Política del lenguaje: la lectura de un nadie


Sobre enseñanza de la lengua y la literatura.

Por Santiago Cardozo

1.      El “caso”

Walter era un alumno por el que pocas personas daban algo, incluida su maestra. Se mantenía rigurosamente en las sombras, apenas respondía “presente” cuando se pasaba la lista y, con la misma sigilosidad, se iba a su casa al final de la jornada escolar. Tímido hasta la exacerbación, casi no se relacionaba con sus compañeros de clase: prefería quedarse solo en un rincón del patio, como si no quisiera molestar a nadie con su presencia.
Tenía pelo largo, lacio y castaño oscuro, un lindo pelo que le llegaba a la altura de los hombros. Su voz, prácticamente inaudible para un oído desacostumbrado a ella, se colaba despacio, frágil y respetuosa por los ruidos de la clase, de modo que, para escucharlo, el resto de sus compañeros debía hacer un silencio casi completo. Solo entonces Walter hablaba, contestaba alguna pregunta que le realizaba la maestra y, enseguida, volvía a su posición invisible. No se destacaba por sus notas ni por la tenacidad en el trabajo; tampoco por el cumplimiento de las tareas ni por asistir religiosamente a clase: su “ausencia” era la única forma en la que parecía existir en la escuela.
Cierto día, trabajando en clase con un poema de Idea Vilariño, “Tango”, pasó algo extraordinario, en todos los sentidos de la palabra, una lección de política, digamos, un acontecimiento de emancipación intelectual, podríamos añadir a la Jacques Rancière. El poema de Idea dice:

Yo vengo por la calle
compro pan
entro en casa
hay niebla y vengo triste
tu amor es una ausencia
tu amor digo mi amor
amor que quedó en nada.
Subo las escaleras
repasando esa historia
y me quedo en lo oscuro
tras la puerta
amarga
pensando no pensando
en tu amor
en la vida
en la soledad que es
única certidumbre.   

Intentando mostrar cómo se va componiendo la relación entre el yo lírico y su amante a través de algunos elementos gramaticales como los pronombres personales de primera y segunda personas (cuáles aparecen, cuántas veces, qué presencia “corporal” tienen), pero sin que la cosa se convirtiera en un análisis gramatical, la clase se desarrollaba por el camino de una explicación más o menos tradicional, cuyo aparato conceptual no permitía ir demasiado lejos, amén de que esta “lejanía” no integraba los objetivos de la enseñanza escolar de la lengua y de la literatura: así pues, había que advertir los colores negro, rojo y gris (el humo del cigarro) asociados al tango (a la vestimenta, al maquillaje femenino), la actitud y la sensualidad del baile, la “batalla” y la conquista implicadas, entre otras cosas, a efectos de dotar el comentario textual de un encuadre que permitiera hacer ver efectos de sentidos allí donde los signos podían pasar desapercibidos en su potencia evocadora. El propósito concreto era llegar a los últimos tres versos del poema, en los que se articulan el amor, la vida y la soledad en el juego de un paralelismo sintáctico a partir del cual la palabra “vida” se sitúa en medio de “amor” y “soledad” y donde esta última aparece cerrando el poema, consagrando pues el desamor como conclusión del amor que, al transcurrir por la vida, se derrumba. Entonces, leyendo detenidamente los versos iniciales que marcan el desarrollo de una rutina doméstica, actualizada en el tiempo presente de los verbos seleccionados, Walter dio su estocada intelectual, completamente inesperada, fuera de todos los planes: señaló que en el cuarto verso había algo extraño, porque normalmente la niebla, dijo, estaba afuera de la casa, por lo que era más normal que se dijera “hay niebla y vengo triste/entro en casa”. Pero no, la cosa no era así: primero el yo entra en su casa y luego “hay niebla”. De este modo, Walter notó que la niebla estaba adentro de la casa del yo y que, por ello, no podía entenderse literalmente, sino que debía plantearse una metáfora relativa al estado de ánimo del yo, de alguna forma manifestado exteriormente en los espacios domésticos, invadidos por la tristeza, por el gris y el frío de la niebla.
            Walter había dejado a todos de cara, maestra y compañeros por igual; había interrumpido la lógica explicativa de la maestra, la implacable lógica que va mostrando qué debe leerse en este y en aquel verso y cómo, por qué; se había zafado, digamos, del conjunto de expectativas que, a lo largo de los años y los carnés, se habían depositado sobre su conducta y su rendimiento escolar. En otras palabras: Walter se había emancipado intelectualmente sin la ayuda de nadie: sólo él y el texto, esto es, sólo él y la lengua; ni siquiera la “guía” del docente había servido (por suerte) para que Walter diera con ese “descubrimiento”. Algo había sucedido, y eso había tenido lugar por fuera de la lógica explicativa de la escuela, del gesto con el que el maestro le hace comprender al alumno aquello que este no puede comprender por sí solo, mostrándole que es un ser de la incomprensión y de la necesidad de que alguien le explique las cosas, verificando así el punto de partida que funciona como axioma de la situación: hay dos inteligencias, una superior, la del maestro, y otra inferior, la del alumno, en suma, una jerarquía de las inteligencias, que se verifica y reproduce en la explicación.

