El placer de la lectura (I): alegato a favor de la incomprensión
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"Sobre la escena del texto no hay rampa: no hay detrás del texto alguien activo (el escritor), ni delante alguien pasivo (el lector); no hay sujeto y un objeto. El texto caduca las actitudes gramaticales: es el ojo indiferenciado del que habla un autor excesivo (Angelus Silesius): 'El ojo por el que veo a Dios es el mismo ojo por el que Dios me ve'" (Roland Barthes, El placer del texto).
"Para poder definir al lector, diría Macedonio, primero hay que saber encontrarlo. Es decir, nombrarlo, individualizarlo, contar su historia. La literatura hace eso: le da, al lector, un nombre y una historia, lo sustrae de la práctica múltiple y anónima, lo hace visible en un contexto preciso, lo integra en una narración particular" (Ricardo Piglia, El último lector).
Echemos
mano al recurso de la anécdota. Cuando estaba terminando mi infancia, me
llamaba la atención, casi a diario, un pequeño libro que había en la biblioteca
de mi casa (que, por cierto, no era para nada profusa), un libro que estaba más
allá del alcance de mis brazos. Las primeras veces que reparé en él solo lo
miraba. Más adelante, opté por subirme a una silla y explorarlo de cerca. La
edición era fea, frágil, blanda, quiero decir, debía ser alguno de esos libritos que salían con este o aquel diario, más cierta suma de dinero. Sin embargo, el aura de ese libro no
tenía que ver con la edición (incluyendo el dibujo de la tapa), sino, sobre
todo, con el nombre del escritor. Ese nombre yo lo había oído alguna vez, o
creía haberlo oído. No puedo asegurarlo, como tampoco podía asegurarlo
entonces. Pero tenía la certeza casi total de que el aura del libro estaba ligada al
nombre del escritor, y solo al nombre, ya que no tenía conocimiento alguno de
sus textos. Juan Carlos Onetti decía en algún lugar de la tapa, y en otro, “La
novia robada”.
Después
de haber leído de cerca el nombre, el libro permaneció en su lugar un tiempo
más. Hasta que un día, camino al baño, lo tomé. Con cierto temor lo abrí (era
un libro de Onetti, a fin de cuentas, visto el hecho retrospectivamente) y, de acuerdo con mis expectativas, no
entendí otra cosa que algún verbo familiar, de uso doméstico, y quizás dos o tres
palabras más. Esto es: puedo decir que entendí más de una palabra, de hecho que
las entendí todas o casi todas, pero esas palabras puestas ahí, juntas, componiendo
algo superior a ellas (más allá o más acá de la historia, de la trama del
relato), eran inaccesibles para mí. Había ahí algo distinto de las palabras
sencillamente combinadas unas al lado de las otras; había ahí algo por debajo, algo
poderoso.
Nunca
pude pasar de la primera página. Y sin embargo, me obstinaba en seguir
leyéndola, luchando contra el léxico y la sintaxis; estaba empecinado en
extraer algún significado importante, un significado oculto, algo que pudiera
llegar a cambiar mi vida, cierto aburrimiento cotidiano que no podía vencer
jugando a la pelota o mirando la televisión. Ese momento nunca llegó, nunca pude
saber qué decía esa primera página. Pero me di cuenta de que el placer de la
lectura (eso que hoy sé que se llama el placer de la lectura) estaba en una
promesa: la promesa de que algún día iba a lograr entender la primera página, y
también el libro entero; de que algo iba a suceder con mi mundo.
*
“La
novia robada” comienza diciendo:
En Santa María nada
pasaba, era en otoño, apenas la dulzura brillante de un sol moribundo, puntual,
lentamente apagado.
Es
claro que las palabras de este enunciado son sencillas, aunque no todas
domésticas. Como sea, son palabras que se entienden, cuyo significado está “a
la mano”. Sin embargo, en aquellos lejanos días del fin de mi niñez no podía
captar lo que decían, ese “resto” o “excedente” que yo advertía, no tanto
porque me diera cuenta de que había, efectivamente, un significado “añadido” a
lo que leía, sino porque yo pensaba que nadie, y mucho menos Onetti, se tomaría
la molestia de escribir para decir solo lo que se veía a simple vista.
