El sublime objeto de la democracia
(1)
Hoy día el consenso democrático es
el síntoma más elocuente de que la política no puede tener lugar: el disenso se
ofrece como una figura que amenaza a la democracia. Así, el huevazo recibido
por el candidato presidencial del Frente Amplio Daniel Martínez suscitó algunos
comentarios extraños: el líder nacionalista Larrañaga dijo en su Twitter que
era una reacción antidemocrática. El huevazo es cualquier cosa (negativa,
irrisoria, irrisoriamente negativa, reprobable), podemos pensar, menos una
reacción que haya tenido que ver con un gesto anti-democrático (creemos saber
en qué sentido lo dijo Larrañaga, pero ¿no hay un exceso, previsible por lo
demás, en sus palabras?). Y sin embargo, ahí está de nuevo esa palabrita
sacrosanta: democracia, reducto que
alivia de cualquier sospecha de ir en su contra, sostén de los discursos
bienpensantes que entienden la democracia como el lugar del equilibrio de las
opiniones, como si esta fuera la cuestión decisiva. La democracia se presenta,
pues, como la escena de una corrección política siempre vigilante de los
excesos anti-democráticos, como si sobre aquella pendiera, en todo momento, la
espada de Damocles.
Sobre el consenso, dice Jacques Rancière:
El significado de “consenso”, en efecto, no es el acuerdo de las
personas entre sí, sino el del sentido con el sentido: el acuerdo entre un
régimen sensible de presentación de las cosas y un modo de interpretación de su
sentido. El consenso que nos gobierna es una máquina de poder en la medida en
que es una máquina de visión. Solo pretende constatar lo que todos pueden ver
combinando dos proposiciones sobre el estado del mundo; una dice que por fin
estamos en paz, otro enuncia la condición de esa paz: el reconocimiento de que
solo hay lo que hay[1].
En consecuencia, se comprende que cierto
estado consensual domine los discursos en los que se emplea la palabra democracia, pero no solo ella: también educación, particularmente en los
discursos de las autoridades políticas y educativas, aunque no menos en el
común de la gente (hay ya instalada una doxa).
Democracia parece constituir,
decíamos, un salvoconducto discursivo para el hablante, que le permite despejar
cualquier sospecha sobre sus deseos e intenciones, siempre sujetos a la
posibilidad de que sean espurios, oscuros o sombríos, mentirosos.
Conjuntamente, la palabra democracia
alude al estado igualmente siempre precario de una forma de vida que debe
cuidarse y que permanentemente está amenazada[2]:
por una opinión discordante subida de tono (tachada rápida y fácilmente de
intolerante y, por ende, de antidemocrática), por una protesta callejera, por
la universalidad en el juego de las interpretaciones y de las posiciones
enunciativas que se asumen en él, por la idea filosófica de verdad, etc.
Por su parte, educación tiene, ya es archiconocido, una profunda y asentada
solidaridad con términos marcadamente empresariales, del tipo de gestión, competencias, habilidades,
liderazgo y aprendizaje basado en proyectos. Alejada de enseñanza, educación
parece rechazar todo lo que viene junto a aquella: las disciplinas, los
contenidos, las asignaturas, los escritos como forma de evaluación, prefiriendo,
en su defecto, lo vago y difuso, lo hueco, bajo el arropamiento de la
interdisciplinariedad, la multidisciplinariedad y la transdisciplinariedad. De
la misma forma, cosas como el mindfulness
ocupan un lugar central en los procesos educativos (las charlas de
especialistas "polulan" cada vez más y se hacen virales), hecho que desplaza el problema de la educación (por
ejemplo, la alfabetización) hacia el terreno de la psicología positiva y del
aprender a aprender o el aprendizaje profundo (deep learning), dejando de lado o sencillamente olvidando las
condiciones materiales del acontecimiento educativo y su naturaleza
inherentemente política. Las técnicas de meditación, el empoderamiento y un
yoga 2.0 se proponen como las claves para abandonar nuestras posiciones
enunciativas del eterno reclamo y la queja eterna (mientras sigamos así, parece
pensarse, no saldremos de la situación de crisis en la que estamos inmersos) y
volvernos dueños de nuestras vidas en cada punto del tejido profesional y
cotidiano, en cada pliegue del hacer y del pensar, en los que la interioridad
es la fuente de una verdad cuyos efectos colorarían de rosa el trabajo docente.
