El placer de la lectura (IV): literatura, escuela y democracia (*)
El
lenguaje no vive sino de la separación entre las palabras y las cosas. Es
decir, que vive de suscitar y decepcionar constantemente el fantasma de su
adecuación. Este fantasma adquiere toda su fuerza cuando se deshacen las reglas
admitidas de correspondencia entre estados de cosas o de cuerpos y
significaciones (Jacques Rancière, El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre política y estética).
1.
La escuela democrática[2]
Para empezar, una afirmación que se quiere radical: la escuela
democrática es una escuela política o no es escuela, en la que la literatura
ocupa o debería ocupar un lugar privilegiado. ¿Por qué? Esta es la pregunta que
busca responder el presente artículo. Por lo pronto, es posible adelantar que
la idea de democracia y, por ende, de escuela democrática, supone una
reconfiguración de los espacios de logos
y phoné, de la manera como se
reparten lo sensible y lo inteligible, rompiendo con la jerarquía de los roles
establecidos por obra y gracia de la estructura social de la que formamos
parte, con el orden productivo que distribuye las funciones, digamos,
intelectuales y manuales, quienes elaboran pensamiento y quienes no, quienes poseen la palabra y quienes,
sencillamente, hacen ruido.
Los hombres son animales letrados, seres de palabra (en
todos los sentidos de la expresión), lo que les permite torcer el destino que
se les ha asignado en la organización social que integran, a partir de dos
aspectos que son inherentemente políticos y que deben defenderse como tales: el
de la igualdad de las inteligencias y, asociado con este, el del desacuerdo. El
desacuerdo no es la no coincidencia entre los sentidos de una palabra o
expresión, o entre estos y el referente, sino entre los objetos que tales
sentidos permiten ver, vale decir, entre las cosas que se vuelven sensibles e
inteligibles a través del lenguaje. El desacuerdo es un problema de estética,
de aisthesis.
Asimismo, el desacuerdo supone un cuestionamiento de las bases sobre
las que se emplean tales o cuales palabras o expresiones y, por ende, implica
una impugnación de las condiciones en que tienen lugar los diferentes
intercambios, sean de la naturaleza que sean; el desacuerdo apunta a la
racionalidad misma sobre la que se apoyan los intercambios y a partir de la que
tal o cual palabra o expresión es susceptible de rechazo[3].
En este contexto, la literatura es el territorio privilegiado del
desacuerdo, del hacer aparecer objetos
que antes no eran sensibles ni inteligibles (cfr. Rancière, 2013, 2014a), de
construir una racionalidad diferente de la predominante, en la que ya tenemos
configurado el reparto de los roles, de las funciones de las personas; donde ya
tenemos el papel que juegan los que tienen parte en la palabra pública y los “sin
parte”. Por tal motivo, la literatura es inherentemente política, puesto que
reconfigura el reparto de lo sensible según una nueva configuración que
desbarata la predominante, a partir, por ejemplo, de la elusión, si cabe
decirlo así, de la explicación del sentido, es decir, de la operación que sella
todo desacuerdo, impidiendo su apertura a la interpretación. De esta forma, en
la medida en que va en contra de la totalización del significado de lo que se
dice y de la posición totalitaria de aquel que dice tener o saber el contenido
o el mensaje de lo comunicado, la literatura funciona como el espacio de la
igualdad de las inteligencias, rompiendo con el orden explicador que distribuye
el sentido y el no-sentido (en tanto que no posesión del sentido ni de la
posibilidad de decir algo acerca de él): por un lado, está el maestro como
aquel que posee la “verdad” sobre el sentido de lo dicho y, por otro, aparece
el alumno, quien debe ser introducido en el orden del sentido. Lo que hace la
literatura es, en definitiva, poner entre paréntesis las ideas mismas de
contenido, mensaje y lo comunicado, nociones en cierto modo totalitarias,
porque suponen un cerramiento ya no solo del sentido (el contenido, el mensaje
y lo comunicado quieren decir esto o aquello y yo lo sé, tengo la última
palabra al respecto), sino de la significación misma.
