El placer de la lectura (II): deseo del otro y reclamo económico
1.
Siempre hay cierto temor a la
dificultad, a que los textos no sean adecuados
al auditorio (cruel e ingenua enseñanza de la didáctica, esta de que todo esté
adecuado –es decir, calculado– al otro o sea, eventualmente, adecuable). La dificultad
parece ser, en este sentido, una afrenta a la pedagogía escolar (en el sentido
amplio del adjetivo), como si todo tuviera que ser digerible a la primera de
cambio; como si no pudiéramos experimentar un poco de acidez cuando no
entendemos algo, cuando vemos que no lo vamos a entender.
Entonces, la selección de los
textos acude a un conjunto de criterios cuya finalidad siempre tiene como
horizonte ese ajuste que, a decir verdad, en la mayoría de los casos va contra
el deseo de la lectura, que es el placer del texto. ¿Quiere esto decir que
cualquier texto puede ser leído por cualquier alumno escolar o liceal? No. Quiere
decir que la adecuación funciona como una coartada didáctica susceptible de
esgrimirse para posponer el contacto puro y duro con el texto –con su
escritura, con su goce–, irreductible a la gramática y a su pragmática. Entonces,
la adecuación se convierte en la sustancia fundamental de la enseñanza de la
lengua, en la que el texto literario comienza a agonizar y se vuelve la muestra
de una “porción de lengua” que se quiere enseñar conforme a lo
indicado-prescripto por los programas vigentes y por las visitas de los
inspectores.
2.
La idea de adecuación encuentra
del “otro lado” del aula un correlato perverso: en el transcurso de la pandemia
por el covid-19, algún padre se quejaba, en alguna institución educativa
uruguaya, de que en las clases de Literatura se estaban dando textos de Quiroga
(autor “depresivo”, “oscuro”). La postura doméstica era clara: en un contexto
con tanto muerto y tantas imágenes lacrimosas por un lado y por otro, insistir
con la muerte a partir de los textos de Quiroga parecía un despropósito del profesor,
un acto de insensibilidad, falta de tacto, diríamos. Dejando de lado el hecho
de que en la televisión y en Internet la muerte es moneda corriente, materia
prima de la experiencia cotidiana (noticias policiales de baja monta,
asesinatos raciales en países lejanos, atentados perpetrados por adolescentes
armados hasta los dientes, etc.), la literatura debería funcionar como el lugar
de cierta placidez, donde no se debería hablar de ciertos temas, a fin de
evitar herir sensibilidades. Habiendo temas para tirar y un montón de cosas
lindas en el mundo, justo se viene a trabajar con Quiroga (y con la literatura
misma, pudiendo dejarla de lado), parece ser el corto razonamiento.
El reclamo del padre resume el
reclamo de la sociedad: ¿para qué literatura?, ¿para qué algo cuya utilidad no
existe? Y más: ¿para qué algo que habla de la muerte (o del amor o de la
felicidad o del sexo…)? Dejemos las cosas como están, parecería sugerirse en el
reclamo; aceptemos el estado de cosas del mundo (el nuestro, uruguayo, pero el
estado del mundo en general, el capitalismo y sus derivados); no interpongamos
el problema del sentido en la plenitud de nuestra relación con las cosas, esto
es, hagamos a un lado la opacidad de las palabras y de la realidad que
articulan y organizan en beneficio de la claridad y la transparencia de los
objetos.
Si la vida ya está lo
suficientemente cargada de problemas y dramas, para qué añadirle cosas feas con
la literatura de Quiroga, con la de Paco Espínola, con La Ilíada o la Divina Comedia.
El mundo está demasiado podrido como para pudrirlo más: démosles felicidad express a nuestros alumnos, una
felicidad rosa que los ponga a resguardo de la vida misma y de sus injusticias
y oscuridades. Dejemos al loco de Quiroga con sus muertes y suicidios y que
cada uno haga su vida a la medida del mundo que le escapa a la problematización
del sentido y la experiencia. Saquemos de nuestro diccionario cotidiano la
palabra desacuerdo, que solo complica
el placentero fluir de la única vida que viviremos y a la que hay que exprimir.
La pregunta por la utilidad de la
literatura se actualiza bajo el ropaje de un reclamo inscripto en el zócalo del
intercambio monetario: yo pago por un servicio educativo y, por lo tanto, tengo
el derecho a reclamar qué se le debe enseñar a mi hijo y qué debe hacer el
docente al respecto. Y como pago, puedo destituir la literatura como un campo
inútil, que solo sirve para obstaculizar y retrasar la felicidad de los hijos
de todos, bañada de medios masivos de comunicación e insensibilidad.
3.
