, aparece el alumno, quien debe ser introducido en el orden del sentido. Lo que hace la literatura es, en definitiva, poner entre paréntesis las ideas mismas de contenido, mensaje y lo comunicado, nociones en cierto modo totalitarias, porque suponen un cerramiento ya no solo del sentido (el contenido, el mensaje y lo comunicado quieren decir esto o aquello y yo lo sé, tengo la última palabra al respecto), sino de la significación misma.
Pero hay un aspecto de la literatura –su aspecto más propiamente político, digamos– que suele ser pasado por alto o remitido a un “momento lúdico” que, sin ser negativo en sí mismo, resulta finalmente desprovisto de su carácter y su potencia políticos, a saber: el tiempo. En efecto, el tiempo, como señala Rancière (2012: 88), es, simultáneamente, “el que ordena los lugares” (en la distribución del espacio de los roles configurados por cierto reparto según el orden productivo) y un principio de división en sí mismo: “están los que tienen tiempo y los que no lo tienen”. A este respecto, decía Rancière unas líneas antes:

Lo que el tiempo niega de manera clásica es la coexistencia. Por supuesto, se supone que el espacio es la forma de la coexistencia, lo que implica que para pensar el tiempo como coexistencia, de algún modo hay que metaforizarlo y, a menudo, de manera espacial (2012: 87).

       Aquí, la “parte de los sin parte”, que es una parte del tiempo de la que no disponen ni gozan los que están sometidos al régimen productivo (el obrero debe permanecer en su lugar, pues el trabajo no espera), es la metaforización del tiempo y el reclamo de un reparto de lo sensible y lo inteligible que eche por tierra lo establecido por la división original entre los que tienen tiempo para pensar y usar la palabra (logos) y los que solo tienen el tiempo para trabajar y producir ruido (phoné).
    En este sentido, la escuela democrática es una escuela que introduce una discontinuidad temporal en la “temporalidad conservadora” del orden productivo, suspendiendo su lógica a los efectos de definir un reparto de lo sensible y lo inteligible que se sostenga en el axioma de la igualdad de las inteligencias y en el “acceso” de cualquiera a la palabra común, al logos. Aquí, la literatura viene a jugar un papel fundamental, por cuanto ella introduce esa ruptura temporal en la “temporalidad conservadora” o productiva, permitiendo ver cosas que antes no eran visible ni inteligibles en el espacio de lo común (en este punto opera la espacialización del tiempo). La literatura, en suma, implica una lógica temporal que va contra la lógica doméstica[4], contra la linealidad y unidireccionalidad del tiempo económico, del tiempo del oikos, donde no hay tiempo para tomar la palabra. Dicho de otra forma: la literatura es el escenario democrático en el que las necesidades del orden productivo y la voz (phoné, ruido) que circula por él quedan puestas entre paréntesis a fin de “tomar la palabra”, lo que equivale a reconfigurar el reparto de lo sensible, que atañe a la división entre quienes tienen tiempo para pensar y quienes solo deben seguir la dinámica productiva de la vida laboral.

2.      Desacuerdo, democracia y malentendido

Las ideas de escuela democrática y de desacuerdo encuentran su base en la noción de malentendido, verdadero sostén de cualquier emancipación intelectual y, por ende, de cualquier actividad política. En la misma dirección, no se puede hablar de interpretación si no se practica algo así como una “axiomática del malentendido”, que nos ponga a resguardo de la totalización del sentido. Sobre el malentendido, en Política de la literatura Jacques Rancière cita las acepciones que registra el Tesoro de la lengua francesa: “divergencia de interpretación sobre el significado de un tema o de actos que conllevan un desacuerdo” y “desacuerdo que un divergencia conlleva” (2011a: 55). Luego de estas definiciones, añade el filósofo francés:

Las definiciones son claras y se hacen eco de un universo de experiencia familiar en el que el malentendido se piensa como una cuestión de interpretación errónea, que muy fácilmente se deja reconducir a alguna ambivalencia de los signos a interpretar. “Es solo un malentendido”, se dice (2011a: 55).

