Cuaderno de abstinencia (fragmentos)



Por Leonardo de León


Justo antes del comienzo, una pausa dramática y silenciosa. Entonces sí. La música del lenguaje se enciende y brota con la gracia del humo hacia un destino indefinido.

Decidí dejar de fumar, desde entonces no puedo permanecer en la casa. Deambulo sin sosiego. He llegado a la edad del desorden y la aniquilación, la edad de una sospecha aterradora: tal vez todo lo que he vivido hasta el momento no ha sido más que una simple coartada. ¿Para qué? Para llegar hasta aquí.

Camino. Cruzo. Saludo. Apuro el paso. Me detengo. Me valgo de cualquier pretexto para salir. Doy vueltas y vueltas. A veces estoy aquí, a veces allá, pero me asombra descubrir que siempre estoy, inevitablemente, en alguna parte. Estar, siempre estar. Como una maldición, un truco de magia puesto en negativo: el milagro de no poder desaparecer.

Dejé que el humo tomara control absoluto. Es hora de borrar y escribir de nuevo. Para eso mi cuaderno, este cuaderno. Mientras escriba no estaré fumando.

El dolor se encarga de trazar la línea crítica que delimita la realidad. Cuando la libertad se excede, el dolor es la señal del exceso o de la infracción, la cerca electrificada que sacude y frena al incauto, el recordatorio íntimo de su pequeñez. Hasta el preciso momento en que el dolor hace su irrupción, uno crece, desea y se esparce sin preocupaciones. Escribo para fundar una vida más allá del dolor. Más allá de lo real.

La idea es muy sencilla: sustituir la errancia del humo por una escritura errante.

El cuaderno se propone registrar, al detalle, la vida de su autor.

A veces me desdoblo.

Vida afuera, vida adentro. Si digo afuera, el afuera es mío. Pero si alguien mirara ese afuera desde un afuera más lejano, un poco más allá, me vería dentro del afuera que me pertenece.

Me he autoimpuesto la consigna de no tachar. Escribir sin corregir equivale a vivir como si en cada paso te jugaras la vida. Nadie puede vivir así. Muchos han escrito de ese modo.

En realidad, también lo dejé por pedido de la niña.

Hoy encontré este lugar por casualidad y lo volví mi guarida. Aquí la temperatura es adecuada, no abusan del volumen de la música, las meseras me tratan con respeto y sonríen de vez en cuando. Me entretengo espiando a los comensales. Y está prohibido fumar.

El nueve, el número nueve, el número de mi mesa. De todos los dígitos del sistema decimal el nueve es el único que al invertirse adopta la forma de otro. Ahí está el nueve, totalmente nueve, absolutamente nueve, nacido nueve para siempre, a punto de alcanzar el diez. De pronto algo se invierte y el nueve se vuelve seis, un seis desfasado: a cuatro pasos de la decena y sin embargo a uno. Lejos pero cerca. Una impostura real, matemáticamente irrefutable. Igual que cuando fumas y un día dejas de fumar, y el mundo queda patas arriba. Y aunque aparentes no fumar, sigues fumando. Un seis que siempre será nueve.

Escribirlo todo. ¿Todo? Sí. ¿Y qué es el todo? Resulta difícil de responder. Digamos que el todo es aquello que continúa siendo lo que es incluso luego de quitar todo lo que lleva dentro. No lo entiendo. No importa, ya lo entenderás.

Mi último cigarrillo no tuvo nada de especial. Lo fumé en la plaza, no muy lejos de aquí, al mediodía. Me dije: este es el último. ¿Lo será? Para averiguarlo tendré que aguantarme las ganas. Ya no ser, nunca más, la causa y el efecto de la errancia del humo. Errar de otra forma hasta el día de mi muerte. Eso es mucho tiempo. Mucho tiempo para descubrir algo.

La experiencia no sirve de nada, salvo para afinar y refinar el ejercicio de la especulación. Las variaciones, formatos y circunstancias del acontecer emergen en una vastedad inatrapable: nada parece darse de un modo idéntico a como lo hizo en el pasado. Esa asombrosa diversidad de la vida nos desconcierta inevitablemente. Solo el filósofo y el artista se benefician del juego de imprecisiones. El hombre común simplemente las sufre, al punto de incurrir en el consuelo imaginario de las conclusiones.

