El sublime objeto de la democracia




 Por Santiago Cardozo González


(1)

            Hoy día el consenso democrático es el síntoma más elocuente de que la política no puede tener lugar: el disenso se ofrece como una figura que amenaza a la democracia. Así, el huevazo recibido por el candidato presidencial del Frente Amplio Daniel Martínez suscitó algunos comentarios extraños: el líder nacionalista Larrañaga dijo en su Twitter que era una reacción antidemocrática. El huevazo es cualquier cosa (negativa, irrisoria, irrisoriamente negativa, reprobable), podemos pensar, menos una reacción que haya tenido que ver con un gesto anti-democrático (creemos saber en qué sentido lo dijo Larrañaga, pero ¿no hay un exceso, previsible por lo demás, en sus palabras?). Y sin embargo, ahí está de nuevo esa palabrita sacrosanta: democracia, reducto que alivia de cualquier sospecha de ir en su contra, sostén de los discursos bienpensantes que entienden la democracia como el lugar del equilibrio de las opiniones, como si esta fuera la cuestión decisiva. La democracia se presenta, pues, como la escena de una corrección política siempre vigilante de los excesos anti-democráticos, como si sobre aquella pendiera, en todo momento, la espada de Damocles.
Sobre el consenso, dice Jacques Rancière:

El significado de “consenso”, en efecto, no es el acuerdo de las personas entre sí, sino el del sentido con el sentido: el acuerdo entre un régimen sensible de presentación de las cosas y un modo de interpretación de su sentido. El consenso que nos gobierna es una máquina de poder en la medida en que es una máquina de visión. Solo pretende constatar lo que todos pueden ver combinando dos proposiciones sobre el estado del mundo; una dice que por fin estamos en paz, otro enuncia la condición de esa paz: el reconocimiento de que solo hay lo que hay[1].

