LA VIDA EN LA MUERTE (*)
Por Sandino Núñez
Qué cerca estamos
siempre, cuando hablamos del biopoder como máquina abstracta de reproducir la
vida, del tema del obsesivo. Hay enormes montos de placer pasivo o de goce
inercial instalados en la masa por este sueño de lo real: el
funcionamiento incesante y continuo, y a su vez indefinidamente fragmentable,
divisible y medible, de la naturaleza y las máquinas, de las prótesis y las
lógicas de prolongación y potenciación de la vida y los cuerpos. La maquinaria
de los expertos, los protocolos administrativos del cuidado, su sentido del
tiempo, de las regularidades y las rutinas, las conexiones reales del cuerpo
con los dispositivos maravillosos de la medicina y la farmacología,
también, y sobre todo, nos arrulla y nos canta. Sin decir nada, siempre dice
que todo se desliza dulcemente al equilibrio mecánico del Gran Artefacto
Materno, en el que cada pieza no es sino su funcionamiento regular incesante.
Entonces flotamos sin esfuerzo en el sentido de la gran corriente abstracta del
universo: la tecnología, el tiempo abstracto del reloj. El goce del
cuerpo mimado. Ahí también deberíamos entender con horror que eso,
en el fondo, que ese cuerpo delicadísimo, dormido y perdido en la kliné y
en su maraña de conexiones, ese “trozo de materia animada” que parece haber sido
hecho sólo para respirar el buen equilibrio económico-natural placer-dolor
en la prolongación tecnológica artificial de todos los
sistemas, no es una degradación de la vida ni una vida ínfima y miserable, sino
que es, en su forma más pura y técnica, la vida. El pánico de la
vida real. La internación hospitalaria y el cuidado intensivo y continuo, la
más clara metáfora terminal del biopoder, es también la metáfora más clara de
la naturaleza pasiva y neutra del placer o de
la vida.
La literatura psicoanalítica
ha dicho bastante sobre el obsesivo y sobre el tiempo obsesivo. Pero podría
decirse que no hay una mejor descripción de la “estructura obsesiva
(paranoica)” (deberá tolerarse la expresión) que la que el mismo Freud hace de
su punto de partida: el organismo (“célula”, “vesícula”, “trocito de sustancia
animada excitable”) que se deja vivir por el proceso
técnico-económico-natural en “Más allá del principio del placer”. Este es el
punto de partida freudiano:
[…] el curso de los procesos anímicos está regulado automáticamente por el
principio del placer; es decir que entendemos que este curso tiene su origen en
una tensión displacentera que dispara un movimiento cuyo resultado es el de un
aminoramiento de esa tensión (…). Al aplicar esta hipótesis al examen de los
procesos anímicos introducimos en nuestro trabajo el punto de vista económico.[1]
Ninguna definición
positiva del placer: solamente el vago equilibrio económico originario
de lo uno, cuya interrupción o disturbio tiende a disparar ciertos mecanismos
internos destinados a restituirlo, a recuperar la tranquilidad del estado
anterior. El ritmo y las rutinas del cuerpo, la lógica del cuerpo y de la vida
(que en las democracias liberales contemporáneas se traduce como: la economía,
el trabajo, el mercado, la libre expresión de opiniones, la seguridad, la
salud, el placer, la diversión, etcétera) es el orden instalado by
default. Cuando vivimos ese orden nada hay afuera,
nada pensable: solamente la contingencia radical, la anomalía, la
catástrofe y la muerte indialéctica, sin sentido social. Y el horror a la
muerte como esa nada irracional se combate con más (del mismo) orden. Rituales
obsesivos y simulacros: rituales de desinfección, rituales de aseguramiento y
vigilancia, rituales de purga y limpieza, rituales de tolerancia y respeto,
rituales democráticos para conjurar la futura aparición de lo totalitario,
rituales de corrección, rituales de placer, rituales de compromiso, de
militancia, de transgresión. Solamente cabe mejorar y perfeccionar lo
existente: más tecnología, más democracia, más trabajo, más liberalismo, más
mercado, más competitividad, mejor gestión, mejor administración. Y si esta
fuga maníaca se detiene, si este ritmo ansioso (y, al mismo tiempo,
tranquilizante) se altera, ahí está la muerte. Pero esta fuga y este ritmo
incesante son, también, la muerte. La vida en la muerte del obsesivo.[2]
Es claro que en el nivel
técnico-económico, muerte no puede ser el antagonista de vida.
