Convivir con el virus
Por Fernando Flores Morador
La economía
política considera que los actos tienen valor en función de que satisfagan una
necesidad. Si, además, las cosas escasean, se vuelven mercancías. En ese caso
las valoramos y podemos intercambiarlas por otras mercancías. “El valor no es
nada inherente a los bienes, no es propiedad de ellos, sino simplemente es la
importancia que atribuimos a la satisfacción de nuestras necesidades, es decir,
a nuestras vidas y bienestar, y en consecuencia, esta apreciación se traslada a
los bienes económicos como la causa exclusiva de la satisfacción de nuestras
necesidades.”[1] Según
esta interpretación, a la que podríamos describir como “subjetivista”, en un
lugar donde el agua sobra, ésta no será una mercancía, a pesar de satisfacer
una necesidad, a no ser que escasee. Es
decir, tendría “valor de uso”, pero no “valor de cambio”, y sólo las cosas con valor
de cambio tienen valor económico, pasando éstas a ser objeto de estudio de la economía
política. Los clásicos de la economía consideran que hay cosas que son “naturales”,
independientes del hacer de la gente. Pero las cosas no pueden existir
independientemente de la gente. Obsérvese que, si el agua satisface una
necesidad, al beberla generará orden.
El agua sola, corriendo por el río, no es el agua que bebemos. Para beber el
agua del río hay que ir por ella, recogerla en un cubo y luego beberla. Esta
serie de actos genera orden y por tanto tiene un valor al que llamaremos “organizacional”.
Es este orden el que genera el valor de las cosas. En una relación social, a
igual orden, igual poder-hacer. Si Juan y María tienen igual acceso a la llave
de su casa, ambos tienen el mismo poder hacer respecto al objeto “casa”. Pero
si sólo uno de ellos tiene acceso a la llave, el poder se distribuirá en forma
desigual. La “llave” es una forma del valor organizacional. A más valor
organizacional, más poder. El beber agua genera orden, pero si además escasea,
generará orden que empodera. Si el
agua escasea, habrá que traerla desde lejos y de esta manera el valor
organizacional del acto de beber agua aumentará. Si el agua se privatiza, el
título de propiedad será la “llave” que empoderará al propietario. En otras
palabras, la escasez, espontánea o provocada, aumenta el valor organizacional
de las cosas, porque para proveerse de ellas, habrá que actuar más. En realidad, el valor no tiene nada que ver con la
satisfacción de necesidades, sino con lo
que hacemos para satisfacerlas.
El orden generado puede medirse, entonces,
en función de las decisiones tomadas
al actuar. A más decisiones, más valor organizacional. “Quedarse en casa” frente
a la pandemia, por ejemplo, es una decisión basada en el saber hacer. Teóricamente,
“quedarse en casa” y “salir de casa” son decisiones basadas en una misma
alternativa, por lo que ambas generan el mismo valor organizacional. Pero ante
la pandemia, “quedarse” equivale a crear
orden, mientras que “salir” equivale a crear
desorden. La razón la hallamos en la
experiencia, la cual está basada en más decisiones, porque saber hacer implica
el descarte previo de decisiones erróneas.
El hacer en el hogar genera un valor
organizacional que tiende a ser igualitario, por lo que no necesariamente empodera;
además, este valor también se puede medir. Si, por ejemplo, en un país el
sorteado de la basura tiene tres momentos, y en otro tiene cuatro, este último
generará más valor organizacional que el primero, en tanto implica la toma de más
decisiones, y cuantas más decisiones tomadas, más valor generado. Un barrio con
aceras limpias será más rico en valor organizacional que otro más sucio, aunque
nadie se empodere con ello. Para los clásicos de la economía política, los
actos se dividen en remunerados y no remunerados, llamando “trabajo” a los
primeros. Los actos no remunerados, como las actividades realizadas en el hogar,
no pueden ser equiparados al trabajo porque no empoderan. Observamos que el
confinamiento provocado por la pandemia refuerza las tareas en el hogar en
desmedro del trabajo. Sabemos que el SARS-COV-2 afecta el trabajo, porque al
trabajar, aumenta el riesgo de contagio y el trabajador puede enfermar. La
pandemia “des-empodera” a la sociedad, porque ha convertido a los mercados en
una amenaza para la vida y ha desmontado el trabajo, sustituyéndole por una
serie de actos solidarios.
Pero la sociedad moderna necesita del
mercado, y para asegurarse el intercambio, deberá reinventarse. Durante la
pandemia, la carpintera carpintea en casa, del mismo modo que carpinteaba en su
carpintería. Pero al hacerlo espontáneamente, genera un valor capitalizado por
la sociedad es su conjunto. Ahora bien, no todo el mundo carpintea como la
carpintera. Esta sabe carpintear mejor
que el promedio de la gente, de manera que lo que produce, la empodera
socialmente. Este saber hacer empodera
a la artesana, a la empresaria y al asalariado, e indirectamente, a su familia,
a sus amigos y a sus vecinos. Como vemos, el valor generado está también relacionado a la “experiencia”, es decir,
al “saber-hacer”. La satisfacción de las necesidades, de esta manera, no solo
depende de lo que hacemos, sino también, de la
eficacia desplegada en el hacer. Ir al río por agua genera orden, pero
además genera “saber ir al río por agua”. La experiencia permite que algunas
personas lo hagan mejor que otras. El saber hacer empodera, genera más valor
organizacional que el hacer espontáneo. La basura sorteada
deberá ser procesada en el vertedero municipal, y para ello se necesitará
personal especializado, es decir, gente que sepa
cómo procesar la basura. Los “trabajos” son actos empoderados por la
especialización que conllevan, por pequeña que ésta sea. Hay que saber-hacer
como soldadora, financista, pizzero, costurero, feriante y futbolista. Los
economistas le llaman la “división del trabajo”, y no es otra cosa que el saber
hacer específico en el marco de un hacer generalizado. El estudio de los
orígenes remotos de la modernidad muestra que, sin los procesos de
empoderamiento, la sociedad no desarrolla “musculatura”. Más tarde o más
temprano, habrá que salir de las casas, pero mientras no tengamos una vacuna,
habrá que hacerlo con el “pie derecho”; es decir, salir creando orden. La clave está en suprimir los
tocamientos, que hasta hace poco generaban orden, pero que ahora crean
desorden. No dar la mano, no besar, no abrazar, no salivar, no toser ni
estornudar sobre los demás, no matear en rueda, ni compartir el vaso o la taza,
ni el plato ni el tenedor o cuchara. En fin, no intercambiar fluidos bucales
y/o nasales, y tener cuidado sobre todo en el mercado, en donde las mercancías
son portadoras potenciales del germen. Esta abstención del actuar social tradicional
reforzará la ciborgización de las
relaciones sociales; será un paso más hacia las relaciones virtuales. Debemos
ser conscientes de que, si vamos al mercado, quizás compremos “verdura +
germen”, “carne + germen”, “chocolate + germen” en fin, puede pasar que compremos
el “germen + x”. Hoy por hoy, los países ya no se miden por el valor del PBI, ahora lo hacen por el valor-negativo
de la entropía alcanzada “por los tiempos del corona”: EEUU= tantos contagiados
y fallecidos; Brasil= tantos contagiado y fallecidos, Uruguay… Esta medida nos
habla del valor organizacional solidario de un país, enfrentado a la agresión
pandémica, e indirectamente también nos habla de su capacidad real de volver
rápidamente a la vida económica. Volver al trabajo exige cuidarse y cuidar a la
gente porque sabemos que esta es la fuente de toda riqueza.
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