El
placer de la lectura que yo sentía, un placer que, huelga decirlo, era algo
con lo que “sufría”, algo que no parecía implicar nada satisfactorio en primera
instancia (expresión que suena a juicio y juzgado), estaba precisamente en esa percepción de saber que había un “excedente”
de significado que valía la pena descubrir. Como dije, nunca di con él
entonces. Ahora, en cambio, puedo darle forma a esa intuición que me hacía
perseverar más allá de las sucesivas “derrotas”.
Hay,
creo, una cadencia, un ritmo, una forma de decir que interesa, que fascina, que
subyuga: “apenas la dulzura brillante de un sol moribundo, puntual, lentamente
apagado”. Hasta ese momento no sabía que el sol pudiera estar junto a ese tipo
de palabras; hasta ese momento creía que el sol simplemente salía y se
ocultaba, que era clave para nuestra vida y, a lo sumo, que constituía un
espectáculo cuando el poniente en una playa. Básicamente, mi registro del sol
era científico o pseudocientífico, y lo que no era de este tipo tenía que ver
con lo que les escuchaba decir a las personas en sus conversaciones corrientes, triviales. ¡Pero un sol inmerso en ese
ritmo, en ese juego de contrastes que sintetiza en una misma oración su belleza
y el momento de su declive! Ese ritmo era otro modo de decir y, más importante
aún, de sentir, de percibir el mundo entero. Hay en ese ritmo una potencia de
pensamiento, de reflexión, de producir sentido; hay la posibilidad misma de
pensar.
¿Cómo
un sol, responsable de la vida, puede estar “moribundo, puntual, lentamente
apagado”? ¿Cómo puede apagarse de a poco y parecer que muere, que (se) extingue (en) sus
últimos destellos de esa “dulzura brillante”? Evidentemente, ese sol no era el
sol que yo veía todas las mañanas cuando me levantaba para ir a la escuela; ni
siquiera el sol de los días de playa en vacaciones. Menos aún era el sol de los
libros, de los documentales televisivos. Era radicalmente otro sol, el sol de
la literatura. Y por ello era un sol que, sin cegar, me capturaba, me envolvía
en su estirado ritmo sintáctico y en la bella combinación de las palabras: era
un sol al que esas palabras le pertenecían.
Otro
ejemplo:
Nada sucedió en Santa
María aquel otoño hasta que llegó la hora –por qué maldita o fatal o
determinada e ineludible–, hasta que llegó la hora feliz de la mentira y el
amarillo se insinuó en los bordes de los encajes venecianos.
Aquí, el tercer párrafo completo. Como es fácil imaginarse, estas palabras me
resultaban profundamente oscuras, incomprensibles. ¿Pero de dónde podía extraer
yo el placer de leerlas? La respuesta es sencilla: de la propia oscuridad, de
la promesa de que en algún momento esas palabras iban a ser más amables conmigo
y me iban a revelar su secreto. Por lo pronto, el secreto de que la hora
perentoria que había llegado es la misma hora perentoria que llega siempre,
irreductiblemente fatal, y, sin embargo, el narrador estaba jugando con la
creencia en la maldición y la fatalidad de las horas que llegan para cambiar el
rumbo de las personas. Y así parece ser en la vida: nada sucede hasta que llega
la hora y, por fin, algo sucede.
Y debo agregar: veo también el placer de la lectura en la lectura reiterada del mismo pasaje, y en su lectura en voz alta. Es decir: un pasaje que, por alguna razón, hipnotiza suele esconder algún sentido cuyo arribo se
convierte en ese placer que buscamos cuando leemos. Este placer no se limita,
desde luego, a la literatura, pero en esta encuentra su mayor expresión, su
potencia (política) más significativa. De nuevo Onetti. Primer párrafo de El pozo:
Hace un rato me estaba
paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez.
Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol,
viejos de meses, clavados en la ventana en el lugar de los vidrios.
Inicio
del segundo párrafo:
Me paseaba con medio
cuerpo desnudo, aburrido de estar tirado, desde mediodía, soplando el maldito
calor que junta el techo y que ahora, siempre, en las tardes, derrama dentro de
la pieza.
Dispuesto
a leer y a avanzar en la lectura, no puedo pasar de la primera página, no puedo
pasar de estas líneas. Algo me retiene, incluso me molesta. El placer de la
lectura empieza precisamente cuando se instala una incomodidad, cuando hay algo
que rompe la armonía que esperaba recibir del texto. Y he aquí que, no sin
esfuerzo, advierto que yo también estoy atrapado por la sintaxis pesada y pegajosa
de la narración, por el calor y la humedad que experimenta el narrador en ese
cuartucho de pensión.
