Imágenes lacrimosas: Didi-Huberman y la historia
Por Santiago Cardozo
1.
Imágenes,
tiempo, resistencias
Con
una obra pródiga en textos y reflexiones, deudora de las ideas y la escritura
(si pudiéramos realizar esta separación) de Walter Benjamin y, en menor medida,
de Aby Warburg, Georges Didi-Huberman (historiador del arte y filósofo francés
contemporáneo) se ocupa de las imágenes, su naturaleza política y su relación
con el tiempo, con la manera en que el pasado retorna y, en ciertos casos, lo
hace como síntoma inadecuadamente simbolizado que interroga la constitución
misma del presente, de la memoria construida y, llegado el caso, “saturada”
(como lo expone notablemente en Remontajes
del tiempo padecido. El ojo de la historia 2 sobre los campos de concentración
y la Shoah), en términos de los efectos de legibilidad de la historia.
El tiempo, decíamos, es una constante en Didi-Huberman (por ejemplo, Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes,
donde el concepto de anacronismo, lejos de ser una noción negativa que debería
ser extirpada del análisis, muestra su potencia teórica de legibilidad y
cognoscibilidad de eso que vemos), así como la mirada que se despliega para “leer”
las imágenes (Lo que vemos, lo que nos
mira: “Lo que vemos no vale –no vive– a nuestros ojos más que por lo que
nos mira. Ineluctable, sin embargo, es la escisión que separa en nosotros lo
que vemos de lo que nos mira”, enunciados de notoria factura benjaminiana), el
pueblo (por ejemplo, Pueblos en lágrimas,
pueblos en armas o Supervivencia de
las luciérnagas, magistral libro sobre las pequeñas resistencias a los
poderes totalitarios: “Las luciérnagas han desaparecido, y eso quiere decir que
la cultura, en la que Pasolini
reconocía hasta entonces una práctica –popular o vanguardista– de resistencia, se ha convertido en un
instrumento de la barbarie
totalitaria, confinada como está en el reino mercantil, prostitucional, de la tolerancia generalizada”) y ese
“reverso” de las imágenes al que no tenemos acceso sino mediante una forma ya
mediada (las propias imágenes): lo real (Cuando
las imágenes tocan lo real).
2.
Emociones
Un niño llora en público; lo hace sin motivo aparente,
pero de manera desconsolada. Un adulto mira una comedia romántica de bajísima
factura y, en la escena donde el protagonista le pide casamiento a ella en un estadio de
algo, deja caer unas cuantas lágrimas que no puede explicar: él sabe que hay
una mirada invisible que lo condena, que le dice “qué estás haciendo”. Otra
persona se estremece de angustia con un timbre vocal o una nota y, pese a que
procura evitarlo, no logra que su pathos
no emerja por sus lacrimales.
Escribir
sobre la emoción o las emociones no es tarea para nada sencilla. Tanto menos si
se tiene en cuenta la facilidad con la que podemos caer en los juicios pueriles
que la condenan rápidamente y la tachan, llegado el caso, de mariconadas, de
inmadurez, de impotencia. ¡Cuánta tarjeta postal disponible en cajas de
supermercado lo evidencia! En ¡Qué
emoción! ¿Qué emoción?, Didi-Huberman se eleva por encima de los lugares
comunes y produce un reflexión merecedora de una atención cercana.
En una obra dedicada fundamentalmente a la exploración de
la naturaleza política de las imágenes, al modo en que eso que vemos produce una interpelación ideológica que exige de (y
fuerza en) nosotros una posición particular de sujetos políticos y funciona él
mismo como un acontecimiento político que siempre excede a la instancia de su
propia aparición-creación, el filósofo francés insiste en un tema transversal a
la multiplicidad de los análisis realizados que no puede dejarse de lado si de
política y revolución se trata: decíamos, la emoción.
Una
emoción es, ante todo, un movimiento (una moción
que se exterioriza), una e-moción. Y
es también una manifestación de coraje, porque expone una debilidad, una
fragilidad y, con ellas, una sinceridad, que equivale a decir “no estoy
dispuesto a fingir”, “no quiero crear una ficción afectiva”.