Pero hay un aspecto de la literatura –su aspecto más propiamente
político, digamos– que suele ser pasado por alto o remitido a un “momento
lúdico” que, sin ser negativo en sí mismo, resulta finalmente desprovisto de su
carácter y su potencia políticos, a saber: el tiempo. En efecto, el tiempo,
como señala Rancière (2012: 88), es, simultáneamente, “el que ordena los
lugares” (en la distribución del espacio de los roles configurados por cierto
reparto según el orden productivo) y un principio de división en sí mismo:
“están los que tienen tiempo y los que no lo tienen”. A este respecto, decía
Rancière unas líneas antes:
Lo que el tiempo niega de manera clásica es la coexistencia. Por supuesto,
se supone que el espacio es la forma de la coexistencia, lo que implica que
para pensar el tiempo como coexistencia, de algún modo hay que metaforizarlo y,
a menudo, de manera espacial (2012: 87).
Aquí, la “parte de los sin parte”,
que es una parte del tiempo de la que no disponen ni gozan los que están
sometidos al régimen productivo (el obrero debe permanecer en su lugar, pues el
trabajo no espera), es la metaforización del tiempo y el reclamo de un reparto
de lo sensible y lo inteligible que eche por tierra lo establecido por la
división original entre los que tienen tiempo para pensar y usar la palabra (logos) y los que solo tienen el tiempo
para trabajar y producir ruido (phoné).
En este sentido, la escuela
democrática es una escuela que introduce una discontinuidad temporal en la
“temporalidad conservadora” del orden productivo, suspendiendo su lógica a los
efectos de definir un reparto de lo sensible y lo inteligible que se sostenga
en el axioma de la igualdad de las inteligencias y en el “acceso” de cualquiera
a la palabra común, al logos. Aquí,
la literatura viene a jugar un papel fundamental, por cuanto ella introduce esa
ruptura temporal en la “temporalidad conservadora” o productiva, permitiendo
ver cosas que antes no eran visible ni inteligibles en el espacio de lo común
(en este punto opera la espacialización del tiempo). La literatura, en suma,
implica una lógica temporal que va contra la lógica doméstica[4],
contra la linealidad y unidireccionalidad del tiempo económico, del tiempo del oikos, donde no hay tiempo para tomar la
palabra. Dicho de otra forma: la literatura es el escenario democrático en el
que las necesidades del orden productivo y la voz (phoné, ruido) que circula por él quedan puestas entre paréntesis a
fin de “tomar la palabra”, lo que equivale a reconfigurar el reparto de lo
sensible, que atañe a la división entre quienes tienen tiempo para pensar y
quienes solo deben seguir la dinámica productiva de la vida laboral.
2.
Desacuerdo, democracia y malentendido
Las ideas de escuela democrática y de desacuerdo encuentran su base
en la noción de malentendido, verdadero sostén de cualquier emancipación
intelectual y, por ende, de cualquier actividad política. En la misma
dirección, no se puede hablar de interpretación si no se practica algo así como
una “axiomática del malentendido”, que nos ponga a resguardo de la totalización
del sentido. Sobre el malentendido, en Política
de la literatura Jacques Rancière cita las acepciones que registra el Tesoro de la lengua francesa: “divergencia
de interpretación sobre el significado de un tema o de actos que conllevan un
desacuerdo” y “desacuerdo que un divergencia conlleva” (2011a: 55). Luego de
estas definiciones, añade el filósofo francés:
Las definiciones son claras y se hacen eco de un universo de
experiencia familiar en el que el malentendido se piensa como una cuestión de
interpretación errónea, que muy fácilmente se deja reconducir a alguna
ambivalencia de los signos a interpretar. “Es solo un malentendido”, se dice
(2011a: 55).
Como se ve, Rancière rechaza la reducción del malentendido a la
significación que suele tener la frase “Es solo un malentendido”, como si este
pudiera resolverse con un diccionario en la mano de los “litigantes”. Las cosas
resultan más complejas, en la medida en que son constitutivas de la
comunicación, si acaso se puede hablar aquí de comunicación[5].
Podría pensarse que la comunicación requiere, por definición, un entendimiento
entre los interlocutores, de suerte que una discordancia o un desacuerdo semánticos
no serían más que un problema de orden secundario, susceptible de solucionarse
apelando a las diferentes acepciones del término o la expresión en cuestión.
Llegado el caso, la discordancia o el desacuerdo pueden no resolverse, sin que
por ello se vea resentida la estructura misma del intercambio, las condiciones
de posibilidad de una racionalidad distinta que ha querido ponerse en juego a
partir de esa no coincidencia que se percibe como fortuita.
