SPOILERS Y FINALES INFELICES. Atención: se revelan detalles de la trama (*)
Por Gonzalo Palermo
Las series televisivas han generalizado la fobia al spoiler
–revelación indeseable de detalles de la trama de una ficción– y suelen dejar
tras de sí unas huestes huérfanas traicionadas que lamentan los finales, casi
como si éstos fuesen la única recompensa del camino.
"Game of Thrones" –cuyo episodio final fue estrenado meses
atrás por HBO luego de ocho temporadas emitidas entre 2011 y 2019– provocó dos
de las actitudes más frecuentes en los televidentes de los últimos años: el
temor al spoiler –es decir, a enterarse por terceros de acontecimientos
importantes de la trama antes de ver un episodio determinado– y la desilusión
ante el desenlace final. Es posible leer ambos fenómenos como dos caras de la
misma moneda. Ese miedo casi teatral de escuchar o leer sin querer algún
detalle de la trama de una serie que reduzca o anule el interés de quien aún no
lo conoce de primera mano genera indignaciones desde hace por lo menos un
lustro, a tal punto que el anglicismo “spoilear” se puso de moda y la Real
Academia Española sugirió la utilización del forzado “destripar”. Y está
relacionado con el descontento masivo que suelen generar las series de largo
aliento; hoy pasa con "Game of Thrones", ayer pasó con "Lost", mañana quién sabe.
Quienes escapan al spoiler como a la peste entienden que el
hecho de saber que el asesino es el mayordomo, digamos, arruina la obra entera,
o al menos le quita su efervescencia. Unos escriben cosas como “alerta de
spoiler” cuando van a contar algún detalle en redes sociales, otros se tapan
los oídos para no escuchar cuando sus compañeros de oficina comentan cosas que
ellos todavía no vieron de tal o cuál serie. Los alérgicos al spoiler existen
no solo en el ámbito de las series televisivas –aunque este sea posiblemente su
caldo de cultivo– sino también en el de las películas, las obras de teatro, las
novelas y en casi cualquier expresión artística o pseudoartística –¿son arte
las series de televisión?– que adopte la forma aristotélica de inicio,
desarrollo y desenlace. Es una tendencia creciente, una obsesión por el
resultado más que por el proceso, como si el arte se agotara en una simple
trama de sucesos que no hay que revelar y como si el entretenimiento se
redujera a un final sorpresivo que nos deje contentos.
¿El interés de una obra depende exclusivamente del factor
sorpresa de su argumento? ¿Una vez expuestos los vericuetos de la trama –que A
muere y B toma su lugar porque C lo había planeado todo de antemano– lo demás
carece de interés? ¿Por qué "Titanic" fue un éxito si todo el mundo sabía el
final? La respuesta cambia dependiendo del tipo de obra que esté en juego. Si
alguien empieza a leer Mientras agonizo (1930), de William Faulkner, y su
vecino le dice al oído que en el primer tercio Addie Bundren finalmente muere y
que sobre la mitad Cash se quiebra una pierna y que hacia el final Dewey Dell
se quiere hacer un aborto, ¿le arruinaría la lectura? En una novela donde el
argumento está al servicio del tono, la
deriva de los personajes, el flujo de una narración hecha de voces
contrapuestas, la respuesta es que no. Decía Faulkner, en la célebre entrevista
concedida a The Paris Review, en 1956, a propósito de la creación de Mientras
agonizo: “Sencillamente me imaginé un grupo de personas y las sometí a las
catástrofes naturales universales, que son la inundación y el fuego, con una
motivación natural simple que le diera dirección a su desarrollo”. La lectura
de una obra como Mientras agonizo resiste cualquier forma de spoiler porque su
importancia radica no tanto en lo que se cuenta sino más bien en cómo se
cuenta. Es casi imposible que alguien te cuente el desarrollo de Mientras
agonizo tan bien como lo hace Faulkner. Onetti, confeso faulkneriano, visitó en
1977 el programa "Encuentro con las letras", de la Televisión Española, donde
distinguió dos categorías de novelas: “Hay novelas que usted lee y lo único que
quiere es saber qué es lo que va a pasar. Hay otras novelas en las que a usted
no le importa lo que va a pasar, que las lee por el placer de la lectura, por
el placer del estilo, y son las novelas que se releen”.
