El pichón de papel (Literaria)
Por Fabián Muniz
Tengo
que confesarte que no me gustó tu novela. Tal vez tenga que mentirte: decirte que
qué lindo que escribís, elogiarte el libro como haría tu mamá o una persona
interesada en tener sexo contigo. O quizás tenga que buscar frases enrevesadas,
poco comprometidas, para que mi juicio sea una cosa de nada, insulso, como un
vaso con agua puesto en una pecera vacía. Mirá, tu novela flexibiliza el campo
de semantizaciones bajo las cuales tradicionalmente hemos percibido la noción
de estructura novelística. Che, tu discursividad aboga por la plenitud de la
mirada, entendida como efusividad fragmentaria de la no comprensión del mundo.
No, ninguna de esas alternativas funcionará. Ni la mentira maternal o noviecil,
ni el palabrerío snob sin compromiso. Lo único que valorarás es la confesión.
No me gustó tu novela.
***
Me
acuerdo de la tarde en que me la diste para que la leyera. La llevabas en el
bolso, una cuadernola delgada y enrulada. Te la habías estado callando: que la
habías abandonado, que ya no deseabas escribir, y al final resultó que sí
habías trabajado en ella, como si hubieras estado tejiéndola empecinadamente
con una madeja de alambre en la penumbra de un sótano. Nos estábamos hamacando
en el parque, soñando con que las cadenas, que chirriaban como roedores,
permitieran el gesto improbable, pero quién sabe si imposible, de dar la vuelta
completa. El viento azotaba un secreto apurado en nuestros oídos, la ropa se
inflaba de pasión por el juego nervioso, las nubes se disipaban lentamente,
copulando en la seda enamorada del cielo. Cuando terminamos, embriagados de
velocidad, dispuestos los cuerpos en el mantel que habíamos extendido en el
pasto para empezar con el picnic, abriste el bolso y sacaste ese pichón de
papel humedecido por el miedo, flaquito de ansiedad, mudo, lleno de
interrogantes. Y me lo diste. Y tus ojos eran dos diamantes resignados.
***
Mirando
el techo, tendido sobre la cama, pienso en las palabras justas, que te lo expliquen
sin herirte, amables, indoloras. Tendré que hablarte como si fuera un Apolo que
primero engatusa con la lira para que, en medio del encantamiento, no duelan
las flechas disparadas con el arco. Te diré que todo este párrafo de aquí no
comulga con el tono predominante de la página, que el inicio se demora mucho en
descripciones insulsas en relación con una mejor comprensión del personaje o
del entorno o de la acción, te tendré que detallar la cantidad de veces que se
repiten ciertas palabras, expresiones, como si a pesar de estar escribiendo,
escudriñando el negro sobre el blanco, no hubieras sido consciente de tus
muletillas colándose, esas que te explotan en los labios cada vez que
conversamos sobre cualquier cosa con una botella entre manos y un disco de
fondo sonando en la habitación a media luz. Tendré que cuidarte pero no podré
mentirte.
***
Fue
allá lejos y hace tiempo cuando resolviste finalmente tu deseo. Era tu
cumpleaños. Tu madre te había hecho una torta decorada con una máquina de
escribir, porque veía cómo todas las tardes te sentabas en su escritorio,
tecleabas sobre la hoja que ella había puesto para trabajar durante la noche, y
después girabas el rollo para seguir hasta que la hoja terminaba de llenarse y
la dejabas a un costado para poner otra cuartilla y continuar con la pantomima.
En la torta, el teclado era de gomitas masticables clavadas en escarbadientes,
la barra espaciadora era una oblea delgada y larga, y la palanca era un cono de
galleta relleno de dulce de leche. Una obra maestra. Me acuerdo de que la mirabas
con los ojos llenos de amor, y te daba pena que tuviéramos que comerla. Le
pediste a tu madre que le sacara una foto para que luego pudiera quedar un recuerdo,
y a la semana siguiente irían a la casa de revelado para levantar el sobre que
atestiguara aquella dicha. Y antes de cortarla, tu madre fue acercando el
encendedor a las ocho o nueve velitas, no recuerdo ya, para darles, una a una,
la llama de la alegría, como Prometeo robándoles el fuego a los dioses para
bendecir a los humanos. Antes del soplido, te dijo que no te olvidaras de los
tres deseos. Y cuando ya estábamos revolcándonos en el suelo, acaparando en la
remera plegada sobre sí misma los caramelos y chupetines que habían explotado
luego del escobazo certero en el medio de la piñata, me confesaste que no
habían sido tres, sino uno solo. Escribir.
***
Me
siento en una mesa vacía y pido una cerveza, esperándote. El pichón de papel en
la falda, subrayado, escrito en los márgenes. Me sudan las manos y la cara, y entonces
envuelvo el vaso con las palmas para llevármelas húmedas a la frente y los
cachetes. Noto que las miradas del resto me escrutan, se indignan con lo que
todavía no ha pasado. Y temo que vengas. Y temo que no vengas.
Pintura: Edward Hopper, "Noctámbulos" (1942).
Pintura: Edward Hopper, "Noctámbulos" (1942).
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