De genios malignos y dioses que engañan (*)
Por Sandino Núñez
1.
El ejemplo es célebre y
relativamente conocido. La segunda parte de Molloy, de Samuel
Beckett, es narrada en primera persona por un detective que tiene que encontrar
al vagabundo Molloy, Jacques Moran, un obsesivo paranoide, rígido y arrogante,
caricaturesco y ridículo, que emprende el viaje tras su objetivo una noche de
lluvia, en compañía de su hijo, también llamado Jacques, un nerd obediente,
callado y torpe, a quien Moran desprecia profundamente. Esta aventura absurda y
graciosa de boyscouts con linternas, cortaplumas y alimento
enlatado en sus mochilas, se estira y se complica: padre e hijo vagan por el
campo y los bosques, el alimento comienza a escasear, el metódico Moran se
enferma, se deteriora física y psíquicamente, manda a su hijo a comprar una
bicicleta, le fallan las piernas, comienza a usar muletas improvisadas (igual
que Molloy), tiene delirios teológicos o religiosos, vive en estado
confusional. Ciertamente, olvida su objetivo o las razones de su objetivo
(¿quién o qué es Molloy?, ¿por qué tiene que encontrarlo?). Moran comienza así
su relato: “Es medianoche. La lluvia golpea los cristales”. Y, ochenta páginas
después, termina así: “Al principio escribí: ‘Es medianoche, la lluvia golpea
los cristales’. No era medianoche. No llovía.” O bien atribuimos esta
desmentida simplemente a la locura del propio Moran (comprendemos rápidamente
que eso no es posible), o bien debemos desmentir nosotros mismos todo lo que se
nos ha contado hasta ese momento y considerar a Moran una especie de “genio
maligno” o de “dios engañador” que decide divertirse a último momento
enfrentándonos al carácter ilusorio o fantasmal de esa realidad que él había
creado y en la que los lectores habíamos entrado para vivir pasivamente. Pero
también podemos ir un poco más lejos, y considerar que el “dios engañador” no
es simplemente Moran, al fin y al cabo un personaje ficticio de Samuel Beckett.
Y ni siquiera Samuel Beckett, al fin y al cabo el mero autor “ficticio” de un
texto narrativo. El dios engañador es la literatura, el relato, el sentido y
toda organización diegética del tiempo. En otras palabras, el dios engañador es
el propio lenguaje. Y el engaño es, precisamente, decir la verdad: esto
es escritura.
2.
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En la película Los
sospechosos de siempre tenemos otro deslumbrante genio maligno. Toda
la anécdota es un interrogatorio policíaco a “Verbal” Kint, un hemiplégico
esmirriado y contrahecho, un reo de segunda, manco y rengo, sobreviviente y
testigo de una horrible masacre en un barco, en la que han caído, además de un
par de decenas entre húngaros y argentinos (mafiosos fuertemente armados en una
supuesta gran transacción de cocaína), sus propios compinches. En algún momento
nos enteramos de que la matanza es obra de un solitario asesino casi sobrenatural,
al que todo el mundo teme como al propio diablo: Keyser Zöse. Toda la película
es un flashback del cuento de Kint, excepto un par de
datos reales (un húngaro que también ha sobrevivido a la
matanza, quemado y maltrecho en el CTI de un hospital, está ayudando a la
policía a hacer un retrato hablado de Zöse). Kint no conoce personalmente a
Zöse (nadie lo conoce: él y sus cómplices han sido contratados por Zöse para
hacer un trabajo sucio en el barco (robarse la cocaína) a través de un abogado
intermediario, Kobayashi. Entendemos que toda la operación no es sino una
cortina creada por Zöse para matar y poder ocultar (en una montaña de
cadáveres) el cadáver de un argentino que puede identificarlo y delatarlo, y
que está en el barco encerrado y protegido por una fuerte custodia. Zöse
aparece como una eficaz y silenciosa figura con sobretodo y gacho de ala ancha,
mientras Kint, atónito y aterrorizado, ve la masacre desde el muelle, apostado
tras unas cajas, sin poder intervenir o disparar su arma por miedo a fallar