Pero el empleo de una palabra o una expresión que conciten el
desacuerdo acerca de la cosa o las cosas a que refieren no es un mero problema
de falta de entendimiento del código de la lengua, de su semántica, del léxico,
de una ambigüedad sintáctica, etc.; es, antes que nada, la puesta en escena de
un malentendido estructural, relativo a las condiciones mismas del juego de la
palabra, que siempre es un palabra pública, sometida a la mirada del Otro (la
historia, la tradición, la cultura, el lenguaje). Lo que está puesto sobre la
mesa con el desacuerdo es la racionalidad misma sobre la que “reposan” las
cosas que vemos y entendemos, que son perceptibles e inteligibles.
Entonces, la escuela solo puede ser democrática si les otorga un
lugar esencial al malentendido y al desacuerdo, de manera que sea imposible que
el maestro se arrogue para sí el monopolio del sentido, la explicación de lo
que quieren decir las cosas, esto es, que identifique y explique un mensaje o
un contenido totales.
Ahora bien: para que la escuela sea democrática en el sentido que
hemos visto hasta aquí, es necesario adoptar un enfoque del lenguaje acorde,
que plantee explícitamente una visión de lo político como aquello que está
constituido por el desacuerdo. Si para Aristóteles (1988) el logos es lo que nos permite distinguir
el bien del mal, lo justo de lo injusto, lo conveniente de lo inconveniente
para la vida en sociedad, para Rancière (1996), siguiendo el planteo del
maestro griego, el logos es una
palabra inherentemente política, que no está dada de una vez y para siempre,
que no puede ser clausurada por ningún sujeto. De esta manera, el lenguaje,
antes que un léxico y una sintaxis (antes que una gramática, por compleja que
sea), es una estructura de racionalidad a partir de la cual y en la que se
constituye lo político, que es el escenario del reparto de lo sensible y lo
inteligible. El logos es, en suma, el
lugar donde cualquiera puede tomar parte en la discusión acerca de lo común,
allí donde “los sin parte” reclaman su parte y hablan de igual a igual con los
otros.
En esta dirección, explica Rancière:
Llamo reparto de lo sensible a ese sistema de evidencias sensibles
que permite ver al mismo tiempo la existencia de un común y los recortes que
definen sus lugares y partes respectivas. Un reparto de lo sensible fija al
mismo tiempo algo común repartido y ciertas partes exclusivas. Esta repartición
de las partes y de los lugares se basa en un reparto de espacios, de tiempos y
de formas de actividad que determina la forma misma en la que un común se
presta a la participación y donde unos y otros son parte de ese reparto (2014b:
19).
Este reparto es lo que señalábamos arriba como la distribución del logos y de la phoné: hay personas que tienen derecho al logos y otras que quedan confinadas al ejercicio de la phoné, que es un ejercicio de una voz
íntima que no tiene participación en lo público, es decir, que no es política.
De esta forma, la racionalidad misma de las cosas que vemos y pensamos y de las
que podemos ver y pensar se juega en el territorio del logos, la palabra política por definición, que, ciertamente, no le
pertenece a nadie por naturaleza ni por decreto. Esta palabra es, ante todo, el
gran Otro lacaniano, la mirada misma que, a la vez, nos mira y nos “hacer ser”,
la estructura de la realidad, siempre ya
racional, simbólica.
A este respecto, añade Rancière:
[El reparto de lo sensible] Es un recorte de los tiempos y de los
espacios, de lo visible y de lo invisible, de la palabra y del ruido que define
a la vez el lugar y lo que está en juego en la política como forma de experiencia.
La política se refiere a lo que vemos y a lo que podemos decir, a quien tiene
la competencia para ver y la cualidad para decir, a las propiedades de los
espacios y los posibles del tiempo (2014b: 8).
Una vez que ha quedado definida la
política y el lugar que el malentendido y el desacuerdo tienen en ella como sus
fundamentos, es posible comprender qué papel juega la literatura en la
constitución de una escuela democrática, una escuela que es, por ello mismo,
política. Decíamos, entonces, que el lenguaje es un lugar de desposesión, en el
sentido político que hemos adoptado aquí, y por ello nadie puede totalizar el
sentido de lo que se dice y menos aún la significación misma.