Como se ve, Rancière rechaza la reducción del malentendido a la significación que suele tener la frase “Es solo un malentendido”, como si este pudiera resolverse con un diccionario en la mano de los “litigantes”. Las cosas resultan más complejas, en la medida en que son constitutivas de la comunicación, si acaso se puede hablar aquí de comunicación[5]. Podría pensarse que la comunicación requiere, por definición, un entendimiento entre los interlocutores, de suerte que una discordancia o un desacuerdo semánticos no serían más que un problema de orden secundario, susceptible de solucionarse apelando a las diferentes acepciones del término o la expresión en cuestión. Llegado el caso, la discordancia o el desacuerdo pueden no resolverse, sin que por ello se vea resentida la estructura misma del intercambio, las condiciones de posibilidad de una racionalidad distinta que ha querido ponerse en juego a partir de esa no coincidencia que se percibe como fortuita.
Pero el empleo de una palabra o una expresión que conciten el desacuerdo acerca de la cosa o las cosas a que refieren no es un mero problema de falta de entendimiento del código de la lengua, de su semántica, del léxico, de una ambigüedad sintáctica, etc.; es, antes que nada, la puesta en escena de un malentendido estructural, relativo a las condiciones mismas del juego de la palabra, que siempre es un palabra pública, sometida a la mirada del Otro (la historia, la tradición, la cultura, el lenguaje). Lo que está puesto sobre la mesa con el desacuerdo es la racionalidad misma sobre la que “reposan” las cosas que vemos y entendemos, que son perceptibles e inteligibles. 
Entonces, la escuela solo puede ser democrática si les otorga un lugar esencial al malentendido y al desacuerdo, de manera que sea imposible que el maestro se arrogue para sí el monopolio del sentido, la explicación de lo que quieren decir las cosas, esto es, que identifique y explique un mensaje o un contenido totales.
Ahora bien: para que la escuela sea democrática en el sentido que hemos visto hasta aquí, es necesario adoptar un enfoque del lenguaje acorde, que plantee explícitamente una visión de lo político como aquello que está constituido por el desacuerdo. Si para Aristóteles (1988) el logos es lo que nos permite distinguir el bien del mal, lo justo de lo injusto, lo conveniente de lo inconveniente para la vida en sociedad, para Rancière (1996), siguiendo el planteo del maestro griego, el logos es una palabra inherentemente política, que no está dada de una vez y para siempre, que no puede ser clausurada por ningún sujeto. De esta manera, el lenguaje, antes que un léxico y una sintaxis (antes que una gramática, por compleja que sea), es una estructura de racionalidad a partir de la cual y en la que se constituye lo político, que es el escenario del reparto de lo sensible y lo inteligible. El logos es, en suma, el lugar donde cualquiera puede tomar parte en la discusión acerca de lo común, allí donde “los sin parte” reclaman su parte y hablan de igual a igual con los otros.
En esta dirección, explica Rancière:

Llamo reparto de lo sensible a ese sistema de evidencias sensibles que permite ver al mismo tiempo la existencia de un común y los recortes que definen sus lugares y partes respectivas. Un reparto de lo sensible fija al mismo tiempo algo común repartido y ciertas partes exclusivas. Esta repartición de las partes y de los lugares se basa en un reparto de espacios, de tiempos y de formas de actividad que determina la forma misma en la que un común se presta a la participación y donde unos y otros son parte de ese reparto (2014b: 19).

Este reparto es lo que señalábamos arriba como la distribución del logos y de la phoné: hay personas que tienen derecho al logos y otras que quedan confinadas al ejercicio de la phoné, que es un ejercicio de una voz íntima que no tiene participación en lo público, es decir, que no es política. De esta forma, la racionalidad misma de las cosas que vemos y pensamos y de las que podemos ver y pensar se juega en el territorio del logos, la palabra política por definición, que, ciertamente, no le pertenece a nadie por naturaleza ni por decreto. Esta palabra es, ante todo, el gran Otro lacaniano, la mirada misma que, a la vez, nos mira y nos “hacer ser”, la estructura de la realidad, siempre ya racional, simbólica.
A este respecto, añade Rancière:

[El reparto de lo sensible] Es un recorte de los tiempos y de los espacios, de lo visible y de lo invisible, de la palabra y del ruido que define a la vez el lugar y lo que está en juego en la política como forma de experiencia. La política se refiere a lo que vemos y a lo que podemos decir, a quien tiene la competencia para ver y la cualidad para decir, a las propiedades de los espacios y los posibles del tiempo (2014b: 8).