debido a su parálisis. Terminado el interrogatorio, Kint se retira. Casi
inmediatamente, Dave Kujan, el policía que lo ha interrogado, descubre de
pronto que “Verbal” ha ido improvisando algunos datos, parte de la historia o
toda la historia, a partir de información que ha ido sacando de un bastidor con
recortes y papeles clavados con alfileres situado a espaldas del policía. La
taza de te o café de Kujan cae al suelo: detrás, en el fondo tiene escrita la
marca: “Porcelanas Kobayashi”. Casi al mismo tiempo llega por fax
el identikit: la cara de Keyser Söze es la de “Verbal” Kint. Pero Kint ya se
pierde calle abajo, va abandonando la postura hemiplégica para erguirse y
caminar, como una persona completamente normal, hasta un auto, conducido por el
abogado “Kobayashi”, que lo lleva a la desaparición definitiva. “Verbal” cita a
Baudelaire: “el mayor engaño del diablo es el de convencernos de que no
existe”. El engaño no es el de Kint o el de Söze a Kujan y a toda la policía
(personajes ficticios creados por un personaje ficticio). Uno sale del cine con
la sensación extraña de haber visto una película que nunca existió. El engaño
es a nosotros, lectores o espectadores: hacernos perder pie mezclando el cuento
de Kint con una presentación de lo contado con el recurso de la cámara
objetiva: la escena “objetiva” que muestra a Verbal parapetado tras las cajas
en el muelle mientras la silueta de Söze se pasea impunemente por la cubierta
del barco. Pensamos: aunque sospecháramos de él, sabemos —pues vimos—
que Verbal no puede ser Keyser, pues tendemos a olvidar que lo que se muestra
no es sino lo que Kint cuenta. Todo equivale al “escribo” elidido al comienzo
del relato de Moran que, al explicitarse al final, deconstruye lo que sabemos o
aquello en lo que hemos creído ingenua o pasivamente, como parte de una
anécdota “objetiva”. Una vez más: el genio maligno es el
propio relato, y el engaño es decir la verdad: esto es un relato.
3.
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No hay texto que no
cargue implícitamente con el daño de su desmentida: el truco de Beckett o
de Los sospechosos de siempre es hacerlo explícito. Nos
arranca dolorosamente de nuestra pasividad de “lector in fabula” para
mostrar una distancia siempre incongruente, siempre imposible, entre lo que se
dice o se cuenta y el lenguaje en el que eso es dicho o
contado. Pues en última instancia, si comienzo un extenso relato en capítulos
con una frase como “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme,
no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero”, etc.,
hay un enunciado correlativo implícito que dice “Escribo: ‘En un lugar de la
Mancha’”, etc., y por tanto, se mantiene intacta la posibilidad de decir: “no
hay tal lugar”, “no hay tal hidalgo”. Lo mismo vale para un texto político que
comience diciendo: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”. O
para un trabajo filosófico que comienza así:
“He advertido hace ya algún tiempo que, desde mis primeros años, había admitido
como verdaderas una cantidad de falsas opiniones (...), de modo que me era
preciso acometer una vez en mi vida la empresa de deshacerme de todas las
opiniones en las que hasta allí había creído (...). Ahora pues, que mi espíritu
está libre de todo cuidado (...) me aplicaré con seriedad y libertad a destruir
en general todas mis antiguas opiniones”, etc.
Siempre podemos decir
“Escribo: un fantasma recorre Europa”, para poder rescribir “no hay
tal fantasma, por lo tanto, nada se manifestará”, o “no hay tales falsas
opiniones, nada hay para destruir y por lo tanto nada hay (ningún punto
de Arquímedes) que permita oponer opinión y verdad”. E incluso, llegado el
momento “no hay tal ‘no hay tal’”, pues la desmentida es parte del
propio lenguaje que se autoafirma. Y por último, “no hay tal ‘escribo’”,
ya que la explicitación del acto de escritura —o de pensamiento, lo mismo da—
no puede dejar de ser, él mismo, escritura o pensamiento.
4.