Hemos de añadir que el éxito de estas perspectivas que se introducen en
el campo educativo está asegurado por la propagación acrítica de sus enunciados
rosaditos, que la prensa capitalina recoge de forma igualmente acrítica sin la
menor objeción: véase la nota de la
diaria del 5 de setiembre de 2019, “Qué es el estrés y cómo prevenirlo”
(Sección Educación), a partir de la cual nos desayunamos de que los docentes
sufren estrés, para cuya solución el mindfulness
se presenta como una opción interesante y deseable. Y este desayuno –con un
apaciguado yogur con cereales y todo muy natural– ocurre sin objeción alguna:
plena aceptación de la entrevistadora, una legitimación que se refugia en la
idea de que se está informado, de que hay que escuchar todas las campanas. Sin
embargo, me gustaría entender esta actitud periodística como parte del ambiente
que se respira en la actualidad, el ambiente de la corrección política y del
consenso como dos figuras policiales que fijan cierto reparto de lo sensible y
lo consolidan desde la falta de una mirada política de las cosas en tanto
crítica al orden consensual establecido o en establecimiento. Dada esta falta
de crítica, se solidifica el consenso.
La aceptación consagrada del sentido
de democracia y educación exhibe, en suma, el consenso utilitario actual (liberal y,
decíamos, bienpensante, y también “político”), cuyas consecuencias más
relevantes producen un vaciamiento de contenido de la idea de política como
suspensión del orden de la economía, como superación del dominio doméstico (oikos). Así pues, la política ya no se
entiende como una crítica al estado consensual en el que, tomando como base una
racionalidad política que confía en el acuerdo para llegar a entendimientos
tranquilos, equilibrados, elaborados a partir de la referencia a un telos comunicativo susceptible de ser
definido y con relación al cual los propios intercambios comunicativos
funcionan o deberían funcionar aceitadamente, todos vemos (así parece) las
mismas cosas. La verdad del discurso se encuentra afuera; los enunciados son
conmensurables con la realidad o con el punto en el que la raíz senso no le deja lugar al prefijo di–, evitando de este modo el
cuestionamiento de lo percibido, es decir, impidiendo una política de la esthesis. La política es, en todo caso,
la gestión de esos enunciados, la circunscripción del habla a la tarea
legislativa y a la tarea ejecutiva de gobernar el país según ciertos principios
empresariales (la idea de gobernabilidad supone este equilibrio pacífico entre
los agentes políticos).
(2)
En este marco más bien vacío y aguachento, poco proclive al disenso, la
obra de Jacques Rancière es, en todos los sentidos posibles, filosófica,
política. En la misma medida, escapa deliberadamente a todos los protocolos,
convencionalismos y gestos académicos, a los artilugios de una retórica
academicista vacua que suele ir a contracorriente del pensamiento auténticamente
reflexivo, de una producción intelectual genuinamente singular (especialmente
en tiempos de papers, de arbitrajes
como forma de legitimación y participación de la comunidad académica). El
propio punto enunciativo desde el que se despliega todo el discurso de Rancière
es exhibido como materia del discurso y como objeto de problematización, lo que
oficia como crítica a los discursos cientificistas que se sitúan del lado no
alienado de la vida (del lado del conocimiento, habitualmente denominado
científico) y cuya finalidad parecería ser develar las condiciones de
alienación de los alienados y hacerles saber por qué están alienados y qué
deberían hacer para salir de ese estado (por esta vía se edifica la crítica que
Rancière les dirige a Althusser y a Bourdieu).