            En consecuencia, se comprende que cierto estado consensual domine los discursos en los que se emplea la palabra democracia, pero no solo ella: también educación, particularmente en los discursos de las autoridades políticas y educativas, aunque no menos en el común de la gente (hay ya instalada una doxa). Democracia parece constituir, decíamos, un salvoconducto discursivo para el hablante, que le permite despejar cualquier sospecha sobre sus deseos e intenciones, siempre sujetos a la posibilidad de que sean espurios, oscuros o sombríos, mentirosos. Conjuntamente, la palabra democracia alude al estado igualmente siempre precario de una forma de vida que debe cuidarse y que permanentemente está amenazada[2]: por una opinión discordante subida de tono (tachada rápida y fácilmente de intolerante y, por ende, de antidemocrática), por una protesta callejera, por la universalidad en el juego de las interpretaciones y de las posiciones enunciativas que se asumen en él, por la idea filosófica de verdad, etc.
            Por su parte, educación tiene, ya es archiconocido, una profunda y asentada solidaridad con términos marcadamente empresariales, del tipo de gestión, competencias, habilidades, liderazgo y aprendizaje basado en proyectos. Alejada de enseñanza, educación parece rechazar todo lo que viene junto a aquella: las disciplinas, los contenidos, las asignaturas, los escritos como forma de evaluación, prefiriendo, en su defecto, lo vago y difuso, lo hueco, bajo el arropamiento de la interdisciplinariedad, la multidisciplinariedad y la transdisciplinariedad. De la misma forma, cosas como el mindfulness ocupan un lugar central en los procesos educativos (las charlas de especialistas "polulan" cada vez más y se hacen virales), hecho que desplaza el problema de la educación (por ejemplo, la alfabetización) hacia el terreno de la psicología positiva y del aprender a aprender o el aprendizaje profundo (deep learning), dejando de lado o sencillamente olvidando las condiciones materiales del acontecimiento educativo y su naturaleza inherentemente política. Las técnicas de meditación, el empoderamiento y un yoga 2.0 se proponen como las claves para abandonar nuestras posiciones enunciativas del eterno reclamo y la queja eterna (mientras sigamos así, parece pensarse, no saldremos de la situación de crisis en la que estamos inmersos) y volvernos dueños de nuestras vidas en cada punto del tejido profesional y cotidiano, en cada pliegue del hacer y del pensar, en los que la interioridad es la fuente de una verdad cuyos efectos colorarían de rosa el trabajo docente.
Hemos de añadir que el éxito de estas perspectivas que se introducen en el campo educativo está asegurado por la propagación acrítica de sus enunciados rosaditos, que la prensa capitalina recoge de forma igualmente acrítica sin la menor objeción: véase la nota de la diaria del 5 de setiembre de 2019, “Qué es el estrés y cómo prevenirlo” (Sección Educación), a partir de la cual nos desayunamos de que los docentes sufren estrés, para cuya solución el mindfulness se presenta como una opción interesante y deseable. Y este desayuno –con un apaciguado yogur con cereales y todo muy natural– ocurre sin objeción alguna: plena aceptación de la entrevistadora, una legitimación que se refugia en la idea de que se está informado, de que hay que escuchar todas las campanas. Sin embargo, me gustaría entender esta actitud periodística como parte del ambiente que se respira en la actualidad, el ambiente de la corrección política y del consenso como dos figuras policiales que fijan cierto reparto de lo sensible y lo consolidan desde la falta de una mirada política de las cosas en tanto crítica al orden consensual establecido o en establecimiento. Dada esta falta de crítica, se solidifica el consenso.     
            La aceptación consagrada del sentido de democracia y educación exhibe, en suma, el consenso utilitario actual (liberal y, decíamos, bienpensante, y también “político”), cuyas consecuencias más relevantes producen un vaciamiento de contenido de la idea de política como suspensión del orden de la economía, como superación del dominio doméstico (oikos). Así pues, la política ya no se entiende como una crítica al estado consensual en el que, tomando como base una racionalidad política que confía en el acuerdo para llegar a entendimientos tranquilos, equilibrados, elaborados a partir de la referencia a un telos comunicativo susceptible de ser definido y con relación al cual los propios intercambios comunicativos funcionan o deberían funcionar aceitadamente, todos vemos (así parece) las mismas cosas. La verdad del discurso se encuentra afuera; los enunciados son conmensurables con la realidad o con el punto en el que la raíz senso no le deja lugar al prefijo di–, evitando de este modo el cuestionamiento de lo percibido, es decir, impidiendo una política de la esthesis. La política es, en todo caso, la gestión de esos enunciados, la circunscripción del habla a la tarea legislativa y a la tarea ejecutiva de gobernar el país según ciertos principios empresariales (la idea de gobernabilidad supone este equilibrio pacífico entre los agentes políticos).

(2)

En este marco más bien vacío y aguachento, poco proclive al disenso, la obra de Jacques Rancière es, en todos los sentidos posibles, filosófica, política. En la misma medida, escapa deliberadamente a todos los protocolos, convencionalismos y gestos académicos, a los artilugios de una retórica academicista vacua que suele ir a contracorriente del pensamiento auténticamente reflexivo, de una producción intelectual genuinamente singular (especialmente en tiempos de papers, de arbitrajes como forma de legitimación y participación de la comunidad académica). El propio punto enunciativo desde el que se despliega todo el discurso de Rancière es exhibido como materia del discurso y como objeto de problematización, lo que oficia como crítica a los discursos cientificistas que se sitúan del lado no alienado de la vida (del lado del conocimiento, habitualmente denominado científico) y cuya finalidad parecería ser develar las condiciones de alienación de los alienados y hacerles saber por qué están alienados y qué deberían hacer para salir de ese estado (por esta vía se edifica la crítica que Rancière les dirige a Althusser y a Bourdieu).
La obra de Rancière es ella misma una escena en la que lo político no se distingue de lo filosófico ni de lo literario, esto es, en la que el hombre como ser hablante concita la articulación de lo político, lo filosófico y lo literario. Así, lo político, lo filosófico y lo literario no constituyen diferentes aristas del mismo “objeto”, sino que son, por así decirlo, la hechura de la que está compuesto el hombre y el punto de anclaje de lo posible y lo contingente como la reflexión acerca de que las cosas pueden ser de una manera distinta de la que son. Como señala Rancière: “Un estado de las cosas es siempre un paisaje de lo posible, y existen alteraciones de ese paisaje de lo posible. Una vez más, esas alteraciones ocurren por el hecho de que ese paisaje mismo es siempre heterogéneo”[3].
La política es, entonces, la actividad que suspende la racionalidad argumentativa del consenso, de un discurso que transcurre sobre el piso seguro de la corrección política, en la que este adjetivo significa exactamente lo contrario de aquel sustantivo. Como se explaya Rancière:

