Entre la exhortación y la virtualidad
1. Ojito con la pregunta
Desde hace unos días, venía
rumiando algunos apuntes a propósito de la frase de Lacalle Pou en una de las
tantas conferencias de prensa llevadas adelante, frase relativa a que, en el
ejercicio del poder que se le concediera en las urnas, el gobierno no estaba
haciendo política, sino que estaba gobernando. De inmediato, la pasmosa y
rigurosa verdad que encierra o transparenta (la transparencia es un fetiche de
la comunicación del gobierno) esa proferencia se me impuso como un golpe,
instantánea. Pero no fue hasta un breve intercambio con mi amigo Fabián Muniz que
pude articular algunas ideas más claras al respecto, por ejemplo, el
deslizamiento de sentido ocurrido que va de la palabra “gubernamentalidad”, de
origen foucaultiano, a la palabra “gobernanza” (dejo de lado “gobernabilidad”,
comodín de los políticos para sofocar intentos de discrepancia adentro y afuera
de la lógica legislativa), el peculiar sentido de la democracia en que se
inscribe, la impronta policial del “diálogo” permitido en las conferencias de
prensa sobre la situación diaria del coronavirus, y la triste función o el
triste lugar de los periodistas que, a mucha distancia, interrogan a las
autoridades que nos gobiernan sin política y que ellos, rara vez, fuerzan.
En efecto, Lacalle Pou y su
equipo no están haciendo política, sino ejerciendo el gobierno de los vivos y
exhibiendo, con ello, el entramado de un control de la nuda vida de los
uruguayos, hecho que impide el advenimiento de la política y que, además, la
extirpa del deseo mismo de lo social. La insistencia en la “gobernanza” es una
prueba: término tecno-administrativo, “gobernanza” parece funcionar como el elemento
(sustituto) aséptico para hacer referencia a la radical ausencia de política,
concebida como objeción de los tiempos y los espacios del ejercicio de la
gobernanza, del desarrollo de una relación canchera, de boliche, entre los
actores principales y de reparto de las conferencias de prensa cotidianas y los
que estamos del otro lado, este lado de la exhortación a la cuarentena, incluyendo
los periodistas.
Uno de los aspectos más
indicativos de esta ausencia de política son las restricciones del diálogo
agonístico, es decir, del disenso, en las conferencias de prensa, ya porque las
preguntas de los periodistas apuntan a obtener una “mera” información (con
alguna esporádica excepción), ya porque desde el gobierno se eluden las
respuestas o se practica una aproximación de parroquiano de bar, a fin de
reducir los daños que pudieran generarse y, de paso, se deja de lado la
pregunta que suscitó el intercambio. La gesticulación de Lacalle Pou,
dramatización de una pose de mandamás que pone la cara, exige como
contrapartida la benevolencia del periodismo, que debe entender que, en los
tiempos que corren, tiempos de otras urgencias, las preguntas que duelen,
aquellas que son un signo de política, deben quedar para otro momento, porque
de esta situación salimos todos juntos, según se repite como estribillo.
En este
contexto (y en un contexto que viene de muy atrás), la gobernanza es
coextensiva a la democracia, cuyo territorio conjunto deja afuera a la
política, que se le opone. Gobernanza y democracia se fundan y funden en un consenso
generalizado que permea todas las capas de la sociedad, hecho atestiguado por
la repetición indiscriminada de los propios términos “gobernanza” y
“democracia” como garantía de compromiso con el prójimo, con la sociedad toda,
que no gusta de la desubicación de la crítica en momentos de pandemia y,
llegado el caso, en cualquier momento.
La
democracia, regulada en cierta forma por la gobernanza sin política, se
materializa en la posición del presidente uruguayo cuando, ante los malabares
conocidos mediante los cuales los periodistas meten cuatro preguntas en lugar
de una sola cuando les toca el turno de intervenir, dice que eso ya se está
convirtiendo en un diálogo. ¿Pero no se trata justamente de una interpelación
en la que cabe inquirir y repreguntar cuando las cosas son oscuras, como lo
vienen siendo en diferentes aspectos? (Véase la nota de Mónica Robaina: “Falsa
calma”, publicada en Brecha el
3/IV/20, pp. 3 y 4).
2. “Deseo virtual” y continuidad de las clases
La tendencia es casi
irresistible: parece que asistimos a tiempos en los que se constata el
verdadero cambio educativo: las clases a distancia, modalidad-panacea que va a
cambiar la naturaleza del vínculo docente-estudiante, como ya se ha profetizado
hasta el cansancio, incluso en estudios académicos de dudosa factura, de escaso
espesor teórico y reflexivo. Los facilismos argumentativos abundan: se desplaza
al docente de su lugar de autoridad del saber, de aquel que posee el
conocimiento poco menos que absoluto, y el alumno ingresa triunfal en el juego
pedagógico que, ahora, lo tiene como centro. En este sentido, se ha dicho que
el alumno es el que marca los tiempos, el que produce un descentramiento de la
figura magistral y la interpela en su identidad, hiriéndola de muerte.
Reacomodados los roles, la tecnología supone un cachetazo al ego del docente,
diríamos, a su deseo de control de los procesos de enseñanza y aprendizaje.