La maldad se esparce, el bien se recluye.

Afuera del Café el mundo se despliega como en cualquier otra parte.

La rama ignora lo que sabe la raíz.

¿Hay suicidas por aburrimiento?

El yo-maduro habla con su yo-joven, pero el yo-joven no habla demasiado con su yo-niño. ¿Quién habla con el yo-niño? El yo-anciano.  ¿Y con el yo-anciano? Nadie.

Llaman para convencerme de comprar un teléfono nuevo. Uso el teléfono viejo para hablar, responder, y colgar. Ergo: El teléfono viejo funciona perfectamente. No necesito un teléfono nuevo.

La escritura nómade en el cuaderno quieto. La frase inmóvil, como una piedra, rodeada por el río de la conciencia.

Creo que hacía bien en esconderme de la niña para fumar. ¿Por qué le escondo ahora mi decisión de dejarlo?

El humo se aleja de su origen.

Y el lenguaje tan inquieto como el humo.

Crucé en amarillo. Crucé la cebra pensando en un león de cemento acechándola.

En la escuela las madres se aglomeran y complotan. Los padres se dispersan y se evaden.

Ayer apareció una hormiga sobre el teclado de la computadora y me propuse seguir escribiendo sin aplastarla. Su recorrido anulaba letras y por tanto palabras, sentidos, posibles derivaciones a partir de esos sentidos. La hormiga ejercía una censura indiferente que dirigía y determinaba la naturaleza del mensaje. Su pequeñez pautaba cambios gigantescos. Ella escribía tanto como yo. Y quizá mejor.

Me acordé de que traum, raíz de trauma, significa sueño en alemán. Vivir un trauma corta la nitidez como entrar en un sueño: absurdo, inverosímil, insensato, algo más real que lo real. El trauma de dejar de fumar. El sueño de lograrlo mientras la realidad se vuelve absurda, inverosímil e insensata, más real que lo real, como sumida en una niebla que contiene la densidad del humo exhalado durante toda tu vida. Tu otra vida. Tu vida de fumador que ahora se parece a un sueño.

Me detengo en la asombrosa ingeniería de mi lapicera: la tinta se libera cuando la esfera del vértice presiona el papel. ¿Una escritura esférica? ¿No tiende el humo a describir círculos en el aire? Todo estará bien si nadie lo menciona.

Tengo sueño, y reunión a las tres. Quizá una mínima siesta después del almuerzo.

Hoy el Café se parece a una secta de tímidos.

Ladran a lo lejos. La mosca contra el vidrio como un cortocircuito. Y en el cerebro, dice la televisión, hay un verdadero lenguaje eléctrico: luz organizada. Una tormenta de relámpagos. Tormenta lógica. Una tormenta de ideas, literal.

Anodino me parece un calificativo a punto de serlo. Es anodino agregar anodino a la oración.

Me acordé de que conozco un equilibrista de Libra.

En la mesa siete un hombre de barba hirsuta y renegrida escucha a una mujer demasiado gestual sin inmutarse. Su barba opera como un muro, una barrera, aislando las palabras de la mujer. Como un eufemismo aplicado a la escucha.

La sombra de una enredadera no está enredada, está en el plano. Si quieres desenredar una enredadera, mira su sombra. Si quieres desenredar una oración intrincada, lleva el lenguaje a otra dimensión.

Imagino un blanco extenso, lozano y permanente. Un blanco total. Allí, en alguna parte de ese espacio, me digo, se encuentra el tiempo. Un tiempo sin materia denunciante, es decir, sin nada para envejecer. Un tiempo loco y vagabundo en busca de asidero. Vivo pero muerto. Un tiempo zombi.

Desplazar la idea del blanco como signo de vejez, al blanco como eternidad. La página se mantiene eterna mientras se conserva en blanco. Envejece cuando la escribo. Le doy tiempo. La vuelvo mortal. Pero aunque la página pueda morir, arder o ser olvidada, la escritura no envejece, igual que no envejece el humo. Simplemente desaparecen.

