Divertido trabajo en el que se le hace una cámara oculta a Dios (*)
Por Sandino Núñez
El texto que sigue es algo como la introducción a un trabajo que se llama El Génesis según Marx. Objetos y funcionamiento. No voy a resumir ni a adelantar ese trabajo. Baste anotar que, como decía T.S. Eliot, es “una mezcla adúltera de todo”. Me pareció que esta intro tenía una autonomía que la hacía publicable. Y por eso está acá.
En el principio creó Dios los cielos y la tierra.
Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las
tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre
la superficie de las aguas. Y dijo Dios: Sea la luz; y la luz fue.
Y vio Dios que la luz era buena; y separó
Dios la luz de las tinieblas. Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas
llamó Noche. Y fue la tarde y la mañana un día. (Génesis, 1.1, 1.5)
Este relato es la forma misma de lo que no podemos pensar hoy. Es demasiado
traumático. Sólo lo toleramos al retirarlo al espacio inofensivo de la ficción
y de la literatura, de la imaginación casi tierna de nuestros antepasados
(nuestra propia imaginación cuando éramos niños), atmósfera primitiva cargada
de fábula y magia, con ese Amo Creador potente y prodigioso haciendo surgir
todas las cosas del desorden y de la nada. Pero creo que deberíamos
considerarlo en forma más seria. Creo que es necesario sostener y defender a un
Marx creacionista, en el sentido bíblico de la palabra, contra un materialista
científico, empírico o positivo. Un Marx para quien el mundo no es esa
evidencia inmediata e increada que siempre ha estado ahí, como un autómata que
obedece a sus leyes objetivas o asubjetivas eternas, significando nada. Quiero
decir, en primer lugar: el mundo proviene, ha sido creado.
Y esa creación es siempre una orden, una orden de existir que irrumpe como un
golpe en la eternidad de la indeterminación. Esa orden de existir es, al mismo
tiempo, una orden de significar. El acto creativo no debe verse según la figura
del artesano que fabrica o construye cosas y objetos moldeando con su trabajo
la materia prima o el barro primordial, ni del artista que con su talento va
haciendo aparecer los colores y las formas sobre el lienzo blanco. Dios es alguien que
“tiene la intención” de nombrar, determinar y poner a existir: cielo y tierra,
luz y tinieblas. Dios corta, separa y abstrae, traza mapas ontológicos y
políticos, separa lo pertinente de lo trivial, lo razonable de lo insensato.
Antes de su intervención, “la tierra está desordenada y vacía”, bello oxímoron
que remite a un estado de indeterminación ontológica sin cielo ni no-cielo, sin
luz ni no-luz, sin arriba ni abajo, sin ayer ni mañana, sin adentro ni afuera,
sin existir ni no-existir. Su acto creativo es significante, y por tanto se
orienta, desde un principio, a otro alguien, al Otro, al hombre (aunque en el
relato el hombre aún no hubiera sido creado: ¿por qué la creación si el Otro no
estuviera ya dañando al Creador?). Ahora las cosas han sido puestas a existir,
para nosotros, los hombres, aunque inmediatamente parezca que “siempre ya han
estado ahí”, para nadie. La puesta en existencia y la puesta en representación
o en lenguaje van juntas, y por tanto no hay llamado a la realidad o a la
exterioridad objetiva del mundo (o al mundo como “representación objetiva”) que
no comporte una abismal alienación del sujeto en el campo del Otro, en el
lenguaje, en el orden y la orden del Otro. Alguien lo hizo;
Dios, para el caso. Y ese es precisamente el acierto del creacionismo: poner en
primer lugar el acto creativo del Otro, y poner al mundo y a la realidad como
la creación misma, en el golpe de la representación, el lenguaje y la
mediación.