       Una vez que ha quedado definida la política y el lugar que el malentendido y el desacuerdo tienen en ella como sus fundamentos, es posible comprender qué papel juega la literatura en la constitución de una escuela democrática, una escuela que es, por ello mismo, política. Decíamos, entonces, que el lenguaje es un lugar de desposesión, en el sentido político que hemos adoptado aquí, y por ello nadie puede totalizar el sentido de lo que se dice y menos aún la significación misma.
       Pero el lenguaje es también un lugar de desposesión en otro sentido, que es importante explorar, porque tiene consecuencias de diverso tipo, todas ellas centrales en la concepción de escuela que queremos elaborar. Así, hay que señalar que el niño, antes que aprender el lenguaje, es atrapado o capturado por este. Sin embargo, esta postura no niega, por ejemplo, que el niño aprenda la gramática de su lengua, pero, en primera instancia, todos somos capturados por el lenguaje, en la medida en que, cuando llegamos al mundo, el lenguaje ya está ahí, la realidad se nos presenta estructurada racionalmente, es decir, lingüísticamente. Por eso, en tanto que interlocutores, nuestra llegada al mundo es siempre ya el ingreso al orden del Otro y, concomitantemente, el abandono de un Real[6] que solo podemos entender como tal a posteriori de haber sido capturados por el lenguaje.
        De esta forma, podemos tener la intuición de que hay algo que no puede ser dicho, que siempre se nos escapa, algo que es irrepresentable, pero solo más tarde nos damos cuenta de que ese algo se nos aparece como irrepresentable porque ya estamos instalados, desde el inicio de los tiempos, en el orden simbólico (el lenguaje, el Otro), y entendemos, entonces, que la irrepresentabilidad de ese algo (lo Real) es la condición de posibilidad del lenguaje, aquello que lo hace funcionar como tal y que produce diferentes efectos: equívocos, ambigüedades, polisemia, lapsus, etc., habilitando la interpretación.
         Por fin, estamos en condiciones de comprender en qué sentido el lenguaje es también un “lugar” de desposesión, con relación al cual el sujeto es un efecto y, por ende, nunca puede aprehenderlo completamente sino como un juego ilusorio de aprehensión plena. Y es porque el lenguaje funciona alrededor de una “falla” o un “vacío” por lo que hay significación y el sentido nunca puede ser totalizado, y por lo que el hombre puede torcer su destino de animal impugnando la palabra que nos ha sido dada, pero siempre con la palabra que nos ha sido dada. Dicho de otra forma: hay malentendido y desacuerdo y, en consecuencia, política y ética, porque el lenguaje no es una maquinaria comunicativa cerrada cuyo funcionamiento interno esté perfectamente aceitado. Hombre y lenguaje son coextensivos, como ya lo señalaba Benveniste (1997), de suerte que haríamos mal en considerar el segundo como un instrumento comunicativo que emplea el primero para “sacar” afuera o poner en palabras sus sentimientos, opiniones, deseos, etc.
   Así pues, la escuela democrática, que es una escuela esencialmente política y, por ello mismo, antiautoritaria, debe sostenerse en una visión del lenguaje como la (apenas) esbozada aquí, evitando caer en los reduccionismos a los que conducen los enfoques instrumentales, en la medida en que estos enfoques, entre otras cosas, han terminado por concederle a la pragmática cierto privilegio en desmedro de otras concepciones del lenguaje, que no deben ni pueden identificarse con aquella (me refiero a una concepción del lenguaje como la planteada por Benveniste, que podríamos llamar, a falta de mejor expresión, “enunciativo-discursiva”, y también a una concepción que ha abrevado en el psicoanálisis lacaniano, para el cual debería hablarse, antes que de lingüística, de lingüistería (cfr. Lacan, 1991)).
En este contexto, como se ha podido verificar largamente, el privilegio que se le ha dado a la pragmática ha permitido el predominio de lo que se conoce como el “paradigma comunicativo”, que se sostiene, como se advierte con facilidad, en una perspectiva instrumental del lenguaje, enteramente contraria a la que hemos defendido. Por tal motivo, la literatura no ha tenido ni puede tener el lugar que, según lo argumentamos, es deseable que la escuela le proporcione, de manera que la idea misma de escuela democrática no es compatible con el predominio del concepto de comunicación en los términos criticados. La literatura, en primer lugar, es la puesta en escena de esa desposesión del lenguaje, en la medida en que requiere de la interpretación como actividad que deja abierta la puerta a la aparición de sentidos imprevistos, inéditos, no calculados por nadie, de suerte que se convierte en el territorio del malentendido constitutivo que regula el funcionamiento de todo el lenguaje. Así, la literatura es, por esta misma razón, inherentemente política y democrática, pues ella vuelve sensibles e inteligibles “objetos” que antes no formaban parte de la “escena pública”, del campo del decir de aquellos que tenían el derecho –arrogado, consagrado por ley o como fuera– a la palabra, al logos. 