De este modo, la adecuación se
vuelve más perversa, más paranoica, y la literatura queda brutalmente reducida
a un puñado de figuras conceptuales (genéricas, retóricas, narratológicas,
estructurales, sociológicas) que se ofrecen como parte de un tiempo que hay que
llenar con asignaturas y que, en el mejor de los casos, sirve para tener alguna
idea de cultura general. Reverso sombrío de la consideración del otro a partir
de la pregunta por el sujeto, por su inconmensurabilidad radical, la adecuación
como criterio didáctico convierte a ese otro en un ser no-político, impregnado
de una anestesia crítica funcional a
los tiempos económicos, técnicos y tecnocráticos que corren.
El problema de la literatura, que
es un problema político, concierne al estatuto y la naturaleza de la ficción,
rechazados por el reclamo doméstico dirigido a la Literatura como asignatura
liceal y como tradición y régimen de escritura:
Pero la ficción, como sabemos desde
Aristóteles, no es la invención de mundos imaginarios. Es ante todo una
estructura de racionalidad: un modo de presentación que vuelve perceptibles e
inteligibles las cosas, las situaciones o los acontecimientos; un modo de
vinculación que construye formas de coexistencia, de sucesión y de
encadenamiento causal entre los acontecimientos, y da a esas formas los
caracteres de lo posible, de lo real o de lo necesario.[1]
En este
mismo sentido, poniendo el acento en el cuestionamiento de la lengua como
instrumento comunicativo, argumentaba Barthes:
Entiendo por literatura no un cuerpo o una serie de
obras, ni siquiera un sector de comercio o de enseñanza, sino la grafía
compleja de las marcas de una práctica, la práctica de escribir. Veo entonces en
ella esencialmente al texto, es decir, al tejido de significantes que constituye
la obra, puesto que el texto es el afloramiento mismo de la lengua, y que es
dentro de la lengua donde la lengua debe ser combatida, descarriada: no por el
mensaje del cual es instrumento, sino por el juego de las palabras cuyo teatro
constituye.[2]
El malestar
del padre que reclamaba la eliminación de Quiroga de las clases de Literatura
durante la pandemia (y sabemos que, secretamente, ese reclamo boga y brega por
la abolición entera de Quiroga) es síntoma de una intolerancia a la lengua, a
la “polulación” del desfasaje entre las palabras y las cosas en nombre del cual
se toma conciencia de la estructura de sentido de la realidad y se ejerce la
crítica.
No hay
metalenguaje, decía Lacan, o no hay Otro del Otro. Esto es: no hay un punto exterior
al lenguaje en el que pudiéramos ver y decidir su verdad, la plenitud del
referente. Por ello, la lengua siempre se critica con la lengua propia (la lengua en un eterno
comparecer ante ella misma), en el juego de la demanda de sentido sobre la que
se sostiene el imaginario de la comunicación (la estabilidad imposible entre
los signos y sus referentes; la tan anhelada correspondencia entre los
enunciados proferidos y los estados de cosas del mundo denotados; la creencia en
que los equívocos del lenguaje son un fenómeno residual, secundario,
susceptibles de componerse atendiendo bien al mundo extralingüístico). Y en
este juego está en juego el drama mismo de la vida (la muerte, el amor, la
felicidad, el sexo, etc.), que el reclamo del padre quería extirpar ya no solo
de las clases de Literatura de su hijo, sino del pensamiento mismo.
[…] el saber que ella [la literatura]
moviliza jamás es completo ni final; la literatura no dice que sepa algo, sino
que sabe de algo, o mejor aún: que
ella les sabe algo, que les sabe mucho sobre los hombres. Lo que conoce de los
hombres es lo que podría llamarse la gran argamasa
del lenguaje, que ellos trabajan y que los trabaja, ya sea que reproduzca la
diversidad de sociolectos, o bien que a partir de esta diversidad, cuyo
desgarramiento experimenta, imagine y trate de elaborar un lenguaje-límite que
constituiría su grado cero. En la medida en que pone en escena al lenguaje –en
lugar de, simplemente, utilizarlo–, engrana el saber en la rueda de la
reflexividad infinita: a través de la escritura, el saber reflexiona sin cesar
sobre el saber según un discurso que ya no es epistemológico sino dramático.[3]
Este es, en definitiva, el
problema: que la literatura sabe del hombre, de su drama, y de los
desgarramientos de la realidad.
Notas
[1] Jacques Rancière, El
hilo perdido. Ensayos sobre la ficción moderna, Buenos Aires: Bordes
Manantial, 2015, p. 12.
[2] Roland Barthes, “Lección inaugural”, en El placer del texto y Lección inaugural,
Buenos Aires: Siglo XXI editores, 2006, p. 123.
[3] Ibíd., p. 125.
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