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Quiero, en este
punto exacto, tomar cierta distancia de la vulgata textualista que al decir
“todo es lenguaje” o “todo es texto” descalifica y cree desembarazarse a
priori de los problemas metafísicos por excelencia, el Ser,
la Idea y la Verdad, porque los tres son quimeras
que se diluyen en la constelación ilusoria y ficcional del texto, de la
literatura y del gran operador modal del “escribo”: no hay verdad,
no hay ser, no hay idea, solamente el texto y la
ficción de la escritura y del lenguaje. Y si logramos salir de la ingenuidad de
la fábula nos damos de nariz con lo real del lenguaje, las
palabras, los juegos disciplinados de la argumentación o la helada sintaxis del
relato: pero nada de sustancial o de verdadero vive ahí:
solamente estaban como el soporte muerto de las trampas, las astucias y el arte
de la ilusión del genio maligno. Pues el genio maligno no es otra cosa que
ese Yo que narra o cuenta o dice, y que oculta la operación
modal o actitudinal (“yo escribo que”, “yo creo que”, “yo pienso que”, “yo digo
que”, etc.), y hace pasar como “objetivo” —susceptible de ser evaluado como
verdadero o falso— el enunciado modalizado. Si digo “afuera es noche y llueve
tanto” y resulta que es mediodía y hay un sol calcinante, el enunciado
sencillamente es falso; pero si digo “pienso que (creo que, escribo que) afuera
es noche y llueve tanto” no es posible decir que el enunciado es simplemente
falso aunque afuera queme el sol del mediodía. No podemos aplicar el criterio
de la contrafactualidad, que supone la creencia ingenua en lo que se me dice en
tanto reflejo de la “objetividad del mundo”. Hay que pasar del
mero juicio de existencia a una lógica más compleja que tenga en cuenta las
condiciones de posibilidad, de producción y de representación del “enunciado objetivo”,
de la propia idea de objeto u objetividad, y también de la propia modalización.
Llamemos a esta operación, siguiendo a Kant, crítica. Y acá es
donde el textualismo derrapa. No es crítico: queda cautivo del desengaño al
descartar sencillamente como falso o ilusorio o como una construcción
artificiosa aquello que pretendía señalar o capturar la cosa o el ser. Si lo
ilusorio me defrauda es porque de alguna manera sigo creyendo en la existencia
sustancial positiva de la verdad. Pero el problema es que el punto de
Arquímedes cartesiano no es la verdad o el punto que permite instalar una
verdad definitiva, una especie de sustancia final de la que no puedo dudar: es
más bien el punto lógico no sustancial que me permite y me obliga a distinguir
entre opinión y verdad, es decir, el antagonismo mismo entre ilusión y verdad
(algo-como ilusión, algo-como verdad), o si se prefiere, entre ficción y
realidad. Del mismo modo, la verdad en Marx no es el comunismo (cierto modelo
ideal de sociedad futura): es ese lugar en el que comunismo es
una hipótesis (necesariamente fantasmática) que permite exponer la
modalización histórica del modo de producción capitalista, y criticarla allí
donde su enunciado se presenta como “objetivo”, “no mediado” por ningún Moran o
por ningún “Verbal” Kint. Y ese punto o ese lugar es el centro imposible del
propio lenguaje, que necesita ser expuesto o desnudado, en determinado momento,
como ilusorio o ficcional. La ficcionalidad o el carácter ilusorio o
autorreferente, lejos de ser el fracaso y el fin del lenguaje, son su condición
de posibilidad y su núcleo constitutivo, pues su Verdad es, precisamente,
hacernos creer eternamente que hay una verdad más allá de su ficcionalidad —de
hecho no puedo postular la ficcionalidad de un texto si no la opongo
virtualmente a la no-ficcionalidad de otro (realidad, verdad, etc.: una
“salida” del lenguaje al ser o a la cosa). Por
tanto, la Verdad del lenguaje es movernos a la crítica (o también, por qué no,
por un momento al menos, a la deconstrucción): a “la destrucción de
nuestras antiguas opiniones” de lectores in fábula, o a hacer que
“el fantasma (la verdad velada del comunismo detrás del ilusorio juego de
sombras del modo histórico de producción capitalista) se manifieste”. El
fantasma no existe (o sí existe, lo mismo da) pero eso es trivial: lo que
importa es que es necesario que exista. Tanto el Manifiesto Comunista como
las Meditaciones Metafísicas (los ejemplos fueron elegidos
tendenciosamente) son, precisamente, esa contradicción desconcertante entre el
lenguaje y lo dicho, o entre lo pensable y lo pensado, que es, al mismo tiempo,
condición de posibilidad de lenguaje y de pensamiento.
5.
