El placer de la lectura (III): la lengua maliciosa y el momento traumático de su enseñanza


 Por Santiago Cardozo González (*)

“El lenguaje es una legislación, la lengua es su código. No vemos el poder que hay en la lengua porque olvidamos que toda lengua es una clasificación, y que toda clasificación es opresiva: ordo quiere decir a la vez repartición y conminación. Como Jakobson lo ha demostrado, un idioma se define menos por lo que permite decir que por lo que obliga a decir” (Roland Barthes, Lección inaugural).


Melancolía, saca tu dulce pico ya;
no cebes tus ayunos en mis trigos de luz.
Melancolía, basta! Cuál beben tus puñales
la sangre que extrajera mi sanguijuela azul!

                                    (César Vallejo, "Avestruz")


1.
La enseñanza de la gramática elude la poesía; no quiere saber nada de versos, rimas, métricas y música, que dan la espalda a las estructuras sintácticas convencionales “escolares”, es decir, a aquellas que más se enseñan en las clases de lengua, ni de poiesis. La gramática busca estabilidad, asociaciones entre formas y contenidos que permitan elaborar predicciones, sustentadas en reglas morfosintácticas y lógicas susceptibles de formalizarse hasta el cansancio. La poesía, por su parte, es el reino de lo impredecible, lo inédito, lo indefinido e indecidible, por lo cual aparece como el enemigo público número uno de la gramática y, llegado el caso, de cierta concepción de la enseñanza de la lengua. [1] 
Así entonces, tenemos, por un lado, la rigurosa enseñanza del funcionamiento del sistema lingüístico, recostada y apoyada ampliamente (según la tradición y, también, según la formación) en la enseñanza de la gramática (tradicional, funcional, estructural y/o generativo-formal) y, por otro lado, la enseñanza de la literatura o, al menos, la lectura de textos literarios, entre los que no destacan especialmente los poemas. Así por ejemplo, ¿tolera la enseñanza del sintagma nominal (sus estructuras y sus significados) mostrar un verso que sea un sintagma nominal y los efectos de sentido que se producen? (Pienso, por ejemplo, en El pozo –Onetti, casi resulta ocioso decirlo–, y pienso en el derrape de la enseñanza de la lengua cuando somete el análisis de un sintagma como este, con artículo definido, a la idea de descripción del referente, ligada a la intención del hablante de referir algo de forma unívoca y precisa: ¿cuál es el referente del sintagma El pozo?). ¿Asimila sin acidez, sin regurgitaciones, la explicación del funcionamiento del artículo definido en el sintagma nominal proporcionada por la gramática ese verso que hemos separado del poema para mirarlo de cerca y dejarnos ganar por la plétora de sentidos? ¿Cómo juega aquí la didáctica de la lengua y las categorías a las que echa mano para elaborar secuencias de enseñanza de este o aquel tema, intervenciones puntuales más o menos codificadas en grillas, en consejos de profesores o inspectores, en la acumulación de la experiencia docente en el salón de clase?
La distinción, por ejemplo, entre sustantivos contables y no contables, ampliamente estudiada en la gramática (clave para la sintaxis), ¿puede hacerse un lugar en la enseñanza de la lengua en el liceo a través de la literatura, particularmente de la poesía? La respuesta, en principio, debería ser positiva y, al mismo tiempo, no menos provisoria. Sin embargo, es la poesía el escenario en el que las clasificaciones de la gramática entran en cuestión, puesto que el empleo poético de las palabras no se deja atrapar tan fácilmente en y por la rigidez de las taxonomías gramaticales. Entonces, poco vale acudir a nociones como la intención del hablante o del autor, prolongación psicológica de la ficción del hablante-oyente ideal de la gramática chomskiana y de la intuición real, defectuosa, parcial, cambiante, contradictoria, del hablante que habla la lengua en las condiciones concretas en que lo hace.
El problema, entonces, está planteado, y se extiende a la consideración de las funciones del lenguaje que formulara en un paradigmático texto (Lingüística y Poética) el lingüista eslavo Roman Jakobson (recordémoslas: emotiva, apelativa, referencial, poética, metalingüística y fática). Esta extensión está igualmente marcada por una tradición escolar que se apoyaba en la retórica como disciplina taxonómica, inventario de figuras a clasificar y aplicar a los ejemplos que se ofrecieran en clase, incluso sin tener en cuenta la dificultad del trazado de límites tajantes entre figuras como la ironía y el sarcasmo o entre la metonimia y la sinécdoque según fueran las definiciones que se tomaran de esto o aquel autor o de este o aquel diccionario de retórica, y dio lugar a enfoques comunicativos que habilitaron una relectura de Jakobson a la luz de la pragmática, reduciendo notablemente sus planteos teóricos y analíticos. Uno de los efectos inmediatos de esta reducción fue la preminencia que asumieron las funciones del lenguaje orientadas al emisor (la función emotiva), al receptor (la función apelativa) y al referente o contexto (la función referencial), en franco desmedro de las dos funciones sobresalientes del planteo de Jakobson: la poética, orientada al mensaje, y la metalingüística, orientada al código. Lo instrumental, de esta forma, se consolidaba.
Entonces, las clases de enseñanza de la lengua, en lo concerniente a las funciones del lenguaje, fija(ba) la inconmensurable riqueza del sentido (en cualquier tipo de discurso, pero, desde luego, mucho más en el poético) en el siempre estanco repertorio de figuras retóricas: acá una metáfora, allá una metonimia, más allá una catacresis; por este lado un oxímoron, por aquel una hipálage, y en la insulsa y siempre sospechosa categoría de intención del hablante y en la noción de referente como punto definitivo de la denotación de las palabras.
En consecuencia, la función poética, decía, empieza a ceder espacio (¿alguna vez lo tuvo?) a las funciones más eminentemente instrumentales según un paradigma igualmente instrumental que impregnaba de utilitarismo las concepciones sobre la lengua subyacentes a cualquier práctica relativa a su enseñanza. De este modo, la atención sobre las formas de decir (sobre su materialidad y la manera en que esta produce sentidos inesperados sobre los cuales no puede haber un cierre interpretativo) era restituida, digamos, a la gramática, al emparejamiento entre formas y contenidos, entre las estructuras morfosintácticas de la lengua y las “interpretaciones” o “lecturas” por ellas suscitadas.