La obra de Rancière es ella misma una escena en la que lo político no
se distingue de lo filosófico ni de lo literario, esto es, en la que el hombre
como ser hablante concita la articulación de lo político, lo filosófico y lo
literario. Así, lo político, lo filosófico y lo literario no constituyen
diferentes aristas del mismo “objeto”, sino que son, por así decirlo, la hechura
de la que está compuesto el hombre y el punto de anclaje de lo posible y lo
contingente como la reflexión acerca de que las cosas pueden ser de una manera
distinta de la que son. Como señala Rancière: “Un estado de las cosas es
siempre un paisaje de lo posible, y existen alteraciones de ese paisaje de lo
posible. Una vez más, esas alteraciones ocurren por el hecho de que ese paisaje
mismo es siempre heterogéneo”[3].
La política es, entonces, la actividad que suspende la racionalidad
argumentativa del consenso, de un discurso que transcurre sobre el piso seguro
de la corrección política, en la que este adjetivo significa exactamente lo
contrario de aquel sustantivo. Como se explaya Rancière:
Propongo ahora reservar el nombre de política a una actividad bien
determinada y antagónica de la primera [la policía, y agrego: la corrección
política y el consenso]: la que rompe la configuración sensible donde se
definen las partes y sus partes o su ausencia por un supuesto que por
definición no tiene lugar en ella: la de una parte de los que no tienen parte.
Esta ruptura se manifiesta por una serie de actos que vuelven a representar el
espacio donde se definían las partes, sus partes y la ausencia de partes. La
actividad política es la que desplaza a aun cuerpo del lugar que le estaba asignado
o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón para ser visto,
hace escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar, hace escuchar
como discurso lo que no era escuchado más que como ruido[4].
Así pues, cierto reparto de lo
sensible regula lo que vemos y lo que no, las personas que pueden hablar con
propiedad y pertinencia sobre lo que vemos y las que solo hacen ruido, esto es,
manifiestan una palabra impertinente; la relación entre los lugares sociales en
lo común, las palabras para nombrarlos y los cuerpos que los ocupan. La
política, en este contexto, desarma ese reparto de lo sensible introduciendo en
él el principio igualitario de la democracia, que implica que cualquiera puede
tener parte en ese común, porque cualquiera es un ser de palabra.
Espectacular o no, la actividad política es siempre un modo de
manifestación que deshace las divisiones sensibles del orden policial mediante
la puesta en acto de un supuesto que por principio le es heterogéneo, el de una
parte de los que no tienen parte, la que, en última instancia, manifiesta en sí
misma la pura contingencia del orden, la igualdad de cualquier ser parlante con
cualquier otro ser parlante[5].
(3)
Una serie de palabras pueden ser
útiles para ver los dominios sobre los cuales reflexiona Rancière, a condición
de que cada una se vea desbordada por las otras y que todas, más acá o más
allá, confundan sus límites: estética (literatura, cine, artes plásticas,
etc.), democracia, igualdad, desacuerdo, malentendido, consenso, y de nuevo,
política y filosofía.
Alumno de Louis Althusser, Rancière rompe
con sus enseñanzas a partir de un texto destinado a tales propósitos: La lección del Althuseer (1974), en el
que trazó explícitamente un camino contrario a los pensadores de la revelación
o el descubrimiento (como, en muchos aspectos, lo fue Althusser, cuando
planteaba que la voz del intelectual –de la ciencia– les revelaba a los proletarios el engaño en el
que vivían por los efectos de la ideología) o a los pensadores de la
reproducción (como Bourdieu y Passeron, especialmente en los trabajos
vinculados a la educación y al gusto), camino que ha construido laboriosamente
a partir de una idea central que ha exprimido hasta sus consecuencias más radicales:
la de que los hombres somos animales de palabra, esto es, animales políticos –zoon politikón (Aristóteles)–, por lo
que podemos torcer nuestro destino animal, la condición de zoon que, no obstante, no puede dejarse de lado, sin que ello
implique la necesidad de que algunos les digan a otros cómo hacerlo.
Para Rancière, el logos se desdobla en el producto de la
enunciación, lo que se dice, y la cuenta a la que se carga lo dicho, la propia
enunciación como lugar desde el que se habla y que determina lo que se dice.