La definición de Bichat citada por Lacan en el Seminario 17 [3] debe ser considerada con mucha
seriedad: “La vida es el conjunto de fuerzas que se resisten a la
muerte”. Resistirse a la muerte, que es la vida desde
la perspectiva de la historia natural (zoe), no es lo mismo que oponerse a
la muerte o negar la muerte, que es la vida desde una
perspectiva política (bios).[4] Sabemos que la muerte, o la finitud,
la historicidad, la contingencia, la imperfección, la alienación, la
incompletud, etc., son los restos paradojales de una operación de negación que
instala el lugar del sujeto-conciencia: la conciencia solamente puede ser conciencia
de finitud, de historicidad y de muerte. Más acá de
nuestra finitud consciente y neurótica “queda” la eternidad indeterminada de la
vida y los procesos primarios (los animales ignoran la muerte), y más
allá “nos espera” la eternidad imposible de Dios y la Idea. La necesidad de
un Dios imposible, consciente de su infinitud, de su eternidad y de
su omnipotencia, es el agujero de nuestra propia conciencia: el significante de
la muerte. He ahí una elaboración extremadamente sutil. El horror del obsesivo
a la muerte real es, en cambio, y propiamente, una resistencia a
la muerte y no una negación de la muerte. Ese horror está en
lugar de un significante de la muerte (allí donde debería haber un vacío, una
falta, una ausencia, aparece algo). Y eso lo condena a vivir en el
nivel económico del proceso primario. El horror a la muerte o a la catástrofe
es también, por tanto, la fascinación con la catástrofe y con la muerte. Y su
táctica para tolerar ese horror presimbólico a la muerte es, sencillamente,
haber muerto ya. Vivir no es más que estar atento y pendiente de la lógica
defensiva y pragmática del cuerpo por el miedo innombrable a una catástrofe
que, paradójicamente, ya ocurrió (una anástrofe). O, como dice
Heidegger, es el horror a la catástrofe óntica el que empuja a la verdadera
catástrofe, la ontológica (el olvido del ser, el olvido del
sentido, la ausencia del Sujeto). En otras palabras, el tiempo del obsesivo es
el del olvido (o la forclusión, mejor) de la política,
dado el empuje urgente y omnipresente de la economía. Sumergirse en
el tiempo ritual, repetitivo, abstracto e idéntico de la vida, desaparecer
detrás de las rutinas del cuerpo, del metabolismo y de los ciclos, blindarse
con las prótesis y la tecnología, obturar la responsabilidad simbólica de la historia
política con el recurso asubjetivo del tiempo tecnológico de la historia
natural. Dejarse llevar, en suma, por ese orden real, natural,
primordial, anterior a la historia, al sujeto y a la política. Esa es la
confortable vida póstuma del obsesivo: y ése es el tiempo pos-histórico en el
que nos mete la lógica del capitalismo tardío en las democracias liberales de
masas. El tiempo del biopoder es el tiempo mecánico de las tecnologías de la
inmunidad y la seguridad, el tiempo ansioso e inmanente de la lucha por la
sobrevivencia, o de la comunicación y la expresión, el tiempo extático de la
fascinación y el vértigo.
El punto es que no puede
haber una definición de vida (o de placer, zoé),
pues vida es lo dado, lo que está siempre ya ahí, ya viviendo, ya funcionando.
Sin objeto, sin destino, sin causa. Nada que ver con el ser-significar sino
con la existencia, el funcionamiento y el empuje. Vida, reitero, es
la abstracción tecnológica ilimitada por excelencia. Y, en consecuencia, muerte es
un extracampo que se obtiene por una simple prolongación de esa lógica
abstracta. Una es la desmentida de la otra, incapaces de salir de un
cortocircuito de negaciones parciales: vida/muerte no puede,
técnicamente, dejar de ser lo que no muere/lo que no vive, y ahí la
barra que antagonizaba vida y muerte se pone a funcionar de otra forma; ya no
antagoniza sino que indica una inquietante indeterminación infectada por la
horrorosa continuidad biológica entre vivir y seguir
viviendo (sobrevivir, durar, resistirse a morir), es decir, seguir
funcionando. Eso que seguirá funcionando aunque yo haya muerto. (¿La barra
se convierte en la laminilla de Lacan?) Por eso, seguramente,
la pregunta del obsesivo, según dicen, es: ¿estoy vivo o muerto? Pero
esa es una pregunta de otro mundo: desde una perspectiva técnica, económica o
natural, entre vida y muerte solamente hay
diferencias que se estiran sobre el continuo del funcionamiento, y no un
antagonismo de significación o sentido —y por lo tanto, la angustia, el pánico o
el horror del obsesivo está en otro nivel o proviene de otro nivel: si mi vida
es técnica, si es un funcionamiento y no un sentido, si yo funciono
y no significo ¿cómo sé que eso, ese funcionamiento al que llamo vida,
no es ya la propia muerte? Dos excedentes monstruosos son los focos verdaderos
de esa rara dialéctica: lo que funciona aunque no viva, lo que vive aunque no
funcione.