Bien.
Pero esta imposibilidad de avanzar, imposibilidad placentera, no tiene que ver solo con una cosa ligada estrictamente a mi cuerpo, es decir, algo así como una conexión de goce gracias a la cual experimento ciertas sensaciones
como si estuviera conectado a mi propio cuerpo mediante una vía por cuyo
interior alguna especie de líquido me produjera ese goce, esa satisfacción.
Pienso que el placer que me causa la lectura es, también, intelectual, en el sentido de que entiendo el recurso, advierto el procedimiento
narrativo y, además, ya estoy en condiciones de reproducirlo, de emplearlo en
algún texto que tenga que escribir o en alguna conversación trivial; y es un tipo de placer que, desde luego, intensifica lo afectivo. Las pausas
cortan el ritmo fluido de la narración, hacen que la escritura “se mimetice”
con lo que cuenta. El “maldito calor” está completamente derramado en la
escritura y, por ello, fascina.
Pero
también advierto que la descripción del cuarto produce un marcado efecto de
ajenidad, como si el narrador no tuviera que ver con ese lugar, como si fuera,
incluso, un objeto más. Todo este efecto se sostiene en el “Hay”: el narrador
sencillamente da cuenta de lo que ve; enumera, pone una cosa al lado de la otra
y, al mismo tiempo, él mismo desaparece como narrador, mientras los
objetos del cuarto se hacen con cierta vida: “sillas despatarradas” (el adjetivo se
emplea fundamentalmente referido a personas) y “diarios tostados de sol” (los
diarios tienen un color que los inscribe en el orden de la vida, no son mero
papel frío). De este modo aprendo el lenguaje, entiendo que todo lenguaje lleva
consigo una marca de uso, esto es, que todo lenguaje produce sentido (siempre
social, intersubjetivo), un sentido que acepto sin saber que lo he aceptado (esta es la
condición primera del funcionamiento del lenguaje, y es una condición de la que
no podemos escapar porque, cuando llegamos al mundo, el lenguaje,
sencillamente, nos “atrapa”. Afuera del lenguaje, solo hay ruido).
Un ejemplo más. Encuentro un extraño placer en la lectura de Vallejo, en su hermetismo a veces impenetrable. Allí está, más clara que en
cualquier otro lugar, la promesa de la comprensión, la potencia de tener que
volver a leer los versos muchas veces, buscar y rebuscar en los significantes el significado, en
la posibilidad de que se revele alguna secreto del mundo.
Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante
ellos,
La resaca de todo lo sufrido
Se empozara en el alma… Yo no sé!
Así dice la primera estrofa de “Los
heraldos negros”. Así aprendí que Dios es un tipo jodido que puede llegar a
odiar, que puede tomarse venganza. Supe que Dios es una persona
extremadamente frágil, que necesita golpear para imponerse, para que sus
designios se cumplan, porque, de lo contrario, nadie le daría bola.
También entendí que el alma es
–¡cómo no me di cuenta antes!– un pozo (y entonces comprendí mejor a Onetti) y
que en él no hay sino resaca, restos de sufrimiento, de dolor, de oscuridad y
barro.
Vallejo es difícil. Su lectura es
una pura promesa de comprensión, y un tratamiento contra el fracaso. ¿De dónde
provienen los golpes de los que habla el yo lírico? Parecen, sencillamente,
ocurrir. Las circunstancias no se especifican. Nada hay que nos permita saber
si vienen de un hijo perdido, de un abandono amoroso. Solo están, se constatan:
“Hay”. ¿Y qué es la vida sino los golpes, como propinados por el mismísimo
Dios? Es que Dios los propina, y lo hace porque necesita hacerlo, ya que Dios
debe obligarnos a creer en él. Dios es, ciertamente, autoritario.
Para
mí, esto es el placer de la lectura, el placer del comentario, de la
reflexión, del descubrimiento de que en las palabras de la literatura hay una
potencia de pensamiento que podemos experimentar y que, cuando lo hacemos, cuando
logramos experimentarlo, nos introduce de lleno, lo advirtamos no, en la política. Y si esa potencia de
pensamiento no puede ser reconocida aún, es el énfasis puesto en el “aún” el
que mantiene intacto el placer de la lectura. En definitiva, el placer de la
lectura es, creo, ese “aún”, porque, de lo contrario, no hay placer ni
literatura.
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