En caso contrario, si alguien pausa "Sexto sentido" (1999)
justo antes de que el niño diga que ve gente muerta y nos cuenta que Bruce
Willis está muerto, en ese caso parece muy probable que sí arruine, o por lo
menos comprometa seriamente, la experiencia final, por cuanto el efecto
sorpresa –el knockout que tanto le gustaba a Cortázar en los cuentos– se
construye a través de los detalles argumentales y resulta clave en la película.
De ahí, por otra parte, que un segundo visionado de "Sexto sentido" agote la
experiencia o al menos reduzca notablemente su impacto, conocida ya la sorpresa. "Sexto sentido" está construida en función del final, siguiendo el modelo de la
flecha apuntando hacia el blanco que tanto le gustaba a Horacio Quiroga para
definir sus cuentos.
A mitad de camino entre ambos ejemplos podríamos ubicar Otra
vuelta de tuerca (1898), de Henry James: si los fantasmas que deambulan por la
casa son objetivos o son proyecciones de la inestable narradora será el lector
quien lo determine, por cortesía del notable trabajo de ambigüedad de James, de
modo que poco importan en este caso los spoilers, que pasarían a ser meras
conjeturas, ya que el cometido de la novela está más allá de esa dimensión
puramente fáctica; no se trata de qué pasó sino del modo particular en que nos
son narrados los acontecimientos y la manera en que cada lector los procesa,
con especial atención al punto de vista y las sombras de significado.
Para John Cheever, uno de los maestros del cuento
estadounidense, la trama era algo secundario: “La trama implica la narrativa y
un montón de basura”, dijo en una larga entrevista concedida a The Paris Review
en 1976 . “Es un intento calculado de atrapar el interés del lector al punto de
que piense en ello como una convicción moral. Claro, uno no quiere aburrir… se
necesita un elemento de suspenso. Pero la narrativa es una estructura
rudimentaria, tan rudimentaria como un riñón”. "El nadador" o "Adiós, hermano mío",
por mencionar dos de sus mejores cuentos, son más que una suma de
acontecimientos; son conjuntos de frases cuidadosamente elaboradas, personajes
muy bien trazados, atmósferas intensas, formas de decir, datos suprimidos,
entre otras tantas virtudes que escapan intactas al spoiler de turno y que son
en definitiva las que hacen que volvamos a leerlos más allá de conocer su
desarrollo y su final. Están a salvo del spoiler porque en ocasiones lo
esencial es aquello que no se cuenta –el célebre iceberg de Hemingway es el
postulado más célebre al respecto–. Son cuentos que parecen volverse más
grandes a pesar –o precisamente a causa– de las repetidas lecturas.
En su "Tesis sobre el cuento", incluida en el volumen Formas
breves (1999), Ricardo Piglia rescata una nota de los cuadernos de Chejov: “Un
hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida”.
El cuento, en su forma clásica, dice Piglia, está condensado en esa escueta
nota de un cuento jamás publicado. A continuación, se pregunta cómo la
desarrollarían Hemingway, Kafka y Borges. Es decir: la misma secuencia de
acontecimientos admite tratamientos diversos según el procedimiento narrativo y
estético de cada autor. El hecho en sí de revelar lo que pasa no implica una
narrativa en sí misma, tiene más que ver con el telegrama que con la literatura.
En lenguaje 2.0, lo que Chejov escribió en sus notas fue un spoiler de un
cuento que nunca llegó a escribir. Si es que algo así es posible.
(*) Texto publicado originalmente en Brecha, Año 34, Nª 1757, 26/VII/19, p. 22.
Imagen: fotograma de la película "Psicosis", de Alfred Hitchcock.
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