Envejece el fumador. Envejece el escritor. Ambos se esfuman. Se es. Fuman.

¿Cómo sería una oscuridad que se ilumina y permanece oscura?

El lomo desvencijado de un libro como signo de un lector que se ha roto el lomo.

Ver mi propia casa, desde afuera, con la luz encendida. Desplumar el pensamiento de la almohada. Beber abismo hasta acabar cayendo. Pulir la luz hasta que brille oscuro. Buscar el trébol hasta acabar la suerte. Limpiar la casa hasta quedarme afuera. Y dentro la luz encendida.

Persignarse es como clavarse una cruz imaginaria. ¿Autoflagelación sublimada?

Entra al Café un compañero de trabajo. No me reconoce. O no me vio. Ojalá no me haya visto. Elige la mesa dos. Escucho que se deshace en disculpas y agradecimientos por las molestias que supuestamente ha causado al preguntar por el menú vegetariano. Siempre me ha molestado si intención de no querer molestar a nadie.

En la televisión entrevistan al portero de un museo. Alguien encargado de vigilar un museo jamás podría apreciar su contenido, me digo. La vigilancia es la contracara de la observación.
Y la literatura una forma refinada de la chismografía.

La página como un signo desnudo.

Todo relieve es luz que se arruga.

Busco ser alguien para desdecirme.

Mi cara se endurece. Mi máscara se entibia.

 Ícaro no tiene moraleja. Dejémoslo volar, dejémoslo caer.

El infierno no puede ser verdaderamente infernal si está dotado de orden. Dante acaba edulcorando el caos propio del infierno al otorgarle una estructura tan férrea y controlada. En el fondo comprendo sus motivaciones: no solo obedece un sistema de ideas, necesita que el infierno se vuelva un reino posible de ser escrito.

La página del cuaderno es vertical y la escritura avanza en horizontal. Quien escribe traza una cruz invisible. Crucifica el sentido para provocar una gloriosa resurrección. El verdadero infierno se halla en las afueras del lenguaje.

En la televisión del Café: un paracaidista cayendo, casi ingrávido, como una nota musical.

Antes de entender lo que entiendo, debería entender por qué.

La escritura no duerme. El lenguaje no descansa. El escritor sí. Ese es el problema.

¿Qué tan lejos o cerca del infierno se encuentra este cuaderno?

La inteligencia liga, la estupidez separa. Pero hay un momento en que la inteligencia debe ser estúpida, permitirse la estupidez, y separar antes de unir.

La señora de la mesa ocho pide un cappuccino, luego le dice a su acompañante: la persona más inquieta que conozco quiere ser estatua viviente. Me pregunto cómo nació el oficio, cómo se entrena, cuándo sabes con certeza que ya estás listo. Podría decirse que ser estatua viviente consiste en invertir la astucia cotidiana: mientras la gente anda como muerta simulando una vida, la estatua vive y simula estar muerta. La estatua cobra vida, o recuerda que la tiene, cuando recibe unas monedas. Me ahorro la moraleja.

La niña se lastimó el dedo con el paraguas. Una herida leve. Insistió en que le comprara una curita. A los dos segundos de colocársela dejó de llorar. No sabe nada del dolor, por eso se queja tanto. Si la sigo cuidando así se quejará toda la vida. Y seguiré cuidándola así. Será de las que se quejan. Sí. De las que no aguantan. De las que fantasean con renunciar. De las que se ahogan en un vaso de agua. De las trágicas. De las pesimistas. De las que no se relajan. De las que no se perdonan errar. De las que culpan a los padres porque no le enseñaron a sufrir. De las que fuman para aguantar o para olvidar o para dejar que pase o para que pase algo. De las que no ven una causa válida para dejar de hacerlo.

Hora de irme. ¿Cuándo llegará la hora de quedarme?

Indagar en mí mismo, hasta el fondo, para dar con la fábula. O usar la fábula para ahondarme y dar conmigo. Blandir la fábula como una espada para dar con el Otro. O que el Otro sea mi espada y decapite mi fábula.

¿Vivir a ciegas para vivir mirando o vivir mirando para morir a ciegas?