Pero el lenguaje es también un lugar
de desposesión en otro sentido, que es importante explorar, porque tiene
consecuencias de diverso tipo, todas ellas centrales en la concepción de
escuela que queremos elaborar. Así, hay que señalar que el niño, antes que
aprender el lenguaje, es atrapado o capturado por este. Sin embargo, esta
postura no niega, por ejemplo, que el niño aprenda la gramática de su lengua,
pero, en primera instancia, todos somos capturados por el lenguaje, en la
medida en que, cuando llegamos al mundo, el lenguaje ya está ahí, la realidad
se nos presenta estructurada racionalmente, es decir, lingüísticamente. Por
eso, en tanto que interlocutores, nuestra llegada al mundo es siempre ya el
ingreso al orden del Otro y, concomitantemente, el abandono de un Real[6]
que solo podemos entender como tal a posteriori de haber sido capturados por el
lenguaje.
De esta forma, podemos tener la
intuición de que hay algo que no puede ser dicho, que siempre se nos escapa,
algo que es irrepresentable, pero solo más tarde nos damos cuenta de que ese
algo se nos aparece como irrepresentable porque ya estamos instalados, desde el
inicio de los tiempos, en el orden simbólico (el lenguaje, el Otro), y
entendemos, entonces, que la irrepresentabilidad de ese algo (lo Real) es la
condición de posibilidad del lenguaje, aquello que lo hace funcionar como tal y
que produce diferentes efectos: equívocos, ambigüedades, polisemia, lapsus,
etc., habilitando la interpretación.
Por fin, estamos en condiciones de
comprender en qué sentido el lenguaje es también un “lugar” de desposesión, con
relación al cual el sujeto es un efecto y, por ende, nunca puede aprehenderlo
completamente sino como un juego ilusorio de aprehensión plena. Y es porque el
lenguaje funciona alrededor de una “falla” o un “vacío” por lo que hay
significación y el sentido nunca puede ser totalizado, y por lo que el hombre
puede torcer su destino de animal impugnando la palabra que nos ha sido dada,
pero siempre con la palabra que nos ha sido dada. Dicho de otra forma: hay
malentendido y desacuerdo y, en consecuencia, política y ética, porque el
lenguaje no es una maquinaria comunicativa cerrada cuyo funcionamiento interno
esté perfectamente aceitado. Hombre y lenguaje son coextensivos, como ya lo
señalaba Benveniste (1997), de suerte que haríamos mal en considerar el segundo
como un instrumento comunicativo que emplea el primero para “sacar” afuera o
poner en palabras sus sentimientos, opiniones, deseos, etc.
Así pues, la escuela democrática,
que es una escuela esencialmente política y, por ello mismo, antiautoritaria,
debe sostenerse en una visión del lenguaje como la (apenas) esbozada aquí,
evitando caer en los reduccionismos a los que conducen los enfoques
instrumentales, en la medida en que estos enfoques, entre otras cosas, han
terminado por concederle a la pragmática cierto privilegio en desmedro de otras
concepciones del lenguaje, que no deben ni pueden identificarse con aquella (me
refiero a una concepción del lenguaje como la planteada por Benveniste, que
podríamos llamar, a falta de mejor expresión, “enunciativo-discursiva”, y
también a una concepción que ha abrevado en el psicoanálisis lacaniano, para el
cual debería hablarse, antes que de lingüística, de lingüistería (cfr. Lacan, 1991)).
En este contexto, como se ha podido verificar largamente, el
privilegio que se le ha dado a la pragmática ha permitido el predominio de lo
que se conoce como el “paradigma comunicativo”, que se sostiene, como se
advierte con facilidad, en una perspectiva instrumental del lenguaje,
enteramente contraria a la que hemos defendido. Por tal motivo, la literatura
no ha tenido ni puede tener el lugar que, según lo argumentamos, es deseable
que la escuela le proporcione, de manera que la idea misma de escuela
democrática no es compatible con el predominio del concepto de comunicación en
los términos criticados. La literatura, en primer lugar, es la puesta en escena
de esa desposesión del lenguaje, en la medida en que requiere de la
interpretación como actividad que deja abierta la puerta a la aparición de
sentidos imprevistos, inéditos, no calculados por nadie, de suerte que se
convierte en el territorio del malentendido constitutivo que regula el
funcionamiento de todo el lenguaje. Así, la literatura es, por esta misma
razón, inherentemente política y democrática, pues ella vuelve sensibles e inteligibles
“objetos” que antes no formaban parte de la “escena pública”, del campo del
decir de aquellos que tenían el derecho –arrogado, consagrado por ley o como
fuera– a la palabra, al logos.