Propongo ahora reservar el nombre de política a una actividad bien determinada y antagónica de la primera [la policía, y agrego: la corrección política y el consenso]: la que rompe la configuración sensible donde se definen las partes y sus partes o su ausencia por un supuesto que por definición no tiene lugar en ella: la de una parte de los que no tienen parte. Esta ruptura se manifiesta por una serie de actos que vuelven a representar el espacio donde se definían las partes, sus partes y la ausencia de partes. La actividad política es la que desplaza a aun cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón para ser visto, hace escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar, hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido[4].

            Así pues, cierto reparto de lo sensible regula lo que vemos y lo que no, las personas que pueden hablar con propiedad y pertinencia sobre lo que vemos y las que solo hacen ruido, esto es, manifiestan una palabra impertinente; la relación entre los lugares sociales en lo común, las palabras para nombrarlos y los cuerpos que los ocupan. La política, en este contexto, desarma ese reparto de lo sensible introduciendo en él el principio igualitario de la democracia, que implica que cualquiera puede tener parte en ese común, porque cualquiera es un ser de palabra.
 
Espectacular o no, la actividad política es siempre un modo de manifestación que deshace las divisiones sensibles del orden policial mediante la puesta en acto de un supuesto que por principio le es heterogéneo, el de una parte de los que no tienen parte, la que, en última instancia, manifiesta en sí misma la pura contingencia del orden, la igualdad de cualquier ser parlante con cualquier otro ser parlante[5].

(3)
    