Imaginemos que hemos logrado enviar y
emplazar una cámara de video, oportuna y convenientemente, en el lugar exacto
de la creación, un par de minutos antes de que comience el prodigio —mientras
la tierra todavía está “desordenada y vacía”. Encendemos nuestro monitor y
comenzamos a recibir las primeras imágenes que viajan a través de los siglos y
los milenios. Podría ocurrir que lo que viéramos pareciera no ser muy diferente
a lo que podemos ver en cualquier paisaje terrestre. De pronto entendemos que
Dios dice “que sea la luz”. Y aunque la Biblia anota, “y la luz fue”, nuestra
cámara y nuestro monitor no registran nada objetivo después de la orden: todo
estuvo ahí siempre, y todo sigue estando. No se encendieron de pronto todas las
luminarias del universo, no se pusieron a danzar las estrellas, ninguna música
celestial se oyó. Entonces la conclusión parece inevitable: nos han engañado.
Pero ocurre que nuestra pirueta en el tiempo tiene un enlace doble y no lo
hemos tenido en cuenta. Nuestra cámara no es solamente un instrumento que
registra, capta o mide la realidad objetiva. O mejor, es precisamente eso;
y por ser eso carga también con los conceptos de objetalidad o de realidad, con
las prácticas que han hecho surgir en la historia humana algo como la realidad
objetiva, y con los significantes y los discursos que la sintetizan y la
sostienen. No capta la objetalidad: la lleva consigo. En su propia totalidad de
artefacto técnico (dispositivo óptico más una superficie fotosensible
imprimible, o escáner que barre la “información óptica” y la traduce a señales
eléctricas, o la almacena en código digital y la “reproduce” en otra parte,
etc.) la cámara carga con la ontología de la objetalidad-objetividad, e
inscribe la separación y la exterioridad sujeto-objeto. Nuestra cámara es
nuestra mirada, el saber incorporado en nuestra mirada, que siempre ya ha
intervenido determinando la realidad (pues, para este caso ostensible, viene
del futuro): ha forzado la realidad a ser, con una ontología que emplazamos
antes de que la ontología surgiera. Por así decirlo, como en el famoso experimento
de la doble rendija, hemos forzado, en ese punto del campo, el colapso de la
función de onda: lo mismo que Dios iba a hacer, dos minutos más tarde, desde
cero, con un instrumento tan complejo que es capaz de pensarse o decirse a sí
mismo: el lenguaje.
Llamemos idealismo a toda
posición que entiende que la cámara no es más que un dispositivo transparente
externo que registra la objetalidad del mundo o que mide características y
propiedades inherentes de un objeto preexistente, independiente del acto de
observar. Toda la ciencia moderna entonces ha sido siempre profundamente
idealista. Este idealismo ocurre en un nivel bastante más profundo que en ese
que distribuye nuestra necesidad de fundamento entre el sujeto y el objeto (si
el proceso se apoya en el sujeto, en la razón o en la conciencia tenemos idealistas,
y si se apoya en el objeto o la realidad tenemos materialistas);
ocurre en el modo mismo en el que el antagonismo sujeto/objeto es planteado, al
(pre)suponer la externalidad misma como relación entre sujeto y objeto, al
suponer que sujeto y objeto preexisten de alguna forma sustancial al
antagonismo que los dibuja. Y sigamos aprovechando el símil: la cámara es algún
tipo de artefacto protésico u orgánico que carga en forma neutra con nuestra
ontología: al alejarse y prestar servicios instrumentales oscurece tanto el
aspecto humano (histórico y social) del artefacto como el aspecto artefactual
de lo humano (el núcleo inhumano, técnico y sólido, de nuestra historia, de
nuestros discursos, de nuestra ideología). El materialismo debería pararse
precisamente en ese punto: el daño recíproco de lo humano en la materialidad
(de los objetos, de las prácticas técnicas y de los artefactos) y de la
materialidad en lo humano (la historia, lo social, los discursos).
Ahora bien, releyendo el comienzo del Génesis: ¿quién podría creer que Dios es
una entidad humanoide sobrenatural todopoderosa que ha creado al mundo, a las
palabras y al hombre, sino precisamente alguien postulado por el adversario que
se burla del infantilismo insensato de esa posición —esto es, por la vulgata
empirista positivista de la ciencia? ¿Usted cree realmente, en ese sentido de
literalidad desesperante, que hay un creador? Pensemos mejor: hay una relación
lógica que hace a Dios el otro del hombre y al hombre el otro de
Dios. Entendamos que en esa relación no hay especularidad ni simetría ni
identidad, ni dos cosas sustanciales que preexisten a la relación que los liga.