La literatura entra en este juego por dos razones. Primero, en
cierta manera, la literatura es lo otro
del saber social. La literatura es el acto que indetermina lo que era el
universo estructurado de las Bellas Letras: un universo organizado mediante la
división de géneros poéticos y los cánones que definían los medios apropiados
para la perfección de cada uno de los géneros. La literatura, según el concepto
que emerge en el siglo XIX, es el arte de la palabra sin otro lugar ni norma
que el poder común de la lengua. En este sentido, la literatura es homogénea
respecto al desorden de los seres hablantes característico de la edad
democrática. La literatura tiene el poder indiferente de dar y de sustraer
cuerpo a la palabra, mientras que la preocupación esencial de los saberes
sociales consiste en otorgar de nuevo cuerpo a los sujetos de la democracia. La
literatura des-especifica los saberes y sus positividades reinscribiendo sus
procedimientos mostrativos y demostrativos en el espacio común de la lengua. En
última instancia, les opone su propia utopía: la que conduce todo poder del
pensamiento a un poder de la lengua. El papel que desempeñan la literatura y la
teoría o crítica literaria en la filosofía contemporánea puede tomar ciertos
aspectos caricaturales. Cabe decir, empero, que ello no es el simple efecto de
una moda, sino que se encuentra prescrito por la situación de la filosofía en
el campo de la política y de los saberes (Rancière, 2011b: 36-37).
En la literatura se disuelve la jerarquía de los temas altos y
bajos, de los que pertenecen a la epopeya y la tragedia y los que se relegan a
la comedia; se rompe con los objetos dignos de ser cantados y aquellos otros
que no merecen formar parte de las Bellas Letras (este nuevo régimen de lo
sensible y lo inteligible es la literatura misma):
La literatura, en síntesis, es un nuevo régimen de identificación
del arte de escribir. Un régimen de identificación de un arte es un sistema de
relaciones entre prácticas, de formas de visibilidad de esas prácticas, y de
modos de inteligibilidad (Rancière, 2011a: 20).
Por lo regular, la escuela no
entiende la literatura de esta manera y, por ello, la ha relegado en beneficio
de otros textos (currículos, cartas de solicitud de empleo, manuales de
instrucciones, etc.), cuya inclusión como objetos de estudio en el aula tiene
que ver con cierta pragmática elemental de la vida cotidiana, es decir, con el
mandato social, político y empresarial de que la escuela debe preparar para el
mercado laboral, allí donde lo que menos importa es precisamente la literatura.
La hipótesis que he sostenido en otros lugares[7]
es que esa aparición y legitimación de los textos del tipo de los currículos,
las cartas de solicitud de empleo, etc., suponen una ampliación del territorio
doméstico contra el cual debe ir la
escuela. En otras palabras, la escuela democrática debe cortar la lógica
pragmática y económica de la vida doméstica, del orden del oikos, a partir de una objeción política que introduzca lo lejano
en lo cercano, lo ajeno en lo propio, esto es, en última instancia, lo político
en lo económico, el logos y la polis en la phoné y el oikos. Y,
según he intentado argumentar aquí, la literatura es esa actividad que permite
romper el perímetro doméstico y, por lo tanto, evitar que la escuela se
convierta en una ampliación de la casa, en un desplazamiento de los límites que
configuran el espacio de los intercambios pragmáticos y económicos de la vida
cotidiana, allí donde la palabra no es capaz de teoría.
En este sentido, la escuela auténticamente democrática es aquella
que se forja (alrededor de) un concepto de lenguaje capaz de antagonizar con el
de comunicación, que resista el reduccionismo de la perspectiva instrumental,
propio del paradigma comunicativo que predomina, por ejemplo, en el contexto de
Inicial y Primaria desde hace al menos tres décadas. Por consiguiente, no se
puede defender una visión instrumental del lenguaje y pretender construir una
escuela democrática en el sentido definido por Rancière, que hemos hecho
nuestro, o plantear la relevancia de la literatura y no renunciar a esa idea de
comunicación que hace del equívoco un simple desperfecto del lenguaje, como si
no tuviera un lugar constitutivo, estructural, y del malentendido y el
desacuerdo contingencias que pueden “superarse” en un intercambio consensuado,
limado de las “asperezas” de las ambigüedades, de las interpretaciones
inesperadas, etc. Esto es, pues, lo que he querido establecer aquí.
Referencias
bibliográficas
ARISTÓTELES
(1988): Política. Madrid: Gredos.
BENVENISTE, É.
(1997): Problemas de lingüística general
I. México: Siglo XXI editores.
LACAN, J.
(1991): El seminario 20. Aun. Buenos
Aires: Paidós.