            Una serie de palabras pueden ser útiles para ver los dominios sobre los cuales reflexiona Rancière, a condición de que cada una se vea desbordada por las otras y que todas, más acá o más allá, confundan sus límites: estética (literatura, cine, artes plásticas, etc.), democracia, igualdad, desacuerdo, malentendido, consenso, y de nuevo, política y filosofía.  
            Alumno de Louis Althusser, Rancière rompe con sus enseñanzas a partir de un texto destinado a tales propósitos: La lección del Althuseer (1974), en el que trazó explícitamente un camino contrario a los pensadores de la revelación o el descubrimiento (como, en muchos aspectos, lo fue Althusser, cuando planteaba que la voz del intelectual –de la ciencia–  les revelaba a los proletarios el engaño en el que vivían por los efectos de la ideología) o a los pensadores de la reproducción (como Bourdieu y Passeron, especialmente en los trabajos vinculados a la educación y al gusto), camino que ha construido laboriosamente a partir de una idea central que ha exprimido hasta sus consecuencias más radicales: la de que los hombres somos animales de palabra, esto es, animales políticos –zoon politikón (Aristóteles)–, por lo que podemos torcer nuestro destino animal, la condición de zoon que, no obstante, no puede dejarse de lado, sin que ello implique la necesidad de que algunos les digan a otros cómo hacerlo.
            Para Rancière, el logos se desdobla en el producto de la enunciación, lo que se dice, y la cuenta a la que se carga lo dicho, la propia enunciación como lugar desde el que se habla y que determina lo que se dice. Asimismo, el logos es el nombre de una inconmensurabilidad radical, que define la imposibilidad de medir las palabras respecto de las cosas que denotan como si aquellas estuvieran sujetas a estas, es decir, como si la realidad fuera la evidencia que ofrece el telos de la conmensurabilidad de los enunciados entre sí y de los enunciados con relación a las cosas.
            En este contexto, el consenso generalizado define el logos en términos de los espacios sociales entre aquellos que solo pueden hacer lo que ya hacen y, por ende, no pueden hacer otra cosa que reproducir la mano de obra, las fuerzas productivas, en suma, el orden económico mismo, y aquellos otros que tienen el tiempo para ocuparse de los asuntos de la vida en común. Así, el logos le pertenece a estos últimos, mientras que los primeros se limitan a hacer ruido, a vivir en el mundo de la phoné: unos dicen con pertinencia, otros son impertinentes.
Así pues, la figura policial de la democracia como lugar de un telos que permite medir la “aceptabilidad democrática” de los enunciados es la verificación de un particular reparto de lo sensible que ha distribuido palabra y ruido entre quienes forman parte de la vida en sociedad: hay quienes hablan con pertinencia y tienen el tiempo y el espacio para hacerlo y hay quienes, sin ese tiempo y sin ese espacio, deben limitarse a hacer lo que ya hacen y lo que no pueden dejar de hacer. Y la escuela, dirán algunos, es el lugar de la reproducción de este espacio, allí donde se ejerce una violencia simbólica que, al parecer, no puede hacer otra cosa que multiplicar los efectos de la partición (partage) señalada. Es un “lugar común”, aunque no por ello deje de expresar cierta realidad, el discurso sobre la reproducción de las condiciones sociales llevada adelante y consagrada por la institución escolar. La escuela es incapaz de reducir las diferencias sociales de partida, sostienen los más pesimistas; y no solo no las puede reducir, sino que, además, las reproduce y, por ello, las profundiza. Sin embargo, la escuela es también, y fundamentalmente, el espacio en el que hay tiempo para hacer algo que, de otro modo, sería más difícil de realizar: pensar a través de la lectura y la escritura, pensar el orden del que se abstrae como “espacio crítico”. En este sentido, sostiene Rancière:

La escuela es el lugar privilegiado en que se ejerce la sospecha de la no verdad de la democracia, la crítica de la separación entre su forma y su realidad[6].

Esto significa que en la escuela se pone en entredicho la partición entre quienes ejercen la democracia y sus privilegios y quienes la experimentan, incluso la padecen. La escuela es, pues, el lugar en el que se suspende el orden productivo y reproductivo mediante un acontecimiento que es inherentemente político, en el que ocurre un encuentro de cuerpos que se miran mutuamente y que también dicen cosas, mientras el mundo sigue funcionando y todo permanece dividido entre quienes definen lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo y lo conveniente y lo inconveniente para la vida en común y quienes se limitan a ver cómo las cosas les suceden. Como espacio de suspensión, la escuela, ambigua por naturaleza, es el lugar del ejercicio de la crítica, puesto que pone entre paréntesis la vida doméstica del oikos, rompiendo el perímetro de lo mismo, de la cercanía, del barrio y la familia.

Es cierto, en determinado sentido, que la escuela es la heredera paradójica de la scholé aristocrática. Esto significa que aquella iguala a aquellos que acoge, menos por la universalidad de su saber o sus efectos de redistribución social, que por su forma misma, que consiste en la separación respecto de la vida productiva. La democracia tomó de las antiguas sociedades jerárquicas esta forma que separa el ocio intelectual de la necesidad productiva[7].