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Parecería que no
andamos demasiado lejos de los famosos temas “idealistas” como el Sujeto
Trascendental kantiano o (mejor, quizá) el Espíritu de
Hegel, pues, finalmente, la historia y la realidad no son sino una puesta
en sentido. La historia y la realidad son siempre ya lenguaje,
relato y organización lógico-diegética, cuya desmentida es una
posibilidad permanentemente abierta. El asunto es conducir esa desmentida a una
posición crítica de superación, y no permanecer, estuporosos y absortos
ante lo real de la propia desmentida, clavados en el “no hay
tal”, “no hay tal realidad”, “todo es ficción”, “todo es ilusorio”, etc. No
somos realistas ingenuos: sabemos, por así decirlo, que todo es
ilusorio (la historia, por ejemplo) en el sentido de que no tiene una
existencia sustancial positiva o empírica. Pero tampoco somos idealistas
ingenuos: que la historia (o la realidad) no tenga una existencia sustancial
positiva no quiere decir que no haya una verdad en su propio
carácter ficcional o ilusorio, que no exista la necesidad social o política de
organizar el tiempo, de darle un origen y un destino, es decir, la necesidad de
una idea o un concepto de historia (o de un concepto de realidad). Y ese
concepto de historia (o de realidad) reclama siempre un fuera de,
un más allá de, un antes de. Un campo de alteridad,
heterogéneo, contra el cual pensar la historia o pensar la realidad, pues
siempre se piensa contra algo que ofrece resistencia al
pensamiento.
El truco beckettiano
revela la paradoja constitutiva del lenguaje: el lenguaje miente al decir la
verdad, y dice la verdad cuando miente. La hipótesis del genio maligno (detrás
de todo lenguaje —aunque ese lenguaje sea la historia o la propia realidad— hay
siempre un Moran o un “Verbal” Kint que cuentan, escriben, narran,
ficcionalizan y eventualmente manipulan) es verdadera en tanto
es necesaria. Me enfrenta a lo contingente de ese tal o cual
sentido particular, dejando que asome lo real del sinsentido (el extrañamiento,
el estupor entre horrorizado y maravillado de entender que nada es sino el
truco de un ilusionista). Luego, si todo sale bien, superaré el estupor y
lograré el momento crítico al situar (parafraseando a Hegel) lo
necesario como lo contingente en tanto contingencia —es
decir: lo necesario no como verdad eterna o definitiva sino
como la operación que permite pensar lo contingente como contingente, y por lo
tanto, superable.
6.
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Pero la hegemonía
del entendimiento positivo es tan completa y desmesurada, que cualquier recurso
al genio maligno es visto como ingenuo e infantil, como una
especie de residuo animista de los tiempos oscuros, irracionales y
precientíficos, en los cuales los hombres atribuían los fenómenos naturales a
la voluntad de los dioses, etc., antes de que el entendimiento pudiera
describir las “leyes objetivas” de tales fenómenos. Acá hay que razonar
estrictamente al revés. La perspectiva “idealista” que entiende la realidad
como el discurso de alguien, de un sujeto modalizador (es claro que
ese sujeto no es un sujeto individual —por más que a veces deba asumir esa
forma dramática—, un ego que inventa arbitrariamente lo que
sabemos y vemos, sino un sujeto social e histórico que conceptualiza y narra
sus propias prácticas), es mucho más evolucionada que aquella que entiende la
realidad como un mundo natural de cosas y objetos cuya “emanación objetiva”
se imprime como nombres y leyes en el lenguaje del
entendimiento. Aquélla, al ponernos en relación problemática con un mundo
siempre ya humano, deja intacta la posibilidad inherente de que ese mundo nos
mienta o nos engañe, de que en algún momento surja la desmentida. De ahí toda
la fuerza dramática de la crítica y sus temas asociados: emancipación,
liberación, autonomía, verdad, etc. Ésta, en cambio, al postular una relación
simple entre el sujeto del entendimiento y una realidad natural, obtura esa
posibilidad dialéctica o significante. La naturaleza no miente o no puede
mentir: es lo dado al entendimiento en su transparencia
original. Por lo tanto no hay engaño o ilusión: solamente error. El
error sólo puede ser del entendimiento: es siempre chato, inmotivado, carece de
entramado dramático: impide que el entendimiento piense sus propias
determinaciones, y que piense la forma en la que él mismo determina las
condiciones de representación de su “objeto natural”. La ontología sujeto
(entendimiento)-objeto (naturaleza) es de una pobreza filosófica y
política extrema, y más temprano o más tarde termina por devorar al propio
tiempo histórico-simbólico de la filosofía y de la política, achatándolo en una
epistemología ciega en la que el entendimiento embiste permanentemente contra
la ineluctable positividad de su objeto, corrigiendo errores, modificando o
refutando teorías y paradigmas, empujando “revoluciones científicas”, etc.