La situación provocada por el
coronavirus exaspera la superficialidad de las opiniones y pone al descubierto
la concepción brutalmente técnica de la enseñanza (que no se fraguó hoy),
eliminando de un plumazo su dimensión política inherente, efecto del encuentro
presencial en los salones de clase. La expresión “aula virtual”, que podríamos
considerar un oxímoron de mal gusto y sin valor poético, circula sin problemas
ni mayores cuestionamientos por el territorio del discurso educativo,
apuntalado por lo que podemos llamar el discurso planceibalista (no faltará
quien escriba una oda a las viejas lechugas).
De esta manera, la disponibilidad
y la extensión de la tecnología parecerían garantizar que los procesos
educativos presenciales interrumpidos por el coronavirus se mantengan, poniendo
de relieve esa opinión que consiste en repetir que ahora, a partir de estas
nuevas circunstancias, se aclara por dónde seguirán las cosas, cuáles serán los
caminos que deberemos seguir a la distancia, pero sin la distancia reflexiva
necesaria para entender la profunda despolitización de la enseñanza que aquella
opinión trae aparejada. Así, el cuestionamiento presencial de lo que se dice en
la clase, la tensión de los cuerpos, de las miradas, de las voces en juego se
convierten en la imagen y el sonido virtualizados de un fragmento de persona
que habla desde otro lugar; el momento del encuentro y de la conversación
anterior y posterior a la clase, el comentario sobre tal autor o sobre cierto
concepto, el chiste, es decir, el establecimiento de un vínculo que trasciende
los minutos destinados a “dar la clase”, se borran en la camarita de la
computadora o del teléfono celular.
Pero hay que acostumbrarse, dicen
algunos, a un cambio en el paradigma de la educación, esto es, a ir dejando de
lado la presencialidad en beneficio de la distancia (afectiva y, sobre todo,
política), distancia que pende del hilo de la conexión, terror no dicho del
nuevo paradigma; otros, como Gonzalo Baroni (director de Educación del Mec, en “Esta
boca es mía”), están convencidos de que no hay marcha atrás, puesto que el
modelo educativo uruguayo está basado en lo presencial, en lo vincular,
aspectos que parecen oler a viejo, a estrategias agotadas, por lo que, parece
deducirse, hay que aggionarse a los
nuevos tiempos digitales, que son tiempos de nuevos paradigmas (la insistencia
con que se evoca, y casi invoca, el nuevo paradigma resulta exasperante). De una
opinión similar es Robert Silva (presidente del Codicen, en “La mañana en Camino”),
siempre presto a disolver los aspectos políticos, en el sentido expuesto arriba,
de la enseñanza. La opinión compartida por las dos autoridades educativas,
ratificada por Alejandro Camino y muchos otros (periodistas o no), es que estos
cambios llegaron para quedarse. ¿Pero qué quiere decir que llegaron para
quedarse? La complacencia de los que preguntan suele llegar a niveles de
irritación: se habla de nuevas oportunidades, de nuevos desafíos, de alianzas
estratégicas entre la educación y la tecnología (Robert Silva). Y se añade, de
forma completamente acrítica: el rol docente tiene que transformarse: ahora
toca ocupar el lugar del acompañante, del guía, de un curador, modificando las
prácticas de enseñanza, en opinión de Silva (perorata que tiene ya décadas).
Pero cuando la interrogación se plantea en términos de sustitución de la
modalidad presencial por esta modalidad virtual cuasi esclavizante, se responde
que de ninguna manera esa es la tónica de la idea que se tiene, de las
opiniones que se vierten, pese a que la actitud facilista de plegarse a los
discurso más presuntamente novedosos, de repetir para la gente lo que se cree
que la gente está esperando escuchar, pone en duda el desmentido.
Sin embargo, los argumentos en
este sentido lucen un poco torcidos, insuficientes: se dice, en palabras de
Silva, que lo vincular no puede ser remplazado por lo virtual, puesto que
aquello es esencial en la relación entre docentes y alumnos y entre los propios
alumnos (el vínculo entre pares). Además, se añade, el conocimiento de las
diversas situaciones en que viven los alumnos es crucial para los procesos de
enseñanza y aprendizaje. Ciertamente, es difícil estar en contra de estos
argumentos; no obstante, ¿dónde queda la convergencia docentes-alumnos
alrededor del conocimiento disciplinar, desarrollado y discutido en clase,
amasado en el habla del salón, en la repetición esclarecedora, en la
observación de las caras de confusión, de comprensión, de aburrimiento o
hartazgo, etc., de los otros ante el despliegue de un concepto, ante una
pregunta que hace pensar o que procura una respuesta mecánica? En suma: ¿dónde
queda lo político del acontecimiento educativo, acontecimiento que solo puede
ocurrir de forma presencial?
Un deseo de anulación de la
política corre por las venas y las palabras de los gobernantes, y esta crisis viral
es una excusa inesperada para desmontar el deseo político (siempre crítico,
disensual) que surge del encuentro en un salón de clase alrededor de las disciplinas
departidas. Por ello, el distanciamiento social parece haber llegado para
quedarse.
Dibujo: Pablo Scagliola
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