Asimismo, el logos es el nombre de
una inconmensurabilidad radical, que define la imposibilidad de medir las
palabras respecto de las cosas que denotan como si aquellas estuvieran sujetas
a estas, es decir, como si la realidad fuera la evidencia que ofrece el telos de la conmensurabilidad de los
enunciados entre sí y de los enunciados con relación a las cosas.
En este contexto, el consenso
generalizado define el logos en
términos de los espacios sociales entre aquellos que solo pueden hacer lo que
ya hacen y, por ende, no pueden hacer otra cosa que reproducir la mano de obra,
las fuerzas productivas, en suma, el orden económico mismo, y aquellos otros
que tienen el tiempo para ocuparse de los asuntos de la vida en común. Así, el logos le pertenece a estos últimos,
mientras que los primeros se limitan a hacer ruido, a vivir en el mundo de la phoné: unos dicen con pertinencia, otros
son impertinentes.
Así pues, la figura policial de la democracia como lugar de un telos que permite medir la
“aceptabilidad democrática” de los enunciados es la verificación de un
particular reparto de lo sensible que ha distribuido palabra y ruido entre
quienes forman parte de la vida en sociedad: hay quienes hablan con pertinencia
y tienen el tiempo y el espacio para hacerlo y hay quienes, sin ese tiempo y
sin ese espacio, deben limitarse a hacer lo que ya hacen y lo que no pueden
dejar de hacer. Y la escuela, dirán algunos, es el lugar de la reproducción de
este espacio, allí donde se ejerce una violencia simbólica que, al parecer, no
puede hacer otra cosa que multiplicar los efectos de la partición (partage) señalada. Es un “lugar común”,
aunque no por ello deje de expresar cierta realidad, el discurso sobre la
reproducción de las condiciones sociales llevada adelante y consagrada por la
institución escolar. La escuela es incapaz de reducir las diferencias sociales
de partida, sostienen los más pesimistas; y no solo no las puede reducir, sino
que, además, las reproduce y, por ello, las profundiza. Sin embargo, la
escuela es también, y fundamentalmente, el espacio en el que hay tiempo para
hacer algo que, de otro modo, sería más difícil de realizar: pensar a través de
la lectura y la escritura, pensar el orden del que se abstrae como “espacio
crítico”. En este sentido, sostiene Rancière:
La escuela es el lugar privilegiado en que se ejerce la sospecha de la
no verdad de la democracia, la crítica de la separación entre su forma y su
realidad[6].
Esto significa que en la escuela se pone en entredicho la partición
entre quienes ejercen la democracia y sus privilegios y quienes la
experimentan, incluso la padecen. La escuela es, pues, el lugar en el que se
suspende el orden productivo y reproductivo mediante un acontecimiento que es
inherentemente político, en el que ocurre un encuentro de cuerpos que se miran
mutuamente y que también dicen cosas, mientras el mundo sigue funcionando y
todo permanece dividido entre quienes definen lo justo y lo injusto, lo bueno y
lo malo y lo conveniente y lo inconveniente para la vida en común y quienes se
limitan a ver cómo las cosas les suceden. Como espacio de suspensión, la
escuela, ambigua por naturaleza, es el lugar del ejercicio de la crítica,
puesto que pone entre paréntesis la vida doméstica del oikos, rompiendo el perímetro de lo mismo, de la cercanía, del
barrio y la familia.
Es cierto, en determinado sentido, que la escuela es la heredera
paradójica de la scholé
aristocrática. Esto significa que aquella iguala a aquellos que acoge, menos
por la universalidad de su saber o sus efectos de redistribución social, que
por su forma misma, que consiste en la separación respecto de la vida
productiva. La democracia tomó de las antiguas sociedades jerárquicas esta
forma que separa el ocio intelectual de la necesidad productiva[7].
