Agua que cae (Literaria)


Por Santiago Cardozo González


En los días de lluvia el agua se filtraba por una de las paredes centrales del living. Contra los tapones de la luz, caía lenta en líneas paralelas hasta tocar el zócalo y, segundos después, el piso. Era preciso correr la mesa ratona de madera que se apoyaba en la pared y poner un trapo para evitar que, al cabo de un tiempo, se hiciera un pequeño charco que pudiera extenderse indefinidamente. La sensación de fragilidad y desamparo que tenía entonces frente al paciente trabajo erosivo de la naturaleza se quedó en mí para siempre; así, hoy día, ante una fuerte lluvia, reviso los rincones de las paredes que colindan con la azotea en busca de alguna gotera o algún signo de intromisión del agua que pudiera ponerme en alerta. 

Las gotas que ayer procedían por las rajaduras del techo golpeaban a intervalos regulares en las ollas que buscaban contener la intromisión. El ruido de la lata, hasta que la olla comenzaba a llenarse, se iba haciendo cada vez más intolerable, como si a cada golpecito la rajadura de la que provenía el agua se fuera desangrando precipitadamente, permitiendo que la gotera pasara a catarata. Neuróticas primero y paranoicas después, las gotas que, más tarde, quedaban absorbidas en el agua acumulada me provocaban la vigilante expectación de su desborde. 

La lluvia no es, como explica el diccionario, “agua que cae”: es la penetración de la delicada violencia del planeta en el seno de la intimidad doméstica, que viene a recordarnos la frágil protección ancestral del hogar.


Dibujo: Pablo Scagliola

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