A
partir de un texto conciso pero hondo, Didi-Huberman se plantea un problema
poco atendido por los filósofos, problema o asunto que suele ser visto con
malos ojos y, principalmente, como una conducta primitiva que, en la
consideración de Charles Darwin, es propia de los seres inferiores (animales,
niños, mujeres, ancianos). La emoción aparece, entonces, como un tema legítimo
y digno de reflexión, que resulta inherente a la vida humana en su combinación
entre mente y espíritu, entre pensamiento y afecto. En este sentido, la emoción
es un embargo y un desplazamiento: por un lado, sobrepasa las posibilidades de
control de las personas y, al hacerlo, nos sitúa en una situación de
desposesión respecto de nosotros mismos, eventualmente vulnerables a los otros
(al menos en cierta perspectiva que la entiende como el talón de Aquiles de
quien se emociona ante los ojos de esos otros que, podemos decir, aparecerían
como los más fuertes, aquellos que podrían tomar el control de las
circunstancias); y, por otro lado, es la conversión de la pasividad del pathos en la actividad creadora de un
particular vínculo con el mundo, vínculo esencialmente social, que requiere de ese
otro semejante (la emoción, si es emoción, está destinada a o reclama un otro).
De
este desplazamiento Didi-Huberman extrae un excedente político de la emoción,
que contiene la furia, la indignación y la acción política derivada, que supone
un “no me voy a dejar avasallar”, de modo que, signo de debilidad al principio,
se torna una fuerza de lucha que, lejos de ser una inofensiva llama de fósforo
encendida con dificultad, debe ser tomada como centro de la actividad política
contra un orden de cosas injusto.
3.
Pathos,
patético
Según
la expresión “Es patético” (valoración de alguien que llora), hay un pathos en tanto una pasividad que se
revela en toda su inmovilidad y que nos expone a la vergüenza, a la risa del
otro. Rechazando el contenido de esta expresión, Didi-Huberman construye una
especie de política de la emoción, puesto que, parece decirnos el filósofo
francés, en el fondo toda emoción es política, dado que produce un común, una
instancia en la que los cuerpos se exhiben y se exponen, de lo que se sigue que
la condición positivamente primitiva de lo humano es parte constitutiva,
necesaria, de las prácticas políticas, ejemplificadas por Didi-Huberman en las
prácticas artísticas, de las que toma algunas de las imágenes que comenta en el
libro (fotografía, pintura, cine).
El
patetismo de la emoción, además, es la fuente de las tragedias clásicas
(Esquilo, Sófocles, Eurípides) y, se adivina con facilidad, de las lecturas
políticas de dichas tragedias (el caso más conocido es Antígona). Así, contra
Aristóteles, Didi-Huberman reivindica la disolución de las diferencias entre la
dimensión activa y la dimensión pasiva presupuestas en el pathos: según estas diferencias, la pasividad de las pasiones es un
padecimiento que coloca al sujeto en
la posición de ser objeto de una acción realizada por otro o incluso ser objeto
de una situación que “descarga” sus efectos sobre las emociones del que padece.
Encerrado en este padecimiento producido por los efectos de una acción ajena,
la emoción “sería una callejón sin salida:
callejón sin salida del lenguaje (cuando, emocionado, me quedo mudo, sin poder
ya encontrar palabras); callejón sin salida del pensamiento (cuando,
emocionado, pierdo todas mis facultades); callejón sin salida del acto (cuando,
emocionado, me quedo de brazos caídos, incapaz de moverme como si una serpiente
invisible me inmovilizara)”.
Contra
esta caracterización negativa de la emoción, Didi-Huberman levanta una
concepción positiva, apelando a los planteos de Hegel y Nietzsche, de Sartre,
Merleau-Ponty y Freud, y al modo en que el arte (por ejemplo, Pasolini) produce
ese espacio común de emoción, que es también, decíamos, un espacio político.
Atendiendo, pues, a lo señalado por el creador del psicoanálisis, Didi-Huberman
pone de relieve la importancia del inconsciente en la constitución de la
naturaleza humana y de eso –la emoción– que adviene sin que podamos controlarlo
y sin que podamos dar razones de su advenimiento. La emoción es, pues, algo que
“actúa en mí pero al mismo tiempo me supera. Está en mí pero fuera de mí”. De este modo, en la medida en que la
emoción, contrariamente a lo que suele pensarse, desenfatiza al “yo” (Deleuze),
dota de centralidad a lo que nos atraviesa como seres individuales más allá de
nuestro “ego”, aunque este sea, al parecer, el que grita de emoción: la
sociedad, la vida con otros.
Imagen: Exposición "Sublevaciones", curada por Georges Didi-Huberman.
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