La literatura entra en este juego por dos razones. Primero, en cierta manera, la literatura es lo otro del saber social. La literatura es el acto que indetermina lo que era el universo estructurado de las Bellas Letras: un universo organizado mediante la división de géneros poéticos y los cánones que definían los medios apropiados para la perfección de cada uno de los géneros. La literatura, según el concepto que emerge en el siglo XIX, es el arte de la palabra sin otro lugar ni norma que el poder común de la lengua. En este sentido, la literatura es homogénea respecto al desorden de los seres hablantes característico de la edad democrática. La literatura tiene el poder indiferente de dar y de sustraer cuerpo a la palabra, mientras que la preocupación esencial de los saberes sociales consiste en otorgar de nuevo cuerpo a los sujetos de la democracia. La literatura des-especifica los saberes y sus positividades reinscribiendo sus procedimientos mostrativos y demostrativos en el espacio común de la lengua. En última instancia, les opone su propia utopía: la que conduce todo poder del pensamiento a un poder de la lengua. El papel que desempeñan la literatura y la teoría o crítica literaria en la filosofía contemporánea puede tomar ciertos aspectos caricaturales. Cabe decir, empero, que ello no es el simple efecto de una moda, sino que se encuentra prescrito por la situación de la filosofía en el campo de la política y de los saberes (Rancière, 2011b: 36-37).

En la literatura se disuelve la jerarquía de los temas altos y bajos, de los que pertenecen a la epopeya y la tragedia y los que se relegan a la comedia; se rompe con los objetos dignos de ser cantados y aquellos otros que no merecen formar parte de las Bellas Letras (este nuevo régimen de lo sensible y lo inteligible es la literatura misma):

La literatura, en síntesis, es un nuevo régimen de identificación del arte de escribir. Un régimen de identificación de un arte es un sistema de relaciones entre prácticas, de formas de visibilidad de esas prácticas, y de modos de inteligibilidad (Rancière, 2011a: 20).

      Por lo regular, la escuela no entiende la literatura de esta manera y, por ello, la ha relegado en beneficio de otros textos (currículos, cartas de solicitud de empleo, manuales de instrucciones, etc.), cuya inclusión como objetos de estudio en el aula tiene que ver con cierta pragmática elemental de la vida cotidiana, es decir, con el mandato social, político y empresarial de que la escuela debe preparar para el mercado laboral, allí donde lo que menos importa es precisamente la literatura. 
La hipótesis que he sostenido en otros lugares[7] es que esa aparición y legitimación de los textos del tipo de los currículos, las cartas de solicitud de empleo, etc., suponen una ampliación del territorio doméstico contra el cual debe ir la escuela. En otras palabras, la escuela democrática debe cortar la lógica pragmática y económica de la vida doméstica, del orden del oikos, a partir de una objeción política que introduzca lo lejano en lo cercano, lo ajeno en lo propio, esto es, en última instancia, lo político en lo económico, el logos y la polis en la phoné y el oikos. Y, según he intentado argumentar aquí, la literatura es esa actividad que permite romper el perímetro doméstico y, por lo tanto, evitar que la escuela se convierta en una ampliación de la casa, en un desplazamiento de los límites que configuran el espacio de los intercambios pragmáticos y económicos de la vida cotidiana, allí donde la palabra no es capaz de teoría.
En este sentido, la escuela auténticamente democrática es aquella que se forja (alrededor de) un concepto de lenguaje capaz de antagonizar con el de comunicación, que resista el reduccionismo de la perspectiva instrumental, propio del paradigma comunicativo que predomina, por ejemplo, en el contexto de Inicial y Primaria desde hace al menos tres décadas. Por consiguiente, no se puede defender una visión instrumental del lenguaje y pretender construir una escuela democrática en el sentido definido por Rancière, que hemos hecho nuestro, o plantear la relevancia de la literatura y no renunciar a esa idea de comunicación que hace del equívoco un simple desperfecto del lenguaje, como si no tuviera un lugar constitutivo, estructural, y del malentendido y el desacuerdo contingencias que pueden “superarse” en un intercambio consensuado, limado de las “asperezas” de las ambigüedades, de las interpretaciones inesperadas, etc. Esto es, pues, lo que he querido establecer aquí.