2.
       Frecuentemente, olvidamos demasiado rápido que la lengua no es un mero instrumento de comunicación, ni lo es en primer lugar. Así pues, tratamos las palabras como si fueran etiquetas de las cosas que pueblan la realidad (desoyendo las enseñanzas de Saussure), de modo que las primeras aparecen como un reflejo de las segundas. Las consecuencias de este hecho son enormes, cuyo alcance nunca logramos percibir del todo, porque estamos “diseñados” para usar la lengua, no para tratar con ella, incluso en el sentido médico del verbo (recordemos que el logos es, al mismo tiempo, medicina y veneno, pharmakon). Demasiado rápido, entonces, olvidamos la escisión constitutiva entre el querer decir y los efectos provocados por lo dicho, que no se ajustan a los apareamientos entre las formas gramaticales y los contenidos que se desprenden de ellas.

En el fondo, hablar y escribir son una cosa curiosa: la verdadera conversación, el diálogo auténtico es un puro juego de palabras. Es lisa y llanamente asombroso el ridículo error que comete la gente al suponer que habla de las cosas. Todos ignoran, en cambio, que lo propio del lenguaje es ocuparse tan solo de sí mismo. Por eso el lenguaje es un misterio tan maravilloso y tan fecundo: que alguien hable simplemente por hablar, es justo entonces cuando expresa las más grandiosas verdades. Pero cuando por el contrario quiere hablar de algo preciso, de inmediato la lengua maliciosa le hace decir los peores dislates, las más grotescas sandeces. De aquí procede el odio que tanta gente seria le tiene al lenguaje. Nota su petulancia y su picardía; pero lo que no nota es que el parloteo sin orden ni concierto y su tan menospreciada dejadez son, justamente, el aspecto infinitamente serio de la lengua. [2]

      La “maliciosidad” de la lengua está precisamente en el equívoco que la domina y que no puede ser reducido como si se tratara de efectos secundarios tratables con alguna medicina o gimnasia. Muy por el contrario, son estos efectos de sentido y de afecto los que provocan irrupciones, erupciones y reacciones de diferente índole, todas ellas vinculadas a algún aspecto afectivo de la experiencia comunicativa, de suerte que el malentendido que rige todo intercambio es el problema central con el que carga el lenguaje y que ningún sujeto puede componer, apelando, por ejemplo, a las intenciones del hablante o a las acepciones de un diccionario sobre la palabra que suscita problemas. Medicina y veneno, la lengua maliciosa explota en la poesía, que es ella misma medicina y veneno (de esto la actitud de Platón hacia los poetas en la conformación y el gobierno de la República).
            Lo que las clases de lengua parecen no poder asimilar ni digerir es, precisamente, esta dimensión por la cual todo decir se vuelve excesivamente sobre sí mismo y habla de otras cosas (incluso, del hablar mismo como hablar), suspendiendo el referente e, incluso, negándolo:

Del lado del discurso, querer decir “dice suficientemente que no lo dice”. Del lado del oyente, el querer decir vuelve a desdoblarse: está lo que aquel que habla “quiere decirle”, el sentido que le dirige, y lo que el discurso “le enseña de la condición del hablante”, lo que el discurso le dice “de quien lo dice”. [3]

       Entonces, la gramática proporciona la base material de una estabilidad reclamada como necesaria para la enseñanza de la lengua, ficción que simplifica las cosas y, en el fondo, termina por subestimar la inteligencia de los alumnos, quienes, progresivamente, van dejando de tratar con la lengua para dar paso a su fútil e inocuo conocimiento, cuando este resulta fútil e inocuo. Pero entiéndase bien: esta base material, irreductible, autónoma (un orden propio), es soporte del sentido, aunque, desde luego, no lo agota y, muchas veces, en términos de las explicaciones que se proporcionan desde los enunciados teóricos de la gramática (la gramática como disciplina científica), lo reduzcan, lo simplifiquen, provocando indeseados efectos de univocidad.



Notas

(*) Profesor de Idioma Español, magíster en Ciencias Humanas, opción “Lenguaje, cultura y sociedad” y doctor en Lingüística. Docente del Consejo de Formación en Educación y de la Universidad de la República.
[1] Enseño gramática hace ya quince años. En cierta manera, se puede decir que me he dedicado a la enseñanza de la gramática y, en consecuencia, he vivido de ellas. Estoy convencido de que la gramática es indispensable en la enseñanza de la lengua; no comparto los ataques de los que fue objeto durante décadas, hasta llegar a su casi abolición, al menos en la escuela. Y más allá de mis opiniones y convencimientos, la gramática es un orden que se le impone al hablante, por lo cual resulta insoslayable en cualquier análisis lingüístico, incluyendo, desde luego, el análisis literario. Pero esto es una cosa y lo que desarrollo en el artículo, otra.  
[2] Novalis, “Fragments logologiques”, en Œuvres complètes, t. II, París: Gallimard, 1975, p. 86, citado en Barbara Cassin, Jacques el sofista. Lacan, logos y psicoanálisis, Buenos Aires: Bordes Manantial, 2013, p. 55.
[3] Cassin, 2013, p. 89.


Pintura: "Depiction of Hell" (El Bosco).

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