La otra perspectiva, que
es la que yo prefiero seguir y que he bautizado (con cierta saña, siguiendo la
tradición) “idealista”, así, entre comillas, parte de una ontología sujeto-sujeto que
es infinitamente más rica que sujeto-objeto. Cada vez que me las
veo con el mundo, los objetos, la realidad y la historia, me enfrento al
discurso de otro sujeto (un sujeto social, colectivo, una estructura, un
lenguaje que conceptualiza prácticas históricas colectivas y que por tanto no
es arbitrario con relación a esas prácticas). En otras palabras: me enfrento no
con el mundo ni con la realidad ni con los objetos, sino con el concepto o la
idea o el significante mundo, realidad, objeto.
La relación sujeto-sujeto siempre está dañada y se establece en y sobre ese
daño: el Otro sólo es sujeto para mí a condición de que se mantenga intacta esa
posibilidad de que me engañe o me mienta, y yo sólo soy sujeto con relación al
otro en tanto admita la posibilidad de ese daño: nunca habrá una relación
plena, nunca podré poseer ni decir completamente al Otro. No estamos en el
mismo plano: nunca habrá, entre dos sujetos, algo como una polémica o un debate
(confrontación argumentativa de enunciados, refutación de errores, reformas de
las viejas teorías, etc.).
7.
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Recurro a la clásica
caracterización marxiana del fetichismo de la mercancía: “una relación
social determinada de los hombres entre sí reviste para ellos la forma
fantástica de una relación de las cosas entre sí” (El
Capital). Podemos extremar el esfuerzo hasta los análisis de la llamada
“abstracción real” de Alfred Sohn-Rethel, que pueden resumirse groseramente
diciendo que las sociedades no podrían haber llegado a la abstracción extrema
de “objeto” si no hubiera mediado una práctica colectiva generalizada de
intercambio de bienes o mercancías. En otras palabras, “objeto” es la
conceptualización abstracta de una práctica social sostenida en la historia.
Ahora bien: ¿cómo compatibilizar estos análisis del fetichismo (que no sería
sino una especie de exacerbación del “materialismo”), con los clisés realistas
o materialistas del tipo base-superestructura, o de la ideologiekritik que
contrapone la ideología como “falsa conciencia” a algo que funciona como una
verdad que consistiría en una captura plena (“científica”) de lo real de
la base o infraestructura económica, si ya la base o la infraestructura es el principal
de los engaños o de los malentendidos? Pues bien. Podemos decir que ideología es
el momento simbólico de un modo económico, o por lo menos un momento provisto
de cierta potencia de simbolización, mientras que fetichismo es
su momento mágico o loco. La ideología cubre u oculta una realidad insoportable
(injusticia, explotación, violencia, esclavitud) con un sentido que es un
“engaño” narrativo fabuloso (política, derecho, filosofía, literatura, valores
morales, patrióticos, religiosos, etc.) capaz de crear adhesiones, verdad y
praxis colectiva. Este “engaño” se combate, antes que enfrentando estos
sentidos falsos a alguno verdadero, enfrentando al sujeto a lo real sin sentido
de la economía para que, oportunamente, él mismo la resignifique y le atribuya
nuevos sentidos (es similar al procedimiento de desmentida de Moran o de
“Verbal” Kint). Se entenderá que toda esta operación presupone que ya hay algo
como un sujeto capaz de levantar su soberanía (construir su para-sí)
entre lo real de la infraestructura económica y lo simbólico de la ideología
(su potencia crítica) al separarla de su sombra imaginaria (ideología como un
mero modo inmediato de vivir el mundo). La paradoja es que por un lado la
política es ideología en tanto síntoma o fantasma de la
infraestructura económica y por tanto puede y debe ser criticada, pero por otro
lado la política y la ideología son también cierto lugar o cierto momento de la
superestructura que hace posible el pensamiento, el juicio y la crítica a la
infraestructura. El punto imposible que hace posible y necesaria la distinción
misma entre infra y superestructura. ¿Es libre el lenguaje que me permite
pensar en mi opresión y por tanto en mi liberación o mi emancipación, si ese
lenguaje proviene de una estructura de privilegios, de opresión, de injusticia
y de alienación? Evidentemente, la solución de la paradoja es no resolverla, en
el sentido de evitar que el equilibrio se deslice hacia alguno de los dos polos
concretos: infraestructura (como lo real de la opresión)
o superestructura (como el discurso fantasmal de ese real),
disolver la política como mero epifenómeno parasitario de la economía (lo
real), o disolver el modo económico en el orden del discurso (lo
imaginario). (En este punto era que jugaba su verdad el viejo debate
entre materialismo e idealismo.) La cuestión es
entender que la economía como lo real que sobredetermina a la
política (en tanto ideología) y la política (necesariamente ideológica) como
única posibilidad de lenguaje que permite pensar la economía, no es una simple
petición de principio o un paralogismo, como observaría algún analítico grosero
(“analítico grosero”, ese pleonasmo): es una paradoja constitutiva de teoría y
pensamiento críticos (lo simbólico). Ni la economía es real ni
la política es una mera proyección imaginaria, por tanto el asunto
no es disolver todo en lo real o disolver todo en lo imaginario. Es
entender que la instancia simbólica pasa por postular el antagonismo entre
ambas.