En la conocida pregunta “¿Estudiás o
trabajás?”, la oposición entre las opciones presentadas impide ver que el
estudio es, sobre todo, la negación del trabajo, desde el momento en que la
institución educativa (para esta pregunta, la institución universitaria y
liceal) es el espacio en el que hay tiempo para pensar tanto el “mundo del
trabajo”, de la reproducción de la maquinaria productiva y el empleo de los
cuerpos a tales efectos, como el propio espacio enunciativo, su constitución
como superación (aufhebung) respecto
del orden del que toma distancia (necesariamente crítica). De naturaleza
originalmente aristocrática, la scholé
contiene un exceso que le permite criticarse a sí misma en nombre de la
distancia que ella instala y consagra con relación a su afuera, a la vida que
sencillamente ocurre, cuyo real es la economía (sin sentido, sin telos, sin política; un real que vemos
en los términos comunidad y territorio
en expresiones, por ejemplo, como construir
comunidad/territorio). Así, la scholé
define el sentido como sentido político (sentido y política son coextensivos),
mostrando que ella es un lugar en el que puede tener lugar un acontecimiento de verdad, la escena de una ruptura
que cuestiona el reparto entre el logos
y la phoné, a partir del cual la
propia scholé se configura como
espacio político.
(4)
En la novela La epopeya de las pequeñas muertes, del escritor uruguayo Fabián Muniz,
la nieta de Renato Pérez –el protagonista–, una joven que cursa facultad, se
dispone a rendir un examen de Literatura. Su profesor, de edad avanzada y
actitud conservadora, había “dado” la poesía (o al menos ciertos poemas) del
más o menos consagrado Pérez (la idea misma del “dar un autor” o “dar un poema”
ya resulta violentamente policial, totalizadora del sentido, por ende,
totalitaria). En cierto momento de un emblemático poema que habla de una jirafa,
el profesor declara su lectura acerca de la figura del bello animal. Dicha
lectura elimina de plano cualquier posibilidad de que la jirafa haya sido la
mascota de Pérez en su niñez, de que, en efecto, esa jirafa haya existido como
animal “corriente” en la casa del abuelo de la joven, quien conocía la historia
de oídas, aunque de oídas directas. Así, para el profesor, la jirafa
simbolizaba –y este es, quizás, uno de los problemas: simbolizaba– la altura desde la cual el poeta juzgaba el mundo.
Sentada frente a la hoja del examen, la nieta de Pérez se ve en la
disyuntiva acerca de qué opción elegir de la oferta de la consigna de su
profesor: “Había que elegir una de las dos propuestas: a) Las imágenes en la poesía
del Archiduque. b) El yo lírico en ‘La epopeya de las pequeñas muertes’ de
Renato Pérez”[8].
Este problema se volvía más interesante si se tenía en cuenta que ella, la
joven, no le había dicho a nadie que era la nieta del poeta canónico.
Finalmente, elige la opción b, con
lo cual se abre otra disyuntiva mucho más interesante y problemática: ¿qué
contestar?, ¿lo que ella conocía de la historia familiar sobre la jirafa o lo
que el profesor había explicado como su lectura –la lectura– de la figura de la jirafa en el poema en cuestión? Aquí,
para comprender la profundidad de lo problematizado, debemos tener en cuenta la
lógica misma de lo que Rancière llama orden explicador: hay uno que explica y
hay otro que necesita la explicación,
reproduciendo así, indefinidamente, la distancia establecida entre el maestro
sabio y el alumno, y consolidando la jerarquía de las inteligencias.
La presión es enorme: la nieta de
Renato Pérez sabe de primera mano cómo fueron las cosas; pero ella no quiere
darse a conocer y, de esta forma, legitimar su lectura (aunque esto último podría
ser cuestionable, como si su conocimiento de las cosas agotara la
interpretación, el sentido). Entonces, toma la decisión más común y corriente,
según cierta visión docente, protegiendo, podemos suponer, sus intereses como
estudiante promedio: repite lo que el profesor determinó como su lectura, luego
de haber “dado el tema”, esto es, luego de haber ejercido el lugar autoritario
del “dar el tema”, de definir sobre sus límites, sobre su alcance, un “hasta
acá va el poema, está agotado (porque yo soy el profesor)”.