Pensemos que ellos, Dios y el hombre, no son sino la propia relación que los
liga y al mismo tiempo los vuelve inaccesibles uno al otro, y por tanto ambos
no son sino el daño, la fractura y la herida de uno en el otro, el devenir otro
del otro. Dios creó al hombre a su semejanza tanto como el hombre creó a Dios a
su semejanza (Dios necesita la experiencia humana de finitud e historia para
tener conciencia de sí; el hombre necesita la eternidad y la perfección de Dios
para saberse histórico). Y esa semejanza, ese misterio, ese daño y esa
alienación de uno en el otro es lo social: no son idénticos pero no son
alteridades radicales. Si el mundo es la puesta en representación y en lenguaje
efectuada por Dios, y si Dios es nuestro Otro, nuestro semejante, nosotros
mismos, entonces, para decirlo de un modo un poco brutal, no hay un
mundo objetivo ahí afuera, no hay cosas ni leyes objetivas que rijan el
universo de las cosas: solamente lo social, la historia, el lenguaje, las
abstracciones y la representación, prácticas del Otro (la trinidad de Dios, el
hombre y lo social) que son verdaderos a priori sintéticos
dentro de los cuales, por fuerza, nacemos, vivimos, actuamos y hablamos. (Y por
eso puse en itálica la expresión “no hay”, para advertir que no debe leerse
como si “si no hay eso es porque hay alguna otra cosa”, sino como un llamado de
atención hacia la mediación, las prácticas y el lenguaje humanos que crean la
objetividad de la realidad y se apoyan luego en ella para seguir su camino.) Si
tratamos de contrarrestar el malestar que nos provoca la frase “Dios creó los
cielos y la tierra” apelando a la inexistencia o a la muerte de un Dios-sujeto
o un Dios-amo que hace magia y crea todo de nada, entonces la naturaleza o la
vida o la totalidad técnica del vasto universo se ponen a operar como
Dios-sustancia o Dios-funcionamiento. Perdemos de vista lo específicamente
humano o social, y, en nombre de la emancipación, caemos rehenes del propio Amo
en su versión más pura, radical y sorda. El Dios real e inhumano, el que no
existe, ha entrado al sistema por una puerta lateral. Por otro lado, si creemos
que la realidad y el mundo son simples constructos sociales o discursivos
ilusorios, creados ideológica o doctrinariamente por una inteligencia
consciente y transparente a sí misma, perdemos de vista la forma misma de las
síntesis, las prácticas técnicas de las que provienen históricamente y que le
confieren su solidez real, inhumana. No hay otra posibilidad: el creador es
inconsciente. (“La verdadera fórmula del ateísmo no es Dios ha muerto. (…) Es
Dios es inconsciente”. Lacan, J. Seminario 11. Los cuatro conceptos
fundamentales del psicoanálisis. Paidós, Bs.As., 2012, p. 67). La
historia no es la aventura de un sujeto consciente, ni es un proceso objetivo o
asubjetivo: la historia es un proceso inconsciente, y por eso es sólida y
material. El problema no puede resolverse cuando entendemos que al no estar
aquello que nos determina fuera de la historia (alojado en la naturaleza o en
nuestra estructura biológica, por ejemplo), entonces ocurre simplemente que
nosotros creemos que está fuera de la historia, que lo que nos determina es
ilusorio, discursivo o ideológico, y por tanto puede ser deconstruido,
resignificado, etc. El problema es que esa creencia le da a la ilusión la
solidez y la resistencia de un real. Ahora es un a priori, un órgano o un gen
histórico-social. Digamos: eso puede no existir (es una
ilusión o un mito o una construcción social), pero creemos en eso,
o —mejor— nuestras prácticas actuales presuponen eso, por
tanto eso nos constituye y nos determina y por tanto eso es
real, o, digamos, es subjetivamente objetivo. Lo verdadero no es lo
que existe sino lo que es necesario que exista (lo que nos determina).