            En la conocida pregunta “¿Estudiás o trabajás?”, la oposición entre las opciones presentadas impide ver que el estudio es, sobre todo, la negación del trabajo, desde el momento en que la institución educativa (para esta pregunta, la institución universitaria y liceal) es el espacio en el que hay tiempo para pensar tanto el “mundo del trabajo”, de la reproducción de la maquinaria productiva y el empleo de los cuerpos a tales efectos, como el propio espacio enunciativo, su constitución como superación (aufhebung) respecto del orden del que toma distancia (necesariamente crítica). De naturaleza originalmente aristocrática, la scholé contiene un exceso que le permite criticarse a sí misma en nombre de la distancia que ella instala y consagra con relación a su afuera, a la vida que sencillamente ocurre, cuyo real es la economía (sin sentido, sin telos, sin política; un real que vemos en los términos comunidad y territorio en expresiones, por ejemplo, como construir comunidad/territorio). Así, la scholé define el sentido como sentido político (sentido y política son coextensivos), mostrando que ella es un lugar en el que puede tener lugar un acontecimiento de verdad, la escena de una ruptura que cuestiona el reparto entre el logos y la phoné, a partir del cual la propia scholé se configura como espacio político.

(4)

            En la novela La epopeya de las pequeñas muertes, del escritor uruguayo Fabián Muniz, la nieta de Renato Pérez –el protagonista–, una joven que cursa facultad, se dispone a rendir un examen de Literatura. Su profesor, de edad avanzada y actitud conservadora, había “dado” la poesía (o al menos ciertos poemas) del más o menos consagrado Pérez (la idea misma del “dar un autor” o “dar un poema” ya resulta violentamente policial, totalizadora del sentido, por ende, totalitaria). En cierto momento de un emblemático poema que habla de una jirafa, el profesor declara su lectura acerca de la figura del bello animal. Dicha lectura elimina de plano cualquier posibilidad de que la jirafa haya sido la mascota de Pérez en su niñez, de que, en efecto, esa jirafa haya existido como animal “corriente” en la casa del abuelo de la joven, quien conocía la historia de oídas, aunque de oídas directas. Así, para el profesor, la jirafa simbolizaba –y este es, quizás, uno de los problemas: simbolizaba– la altura desde la cual el poeta juzgaba el mundo.
Sentada frente a la hoja del examen, la nieta de Pérez se ve en la disyuntiva acerca de qué opción elegir de la oferta de la consigna de su profesor: “Había que elegir una de las dos propuestas: a) Las imágenes en la poesía del Archiduque. b) El yo lírico en ‘La epopeya de las pequeñas muertes’ de Renato Pérez”[8]. Este problema se volvía más interesante si se tenía en cuenta que ella, la joven, no le había dicho a nadie que era la nieta del poeta canónico.
            Finalmente, elige la opción b, con lo cual se abre otra disyuntiva mucho más interesante y problemática: ¿qué contestar?, ¿lo que ella conocía de la historia familiar sobre la jirafa o lo que el profesor había explicado como su lectura –la lectura– de la figura de la jirafa en el poema en cuestión? Aquí, para comprender la profundidad de lo problematizado, debemos tener en cuenta la lógica misma de lo que Rancière llama orden explicador: hay uno que explica y hay otro que necesita la explicación, reproduciendo así, indefinidamente, la distancia establecida entre el maestro sabio y el alumno, y consolidando la jerarquía de las inteligencias.
            La presión es enorme: la nieta de Renato Pérez sabe de primera mano cómo fueron las cosas; pero ella no quiere darse a conocer y, de esta forma, legitimar su lectura (aunque esto último podría ser cuestionable, como si su conocimiento de las cosas agotara la interpretación, el sentido). Entonces, toma la decisión más común y corriente, según cierta visión docente, protegiendo, podemos suponer, sus intereses como estudiante promedio: repite lo que el profesor determinó como su lectura, luego de haber “dado el tema”, esto es, luego de haber ejercido el lugar autoritario del “dar el tema”, de definir sobre sus límites, sobre su alcance, un “hasta acá va el poema, está agotado (porque yo soy el profesor)”. 