2.      Lengua, literatura y política

Sobre este punto, señala Rancière:

La explicación no es necesaria para remediar la incapacidad de comprender. Por el contrario, justamente esa incapacidad es la ficción estructurante de la concepción explicadora del mundo. Es el explicador quien necesita del incapaz y no a la inversa; es él quien constituye al incapaz como tal. Explicar algo a alguien es, en primer lugar, demostrarle que no puede comprenderlo por sí mismo. Antes de ser el acto del pedagogo, la explicación es el mito de la pedagogía, la parábola de un mundo dividido en espíritus sabios y espíritus ignorantes, maduros e inmaduros, capaces e incapaces, inteligentes y estúpidos. (1)

Este es el preciso punto en el que la lengua y la literatura (como aparecen escenificados en el comentario del poema de Vilariño) borran el perímetro de sus dominios para revelar su idéntica naturaleza bajo el signo de la política. Ambas vienen marcadas por la indefinición del sentido, por la imposibilidad de cerrar la interpretación y clausurar, con ello, el contenido de lo que se dice. En otras palabras: lengua y literatura no pueden concebirse, en cierto nivel de su consideración, como fenómenos diferentes, más allá de la obviedad de que la literatura está hecha de lengua. La idéntica naturaleza no radica, en primer lugar, en la constatación simple de esta hechura verbal común, pues decir que una y otra se componen de la misma materia prima es una obviedad que no nos conduce demasiado lejos. Sin embargo, partiendo de esta materia prima es preciso señalar que la naturaleza común de la lengua y de la literatura se encuentra en su dimensión política, esto es, en el hecho de que el juego de los signos lingüísticos no puede reducirse al cálculo de los sentidos por venir, como si cada hablante tuviera en sus manos la posibilidad de controlar los efectos de sentido que producen sus palabras, la manera en que el otro habrá de interpretar lo que aquel dice. La lengua es el escenario de lo imprevisto, el lugar en que los sentidos se diseminan (Derrida) por el efecto del trabajo de los significantes.
En este contexto, la maestra de Walter no preveía ni su intervención ni menos aun su respuesta acertada y certera; sin embargo, se vio obligada a aceptarla porque la respuesta de Walter venía formulada en la misma lengua que aquella que la maestra estaba empleando para comentar el poema y porque, además, Walter manipuló el poema de Vilariño tal como se espera que lo haga un lector crítico, ese que es un tópico preferido del discurso escolar en general y de la didáctica de la lengua en particular. Así pues, con independencia de que el resultado de la manipulación hubiera estado mal, la lógica misma del razonamiento de Walter fue impecable; consecuentemente, la maestra, aunque podría haber rechazado dogmáticamente la intervención de su alumno, debía aceptar que estaba ante un igual.
En definitiva, la emancipación intelectual de Walter ocurrió al margen y, llegado el caso, a pesar de la maestra; tuvo su drama en la lengua y en la literatura, o mejor, en la lengua-literatura, puesto que la emancipación no precisa ni del permiso ni de la aprobación de la maestra, quien en ese momento estaba haciendo uso de la palabra. La constatación del resultado fue contundente: quedó escenificado alguien que no precisa de una explicación para intervenir en la lengua común del todos y que, por eso mismo, se emancipó.

Notas

(1) Jacques Rancière, El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Buenos Aires: Libros del Zorzal, 2007, p. 21.


Dibujo: Pablo Scagliola

 







Comentarios

Entradas populares de este blog

¿Te asustaste cuando tu padre mató un chancho? (Literaria)

La domesticación de la palabra (*)

Apostillas y preguntas a Varela: pensar la educación de otra manera (I)