Un café, por favor. En vaso. Edulcorante.

La señora está mal de la cabeza y no quiere hablar conmigo sino con ella, le digo a mi padre. Ni siquiera con ella, dice él. Pero quiere hablar, sin embargo, ¿no? Y sí. ¿Vos a veces no querés escribir aunque no digas nada? Buen punto.

La fiebre congenia con la realidad porque la realidad se encuentra siempre afiebrada. De ahí que los enfermos sean más reales que los sanos.

 Los lunes son ambiguos. Los martes largos. Los miércoles son comunes. Los jueves ásperos. Los viernes nerviosos. Los sábados neuróticos. Pero los domingos son, hora tras hora, los amos del peligro.

 ¿Tengo el pie derecho apoyado fuera de lo real o solo está dormido? Tal vez esté soñando. ¿Con qué? Con ser el otro pie, el pie que está despierto. Mientras el sueño transcurre soy, pues, doblemente zurdo.

El Café no abre los domingos.

Pelea de pareja, aquí cerca, en la mesa ocho. La discusión terminó hace más de media hora, seguramente la prolongan para atender a las reacciones y confirmar que cada cual es importante para el otro. Pelean y juegan, aunque es verdad que por momentos se malentienden. Las personas no pueden esperar de sí más que eso: una sucesión fatigosa de malentendidos, juegos de lenguaje que siempre instalan una suerte de hiato entre un hablante y otro. Se abre entonces una densa sospecha: los momentos de plenitud en el amor tejen un pacto sin palabras. Y ese lenguaje secreto e intocable es apenas escrutado por la razón y las fórmulas lingüísticas, queda singularmente herido, mal hablado.

Dos ladridos: uno grave y lejano, otro más agudo y cobarde, aquí cerca. Por encima, o trenzado a los ladridos, el grito de un tero. Los ladridos cesaron. Imagino a los sonidos como gases de diferentes colores encerrados en una habitación, atacándose entre sí.

Lo más interesante del paranoico es que se sabe vigilado y por eso vigila. Vigila procurando descifrar la lógica y las razones de esa vigilancia. Mira porque se sabe mirado. Ejerce una mirada defensiva frente a otra, unánime y secreta, que reconoce hostil. La paranoia pone en marcha una defensa que copia e invierte el mecanismo agresor: un aliarse al enemigo para derrotarlo con su misma fuerza. He ahí la clave del sufrimiento: la operación anticipa un fracaso inevitable porque el paranoico ejerce una mirada limitada, torpe, reducida, humana, frente a un ojo omnipresente que vigila desde cualquier ángulo, desde cualquier cosa: una nube, un pájaro, un cenicero, una piedra, un árbol, una brisa, una palabra. La tragedia de la mirada humana que es tragada por la mirada de dios. Un ojo aterrado en una cara frente a un ojo multiplicado y feroz, extendido al mundo. Acaso la utopía desquiciante del paranoico sea la de alcanzar una mirada tan intensa y total como aquella de la que se sabe objeto: mirar a dios con el ojo de dios. Mirar al mundo con el ojo del mundo. Ser dios, ser el mundo, y no un hombre. Anular esa desproporción. La paradoja más fuerte está en que, sin saberlo, y como condición de su juego, esa mirada que el paranoico siente externa ha sido, en verdad, originada por él. Ha sido él, y no otro, quien ha plantado esa pupila endiosada en el corazón de las cosas. El paranoico juega a ser dios al sentirse centro de la amenaza. Juega a ser dios en el intento de apaciguarla. Juega a ser dios desde el inicio, porque la amenaza está en él. En otras palabras: ya es dios, ya se ha disgregado en el mundo, y no lo sabe. No quiere saberlo.

Se acerca mi cumpleaños. Y cae domingo.

La muerte debe ser como una puerta de vidrio con la que uno se choca sin darse cuenta, como le acaba de ocurrir a ese hombre tan apurado por salir del Café. O mejor: la muerte como una puerta de vidrio que permanece abierta. No impactas con ella, solo pasas. La cruzas sin saber. Luego lo explico.


Pintura: Honoré Daumier, "Los fumadores" (1855).

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