            Esta escena ilustra con toda claridad la jerarquía de las inteligencias que domina la explicación docente en la enseñanza de la literatura, es decir, el carácter autoritario de esta enseñanza, que aparece también en el juego interpretativo de los analistas políticos o los politólogos cuando hablan, por ejemplo, de las elecciones y las encuestas que alimentan sus discursos. Esta “política” practicada en la opinología cotidiana e incluso académica se expone con toda claridad en la tertulia del programa radial “En Perspectiva”, conducido por Emiliano Cotelo y transmitido por Radiomundo 1170 AM. Aquí, tres de cada cuatro martes hay una mesa de análisis político, como si en el resto de las mesas del resto de los días no hubiera política o hubiera algo que acaso tuviera que ver con la política, pero que no sería propiamente la política. Y en los programas en los que sí se hace política, son las encuestas las que mandan: parece que los politólgos de turno no pueden hacer política si no es acudiendo a las diversas encuetas que mapean el territorio electoral uruguayo, las preferencias de las personas y las posibilidades de los candidatos presidenciales. Las encuestas como dispositivo introducen la lógica misma del dispositivo encuesta como punto de referencia insoslayable por fuera del cual nada puede ser dicho, nada tiene soporte científico, en suma, nada posee interés[9].
Este jerarquía de las inteligencias (su carácter policial) aparece también en el funcionamiento del discurso de las personas que componen “emprendimientos” como Eduy21, cuya palabra –diagnóstica y propositiva, dicen– asume el lugar de la verdad científica, del “intelectual” tecnócrata, una posición técnica que recorta un espacio propio de logos, situándose como una posición plural, sin colores políticos ni ideologías que pudieran entorpecer la manera en que se concibe el fenómeno educativo; una palabra que aparece avalada, digámoslo así, por el discurso sociológico y, claro está, sus implicancias policiales.  
            En este contexto, sindicato, e incluso gremio estudiantil, son el nombre de una impertinencia para el logos que detenta la política partidaria y que define la distribución y la circulación de sus lugares y de los cuerpos que hablan con pertinencia y sus criterios de propiedad, un reparto de espacios y de tiempos de pertinencia, de abstracción respecto de la reproducción de la máquina productiva. El ejercicio de la autoridad (en el Poder Ejecutivo, en el Consejo Directivo Central de la Administración Nacional de Educación Pública, etc.), como piden algunos, es la exclusión de esa impertinencia que quiere tomar parte de un lugar en el que no tienen parte (en el que son “los sin parte”), para definir la forma que habrá de adoptar lo común[10].
Que los trabajadores trabajen es el archienunciado de esa palabra técnica (policial) que quiere mantener fijo el reparto de los roles a partir del cual el obrero es aquel que no puede hacer otra cosa que ser obrero, es decir, trabajar y reproducir la máquina productiva, del mismo modo en que los maestros y profesores tienen que dedicarse a dar clase y dejarse de pensar en la participación en los órganos de gobierno de la enseñanza, en tomar parte del común del que no son parte. No pocos son los que piensan así: “zapatero a su zapato” es un refrán policial, autoritario, que divide el espacio común, por un lado, en ese logos pertinente (de políticos y técnicos) y, por otro, en esas voces ruidosas que, zumbando como moscas impertinentes que vuelven una y otra vez, interrumpen el plácido fluir de la palabra técnica que debe ejercer la autoridad detentando el logos. El odio a la democracia[11] se expresa notoria y notablemente en el odio a los sindicatos, en el reclamo del ejercicio del poder que consagra la Constitución, en ese refrán que confina al artesano de las manos y el cuero a no poder tomar parte del pensamiento y la lengua comunes: “quédese en su taller fabricando lo que el mercado le dicta, que nosotros nos ocupamos de las cosas de la vida en común”.
De la misma manera, que los estudiantes estudien es el intento de exclusión de adolescentes y jóvenes de la política, reservada para los legisladores y las autoridades políticas, es decir, para el juego de la partidocracia que le da forma a la sólida democracia uruguaya. Esta concepción de las cosas puede verse en el reclamo del diputado Jorge Gandini cuando, en el programa matinal de La Tele “Desayunos informales” del 25/9/19, a propósito de la defensa de la reforma Vivir sin Miedo impulsada por el senador Jorge Larrañaga, señalaba que nadie del gobierno le había dado un debate y que, por ende, había debatido, en instancias menores, casi insignificantes e impertinentes, con “unos muchachos de la FEUU” (sic). Añadió que, sin embargo, a pesar de la ausencia de debate, el Frente Amplio mandó a unos estudiantes a colgar carteles contra la reforma. La política para los políticos es el enunciado que reposa en el fondo de sus planteos, y un odio a la democracia rompe los ojos. En este contexto, la violación de la laicidad esgrimida por algunos legisladores del Partido Nacional (opinar sobre la reforma Vivir sin Miedo atenta contra la laicidad de la enseñanza, dicen), es una figura policial que reparte, para unos, la palabra pertinente, esto es, la palabra que concierne a la vida en común y a su definición, y, para otros, la pasividad de lo que sus lugares en el reparto de lo sensible les dictamina: estudiar y, llegado el caso, opinar de las cuestiones de la polis en el ámbito del oikos.
   