Esta escena ilustra con toda
claridad la jerarquía de las inteligencias que domina la explicación docente en
la enseñanza de la literatura, es decir, el carácter autoritario de esta
enseñanza, que aparece también en el juego interpretativo de los analistas
políticos o los politólogos cuando hablan, por ejemplo, de las elecciones y las
encuestas que alimentan sus discursos. Esta “política” practicada en la
opinología cotidiana e incluso académica se expone con toda claridad en la
tertulia del programa radial “En Perspectiva”, conducido por Emiliano Cotelo y
transmitido por Radiomundo 1170 AM. Aquí, tres de cada cuatro martes hay una
mesa de análisis político, como si en el resto de las mesas del resto de los
días no hubiera política o hubiera algo que acaso tuviera que ver con la política,
pero que no sería propiamente la política. Y en los programas en los que sí se
hace política, son las encuestas las que mandan: parece que los politólgos de
turno no pueden hacer política si no es acudiendo a las diversas encuetas que
mapean el territorio electoral uruguayo, las preferencias de las personas y las
posibilidades de los candidatos presidenciales. Las encuestas como dispositivo
introducen la lógica misma del dispositivo encuesta como punto de referencia
insoslayable por fuera del cual nada puede ser dicho, nada tiene soporte
científico, en suma, nada posee interés[9].
Este jerarquía de las inteligencias (su carácter policial) aparece
también en el funcionamiento del discurso de las personas que componen
“emprendimientos” como Eduy21, cuya palabra –diagnóstica y propositiva, dicen–
asume el lugar de la verdad científica, del “intelectual” tecnócrata, una
posición técnica que recorta un espacio propio de logos, situándose como una posición plural, sin colores políticos
ni ideologías que pudieran entorpecer la manera en que se concibe el fenómeno
educativo; una palabra que aparece avalada, digámoslo así, por el discurso
sociológico y, claro está, sus implicancias policiales.
En este contexto, sindicato, e incluso gremio estudiantil, son el nombre de una impertinencia para el logos que detenta la política partidaria
y que define la distribución y la circulación de sus lugares y de los cuerpos
que hablan con pertinencia y sus criterios de propiedad, un reparto de espacios
y de tiempos de pertinencia, de abstracción respecto de la reproducción de la
máquina productiva. El ejercicio de la autoridad (en el Poder Ejecutivo, en el
Consejo Directivo Central de la Administración Nacional de Educación Pública,
etc.), como piden algunos, es la exclusión de esa impertinencia que quiere
tomar parte de un lugar en el que no tienen parte (en el que son “los sin
parte”), para definir la forma que habrá de adoptar lo común[10].
Que los trabajadores trabajen es el archienunciado de esa palabra técnica
(policial) que quiere mantener fijo el reparto de los roles a partir del cual
el obrero es aquel que no puede hacer otra cosa que ser obrero, es decir,
trabajar y reproducir la máquina productiva, del mismo modo en que los maestros
y profesores tienen que dedicarse a dar clase y dejarse de pensar en la
participación en los órganos de gobierno de la enseñanza, en tomar parte del
común del que no son parte. No pocos son los que piensan así: “zapatero a su
zapato” es un refrán policial, autoritario, que divide el espacio común, por un
lado, en ese logos pertinente (de
políticos y técnicos) y, por otro, en esas voces
ruidosas que, zumbando como moscas impertinentes que vuelven una y otra vez,
interrumpen el plácido fluir de la palabra técnica que debe ejercer la
autoridad detentando el logos. El
odio a la democracia[11]
se expresa notoria y notablemente en el odio a los sindicatos, en el reclamo
del ejercicio del poder que consagra la Constitución, en ese refrán que confina
al artesano de las manos y el cuero a no poder tomar parte del pensamiento y la
lengua comunes: “quédese en su taller fabricando lo que el mercado le dicta,
que nosotros nos ocupamos de las cosas de la vida en común”.