Referencias bibliográficas

ARISTÓTELES (1988): Política. Madrid: Gredos.
BENVENISTE, É. (1997): Problemas de lingüística general I. México: Siglo XXI editores.
LACAN, J. (1991): El seminario 20. Aun. Buenos Aires: Paidós.
RANCIÈRE, J. (1996): El desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.
---(2011a): Política de la literatura. Buenos Aires: Libros del Zorzal.
---(2011b): “Política de la escritura”. En El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre política y estética. Barcelona: Herder, pp. 36-37.
---(2012): El método de la igualdad. Conversaciones con Laurent Jeanpierre y Dork Zabunyan. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.
---(2013): Aisthesis. Escenas del régimen estético del arte. Buenos Aires: Bordes Manantial.
---(2014): El hilo perdido. Ensayos sobre la ficción moderna. Buenos Aires: Bordes Manantial.
---(2014b): El reparto de lo sensible. Estética y política. Buenos Aires: Prometeo Libros.






Notas

(*) Texto originalmente publicado como "Literatura y escuela democrática" en Convocación. Revista interdisciplinaria de reflexión y experiencia educativa, Año VIII, Nº 40, 2019, pp. 72-79.
[1] Profesor de Idioma Español (IPA), magíster en Ciencias Humanas, opción "Lenguaje, cultura y sociedad" (Fhuce, Udelar), doctor en Lingüística (Fhuce, Udelar). Docente del Consejo de Formación en Educación y de la Universidad de la República.
[2] Utilizo el término “escuela” en un sentido amplio, equivalente a institución educativa. Así, las reflexiones que siguen valen por igual para educación primaria, media y terciaria, aunque mi interés esté centrado en las dos primeras. En cuanto al adjetivo “democrática”, no se trata de sostener que la escuela les cierra las puertas a determinadas personas o rechaza a ciertas clases sociales en beneficio de otras, sino de plantear el sintagma “escuela democrática” como un significante que me permite sostener determinados problemas, particularmente ligados al papel que se le asigna a la literatura a partir de cierta forma de concebirla en la enseñanza primaria y secundaria. Mi tesis, en este punto, es simple: la literatura tiene que ser pensada contra la vida cotidiana, no como su ampliación; tiene que suspender, como un punto de heterogeneidad, la lógica inmanente del funcionamiento de la casa (oikos).
[3] Este desacuerdo no atañe única ni fundamentalmente a los sentidos de las palabras que, por ejemplo, registran los diccionarios; antes bien, apunta a la estructura misma que permite la construcción de los sentidos, independientemente de la existencia de los diccionarios y, claro está, del hecho de que tal o cual diccionario sea bueno o malo o mejor que otros. En todo caso, la semántica que despliega un diccionario (el juego de las acepciones recogidas o elaboradas) viene a ser puesta entre paréntesis por el desacuerdo, que impugna el “espacio público” del sentido que se constituye, entre otras vías, por medio de los diccionarios.
[4] Cfr. más adelante la idea de concebir la escuela como una extensión o ampliación del orden doméstico (del oikos). Desde este punto de vista, la escuela ha venido funcionando según la lógica del orden productivo, lo que, para el caso del lenguaje, supone entenderlo como un mero instrumento de comunicación.
[5] Digo esto porque tiendo a pensar la comunicación como el espacio de convergencia de los interlocutores, donde se disuelve precisamente el malentendido o donde se lo reduce a meras chambonadas del emisor o del receptor, los dos extremos de la maquinaria comunicativa que parece funcionar aceitadamente.
[6] Este Real es un “lugar” de silencio, un vacío en el que no existe la conciencia de nada, pero que solo podemos conceptualizar porque siempre ya estamos en el dominio del lenguaje (del Otro). El Real, además, es irrepresentable, nunca puede ser dicho en su totalidad; es, si se quiere, lo que no puede ser simbolizado, lo que (se) resiste (a) la simbolización, pero que produce efectos de desajuste en el propio lenguaje (lapsus, equívocos de distinta clase, etc.).
[7] Me refiero a tres trabajos, los dos primeros aún inéditos: “Defender el lenguaje”, “Escuela, literatura y política” y a “El páramo de la comunicación” (disponible en http://www.henciclopedia.org.uy/autores/Cardozo%20Santiago/Elparamodelacomunicacion.htm), en los que abordo el problema de que la escuela se haya vuelto, en cierta medida, una ampliación del dominio doméstico. En el segundo trabajo, desarrollo con cierto detalle el problema de la literatura que hemos discutido en este artículo y la resistencia del lenguaje al olvido, esto es, a determinado tipo de prácticas de pensamiento sobre el lenguaje que pretenden sacarlo de su lugar de transparencia referencial.

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