RANCIÈRE, J. (1996):
El desacuerdo. Política y filosofía.
Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.
---(2011a): Política de la literatura. Buenos Aires:
Libros del Zorzal.
---(2011b): “Política
de la escritura”. En El tiempo de la
igualdad. Diálogos sobre política y estética. Barcelona: Herder, pp. 36-37.
---(2012): El método de la igualdad. Conversaciones con
Laurent Jeanpierre y Dork Zabunyan. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.
---(2013): Aisthesis. Escenas del régimen estético del
arte. Buenos Aires: Bordes Manantial.
---(2014): El hilo perdido. Ensayos sobre la ficción
moderna. Buenos Aires: Bordes Manantial.
---(2014b): El reparto de lo sensible. Estética y
política. Buenos Aires: Prometeo Libros.
[1] Profesor de Idioma Español (IPA), magíster en Ciencias Humanas, opción "Lenguaje, cultura y sociedad" (Fhuce, Udelar), doctor en Lingüística (Fhuce, Udelar). Docente del Consejo de Formación en Educación y de la Universidad de la República.
[2] Utilizo el término “escuela” en un
sentido amplio, equivalente a institución educativa. Así, las reflexiones que
siguen valen por igual para educación primaria, media y terciaria, aunque mi
interés esté centrado en las dos primeras. En cuanto al adjetivo “democrática”,
no se trata de sostener que la escuela les cierra las puertas a determinadas
personas o rechaza a ciertas clases sociales en beneficio de otras, sino de plantear
el sintagma “escuela democrática” como un significante que me permite sostener
determinados problemas, particularmente ligados al papel que se le asigna a la
literatura a partir de cierta forma de concebirla en la enseñanza primaria y
secundaria. Mi tesis, en este punto, es simple: la literatura tiene que ser
pensada contra la vida cotidiana, no
como su ampliación; tiene que suspender, como un punto de heterogeneidad, la
lógica inmanente del funcionamiento de la casa (oikos).
[3] Este desacuerdo no atañe única ni
fundamentalmente a los sentidos de las palabras que, por ejemplo, registran los
diccionarios; antes bien, apunta a la estructura misma que permite la
construcción de los sentidos, independientemente de la existencia de los
diccionarios y, claro está, del hecho de que tal o cual diccionario sea bueno o
malo o mejor que otros. En todo caso, la semántica que despliega un diccionario
(el juego de las acepciones recogidas o elaboradas) viene a ser puesta entre
paréntesis por el desacuerdo, que impugna el “espacio público” del sentido que
se constituye, entre otras vías, por medio de los diccionarios.
[4] Cfr. más adelante la idea de concebir la
escuela como una extensión o ampliación del orden doméstico (del oikos). Desde este punto de vista, la
escuela ha venido funcionando según la lógica del orden productivo, lo que,
para el caso del lenguaje, supone entenderlo como un mero instrumento de
comunicación.
[5] Digo esto porque tiendo a pensar la
comunicación como el espacio de convergencia de los interlocutores, donde se
disuelve precisamente el malentendido o donde se lo reduce a meras chambonadas
del emisor o del receptor, los dos extremos de la maquinaria comunicativa que
parece funcionar aceitadamente.
[6] Este Real es un “lugar” de silencio, un
vacío en el que no existe la conciencia de nada, pero que solo podemos
conceptualizar porque siempre ya estamos en el dominio del lenguaje (del Otro).
El Real, además, es irrepresentable, nunca puede ser dicho en su totalidad; es,
si se quiere, lo que no puede ser simbolizado, lo que (se) resiste (a) la
simbolización, pero que produce efectos de desajuste en el propio lenguaje
(lapsus, equívocos de distinta clase, etc.).
[7] Me refiero a tres trabajos, los dos
primeros aún inéditos: “Defender el lenguaje”, “Escuela, literatura y política”
y a “El páramo de la comunicación” (disponible en http://www.henciclopedia.org.uy/autores/Cardozo%20Santiago/Elparamodelacomunicacion.htm),
en los que abordo el problema de que la escuela se haya vuelto, en cierta
medida, una ampliación del dominio doméstico. En el segundo trabajo, desarrollo
con cierto detalle el problema de la literatura que hemos discutido en este
artículo y la resistencia del lenguaje al olvido, esto es, a determinado tipo
de prácticas de pensamiento sobre el lenguaje que pretenden sacarlo de su lugar
de transparencia referencial.
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