8.
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Esta ecuación permite
ligar ideología y fetichismo. El fetichismo es una recaída: es,
radicalmente, una especie de fascinación de lo real, un encantamiento
imaginario con el objeto parcial sin discurso ni teoría. Combatir el fetichismo
implica hilar la crítica en un entramado mucho más fino que la simple
mostración de una realidad oculta. Pues el fetichismo está en las antípodas de
la ideología. El fetiche no es un manto de sentido destinado a ocultar una
realidad atroz, sino que es el objeto parcial positivo, el objeto
abstracto-concreto que oculta la ausencia de sentido: la imagen que
oculta la ausencia de realidad (Baudrillard). Su forma más perfecta es
la forma-dinero. El fetichismo es lo real mismo clavado en el cuerpo y en los
sentidos: es la consagración de la brutal objetalidad del mundo y de la
realidad, un mundo sin metáfora, sin significante y sin Sujeto, un gran
mecanismo automático, medible empíricamente, despiadadamente pragmático. Y,
sobre todo, con un gigantesco odio paranoico a toda trascendencia y a toda
metafísica.
Tal vez el silencioso
desplazamiento de Marx desde la ideología (en la Ideología Alemana,
1845) al fetichismo (en El Capital, 1867) tenga algo que ver con la
intuición de que el capitalismo, radicalmente, sólo podía tender al fetichismo,
a la lógica inmanente, totalmente asimbólica, de la circulación y del valor de
cambio. El fetichismo, insisto, es la recaída de la ideología, es la
imposibilidad de salir del estado de desmentida y por tanto la instalación
definitiva de un mundo sin genios malignos ni dioses engañadores, que forcluye
a Moran o a “Verbal” Kint y que inevitablemente desemboca en un mundo
asimbólico. Es tentador: ¿diremos que la ideología es neurótica y
el fetichismo es psicótico?
Si se pudiera decir que
hay momentos ideológicos y momentos fetichistas en
la historia (en la historia del capitalismo moderno, por lo menos), es bastante
obvio que hoy estamos en la cumbre de un momento fetichista: un triunfo radical
de la ontología sujeto-objeto, y en última instancia, de la imagen, y del
objeto mismo. Así, insisto, el tema no es la vieja discusión clásica entre
materialismo e idealismo (decir que Kant o Hegel eran idealistas y que Marx era
materialista no tiene la menor pertinencia ni la menor relevancia), ni esos
lugares comunes que se han repetido desde principios de siglo 20 de que Marx
puso al idealismo hegeliano de cabeza, etc. El problema político-filosófico
contemporáneo ocurre más bien entre la inmanencia y la trascendencia,
entre el mundo de la vida (fetiche) y el sistema significante, la teoría y la
crítica (la posibilidad simbólica de la ideología). Y quizás parte de esta
faena teórica consista en re-hegelizar a Marx. Sacar a Marx de lo que Badiou
llamó “la pasión de lo real”, característica del siglo pasado: la tentación de
construir “en lo real” (con las coartadas del materialismo, de la ciencia,
etc.) una sociedad cuya utopía solamente puede ser simbólica, de superación y
crítica.
(*) Extraído, con autorización del autor, de http://sandinonunez.blogspot.com/2013/05/de-genios-malignos-y-dioses-que-enganan.html.
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