No pocas veces se acusa a la tradición marxista de haber hecho de la economía
la única ley y la única clave del movimiento de la historia. Así se sugiere que
habría una multiplicidad de claves o de factores, yuxtapuestos o
combinados, que deberían ser considerados. La crítica es superficial, y la idea
de los “múltiples factores”, esté donde esté, es siempre irritante y fastidiosa
en su plácida cientificidad empírica. El problema de la tradición marxista no
ha sido la falta de complejidad (de su lógica o de su discurso) ni la falta de
cantidad (de las causas que operan como motores de la historia). Ha sido más
bien un problema de profundidad (de su propia estocada
crítica), y consiste, a grandes rasgos, en no haber podido o querido considerar
que la clave económica del movimiento de la historia social (y de los grandes
tiempos de la ciencia natural, de la astrofísica, de la organización de la
materia y la energía, de la evolución de la vida y las especies) es ella misma
una criatura de la historia, un fantasma histórico y social (sólido) que
debemos atravesar. El capitalismo debe ser negado y objetivado como un momento
positivo de la historia social de los modos de producción, debe ser mostrado
como una formación histórica, arrancado de la sorda naturaleza desde la cual
ejerce su dominio, eso es claro (y así se hizo). Pero también, al mismo tiempo,
debe ser pensado como un “límite interno” a nuestra propia capacidad y
posibilidad de historizar. Eso le confiere al capitalismo la misma fuerza
sólida que acabamos de mencionar, la solidez de un real, de un órgano, de un
núcleo sintético que nos constituye, nos determina y nos sostiene, y que por
tanto no puede ser analizado sin amenazar o arriesgar nuestro propio principio
de realidad y nuestra propia consistencia. Ese es el gran problema filosófico y
político. Pues si bien el capitalismo es efectivamente un proceso abstracto
de evolución tecnológica (evolución es una noción
eminentemente tecnológica; la tecnología es el centro y el punto de partida de
toda evolución pensable, que luego contamina —por no decir, crea— a la
naturaleza, a la biología, a la cosmogonía, a la sociedad, al conocimiento y a
la propia historia), una teoría del capital no puede ser un tratado (técnico)
que describe a un objeto (técnico): es un análisis y una crítica a la propia
tecnicidad, a la neutralidad y a la inocencia de la lógica técnica.
Y hay un Marx que ha dicho, precisamente, eso, en muchos pasajes y textos.
Ensayemos entonces un argumento benjaminiano: quizás hoy podemos escuchar a
Marx de otra manera, porque nuestro oído no es el mismo: tiene concavidades y
resonancias que no tenía, digamos, hace cincuenta años, está sometido a una
tensión y a un peligro que lo hacen sensible a ciertas frecuencias antes
inaudibles. Este oído no escuchará a El Capital como un
discurso técnico que critica a la economía política capitalista. Hoy entiende
que lo que se critica es toda la economía política como la lógica misma del
capital. Y también entiende que una crítica al capitalismo es una praxis
transformadora no cuando es científica (cuando ajusta su lógica y
procedimientos al método científico), sino cuando logra comprender
la profundidad de la deuda inconsciente (cognitiva, ontológica) que el método
científico tiene con el capitalismo, con sus abstracciones y sus síntesis, y
así logra convertirlo también en un asunto de análisis y crítica. Y para
ejecutar ese plan es necesario movilizar a toda la filosofía,
incluso (y quizá, sobre todo) contra la ciencia, activar la crítica
en esos lugares en los cuales parecen haberse ensamblado los artefactos
ontológicos más pesados y silenciosos, los más profundos, evidentes y triviales.
Para empezar, los objetos y el funcionamiento.
(*) Texto extraído, con autorización del autor, de
https://sandinonunez.blogspot.com/2018/12/divertido-trabajo-en-el-que-se-le-hace.html.
Dibujo: Romina de Souza
Dibujo: Romina de Souza
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