De la misma manera, que los
estudiantes estudien es el intento de exclusión de adolescentes y jóvenes
de la política, reservada para los legisladores y las autoridades políticas, es
decir, para el juego de la partidocracia que le da forma a la sólida democracia
uruguaya. Esta concepción de las cosas puede verse en el reclamo del diputado
Jorge Gandini cuando, en el programa matinal de La Tele “Desayunos informales”
del 25/9/19, a propósito de la defensa de la reforma Vivir sin Miedo impulsada
por el senador Jorge Larrañaga, señalaba que nadie del gobierno le había dado
un debate y que, por ende, había debatido, en instancias menores, casi
insignificantes e impertinentes, con “unos muchachos de la FEUU” (sic). Añadió
que, sin embargo, a pesar de la ausencia de debate, el Frente Amplio mandó a
unos estudiantes a colgar carteles contra la reforma. La política para los políticos es el enunciado que reposa en el
fondo de sus planteos, y un odio a la democracia rompe los ojos. En este
contexto, la violación de la laicidad esgrimida por algunos legisladores del
Partido Nacional (opinar sobre la reforma Vivir sin Miedo atenta contra la
laicidad de la enseñanza, dicen), es una figura policial que reparte, para
unos, la palabra pertinente, esto es, la palabra que concierne a la vida en
común y a su definición, y, para otros, la pasividad de lo que sus lugares en
el reparto de lo sensible les dictamina: estudiar y, llegado el caso, opinar de
las cuestiones de la polis en el ámbito
del oikos.
[1] Jacques Rancière, Crónicas
de los tiempos consensuales, Buenos Aires: Waldhuter Editores, 2018 [2005].
[2] Cf. Sandino Núñez, Breve diccionario para tiempos estúpidos. Observaciones oscuras sobre
ontología pagana, Montevideo: Criatura Editora, 2014.
[3] Jacques Rancière, El
método de la igualdad. Conversaciones con Laurent Jeanpierre y Dork Zabunyan,
Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 2014, p. 95.
[4] Jacques Rancière, El
desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión,
1996 [1995], p. 45.
[5] Ibíd., pp. 45-46.
[6] Jacques Rancière, En
los bordes de lo político, Buenos Aires: Ediciones La Cebra, 2011 [1998],
p. 73.
[7] Ibíd., p. 77.
[8] Fabián Muniz, La
epopeya de las pequeñas muertes, Montevideo: Editorial Fin de Siglo, 2016,
p. 103.
[9] En el libro de Kristin Ross: Mayo del 68 y sus vidas posteriores. Ensayo contra la despolitización
del la memoria (Madrid: Acuarela & A. Machado, 2008) podemos leer sobre
el discurso sociológico, a partir de la asunción de la postura de Rancière: “Incluso
la sociología más sutil nos devuelve a un habitus,
una forma de ser, unos cimientos sociales o serie de determinaciones que
confirman que en resumidas cuentas las cosas no podrían haber ocurrido de forma
diferente de como son, que las cosas no podían ser distintas. […] La policía
lleva a cabo su escrutinio de forma estadística: trata con grupos definidos por
diferencias de nacimiento, funciones, lugares e intereses. La policía es otro
nombre para la constitución simbólica de lo social: lo social como un conjunto
de grupos con formas de obrar específicas e identificables –‘perfiles’– que
asignan, de forma casi natural, a los lugares donde se realizan esas
ocupaciones” (p. 62).
[10] Esa impertinencia es la misma que la del niño que, en
una conversación de adultos –quienes saben de qué hablan y definen la
organización de la vida en común en cuanto tal–, interviene con sus necesidades
(afectivas, fisiológicas, escolares, etc.) y que, a cambio, recibe la
indiferencia y/o la expulsión explícita de los adultos respecto del espacio y
del tiempo en el que tiene lugar el logos.
Así, de aquel lado, un otro lado, la palabra del niño irrumpe impertinente como
un ruido que no deja oír
adecuadamente la palabra que los adultos dicen e intercambian.
[11] Jacques Rancière, El
odio a la democracia, Buenos Aires: Amorrortu editores, 2006.
Dibujo: Pablo Scagliola (Larrañaga y Rancière)
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