Notas

[1] Jacques Rancière, Crónicas de los tiempos consensuales, Buenos Aires: Waldhuter Editores, 2018 [2005].
[2] Cf. Sandino Núñez, Breve diccionario para tiempos estúpidos. Observaciones oscuras sobre ontología pagana, Montevideo: Criatura Editora, 2014.
[3] Jacques Rancière, El método de la igualdad. Conversaciones con Laurent Jeanpierre y Dork Zabunyan, Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 2014, p. 95.
[4] Jacques Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 1996 [1995], p. 45.
[5] Ibíd., pp. 45-46.
[6] Jacques Rancière, En los bordes de lo político, Buenos Aires: Ediciones La Cebra, 2011 [1998], p. 73.
[7] Ibíd., p. 77.
[8] Fabián Muniz, La epopeya de las pequeñas muertes, Montevideo: Editorial Fin de Siglo, 2016, p. 103.
[9] En el libro de Kristin Ross: Mayo del 68 y sus vidas posteriores. Ensayo contra la despolitización del la memoria (Madrid: Acuarela & A. Machado, 2008) podemos leer sobre el discurso sociológico, a partir de la asunción de la postura de Rancière: “Incluso la sociología más sutil nos devuelve a un habitus, una forma de ser, unos cimientos sociales o serie de determinaciones que confirman que en resumidas cuentas las cosas no podrían haber ocurrido de forma diferente de como son, que las cosas no podían ser distintas. […] La policía lleva a cabo su escrutinio de forma estadística: trata con grupos definidos por diferencias de nacimiento, funciones, lugares e intereses. La policía es otro nombre para la constitución simbólica de lo social: lo social como un conjunto de grupos con formas de obrar específicas e identificables –‘perfiles’– que asignan, de forma casi natural, a los lugares donde se realizan esas ocupaciones” (p. 62).
[10] Esa impertinencia es la misma que la del niño que, en una conversación de adultos –quienes saben de qué hablan y definen la organización de la vida en común en cuanto tal–, interviene con sus necesidades (afectivas, fisiológicas, escolares, etc.) y que, a cambio, recibe la indiferencia y/o la expulsión explícita de los adultos respecto del espacio y del tiempo en el que tiene lugar el logos. Así, de aquel lado, un otro lado, la palabra del niño irrumpe impertinente como un ruido que no deja oír adecuadamente la palabra que los adultos dicen e intercambian.
[11] Jacques Rancière, El odio a la democracia, Buenos Aires: Amorrortu editores, 2006.

Dibujo: Pablo Scagliola (Larrañaga y Rancière)

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