Recapitulemos en
extenso, siguiendo a Freud en “Más allá del principio del placer”, el
itinerario del organismo obsesivo:
Sabemos que el principio del placer corresponde a un funcionamiento
primario del aparato anímico, pero también que es inútil, y hasta
extremadamente peligroso, para la autoafirmación del organismo frente a las
dificultades del mundo exterior. Bajo el influjo del instinto de
autoconservación del yo queda sustituido el principio del
placer por el principio de realidad, que, sin abandonar el propósito de una
final consecución del placer, exige y logra el aplazamiento de la satisfacción
y la renuncia a algunas posibilidades de alcanzarla, y nos fuerza a aceptar
pacientemente el displacer durante el largo rodeo necesario para llegar al
placer. El principio del placer continúa aún, por largo tiempo, rigiendo el
funcionamiento del instinto sexual, más difícilmente ‘educable’, y partiendo de
este último o en el mismo yo, llega a dominar al principio de
realidad, para daño del organismo entero”. […]
Representémonos el organismo vivo en su máxima simplificación posible, como
una vesícula indiferenciada de sustancia excitable. […] Por el incesante ataque
de las excitaciones exteriores sobre la superficie de la vesícula, ésta
quedaría sustancialmente modificada en forma estable hasta cierta profundidad,
de manera que el proceso de excitación se verificaría en ella de un modo
diferente al de las capas más profundas. Se formaría así una corteza tan
calcinada finalmente por el efecto de las excitaciones, que presentaría
condiciones muy favorables para su recepción, y no sería ya susceptible de
nuevas modificaciones. Aplicado esto al sistema Cc., supondría que
sus elementos no pueden experimentar cambio duradero alguno al ser atravesados
por la excitación, pues ya se hallan modificados en ese sentido hasta el último
límite. Pero, llegados a este punto, se hallarían ya capacitados para que se
constituyera la conciencia. (...) Ese trocito de sustancia viva flota en medio
de un mundo exterior cargado de las más fuertes energías, y sería destruido por
los efectos excitados de ese mundo si no estuviera provisto de un dispositivo
protector contra las excitaciones (Reizschutz). Este
dispositivo queda constituido por el hecho de que la superficie exterior de la
vesícula pierde la estructura propia de lo viviente, se hace hasta cierto punto
anorgánica y actúa entonces como una especial envoltura o membrana que detiene
las excitaciones. […] En los organismos más elevados, hace mucho tiempo que la
capa cortical de la célula primitiva, receptora de las excitaciones, se ha
retraído a las profundidades del cuerpo; pero partes de ella han quedado en la
superficie, inmediatamente detrás del dispositivo protector. Estas
partes son los órganos de los sentidos. […]
En una época indeterminada fueron despertados en la materia inanimada, por
la actuación de fuerzas inimaginables, las cualidades de lo viviente. Quizás
fue éste el proceso que sirvió de modelo a aquel otro que después hizo surgir
la conciencia en determinado estado de la materia animada. [5]
En principio podemos
sentir que estamos en la totalidad de una figura técnica extrema. Esa totalidad
se consagra en una hipótesis mecánica de la inmanencia del proceso económico de
la vida, la interacción agresiva entre el organismo y su exterior, que impone,
antes que nada, su lógica perfeccionista, defensiva, adaptativa y funcional,
conduciendo siempre de lo más simple a lo más complejo (la complejidad
necesaria para conservar la bella simpleza del diseño lógico originario). El
tiempo “eterno, continuo y vacío” (Benjamin) de la historia natural es
el tiempo técnico, abstracto y asignificante, del funcionamiento. Desde
la máquina elemental de placer como dispositivo arcaico de homeóstasis, en sus
diversas fases técnicas como máquina de vivir, máquina de seguir viviendo o de
no morir, máquina de reproducirse, etc., llenándose de mecanismos y ciclos y
rutinas cada vez más específicos, perfeccionados y evolucionados, de ensayos
empíricos y procedimientos de estabilización y restablecimiento, de
incorporación o rechazo, de cargas libres o ligadas, flotantes o en reposo, de
contracargas, de automatismos compensatorios, de sistemas de almacenamiento, de
sistemas condensadores o enfriadores, de aparatos trasmisores, comunicantes o
recursivos, de dispositivos filtrantes o purificadores. Es, se diría, el
lenguaje obsesivo exponiendo inevitablemente su ontología obsesiva del
funcionamiento. Conviene no olvidar que, significativamente, esta mecánica es
llamada por Freud, desde el comienzo, punto de vista económico. La
economía, la vida, el telos inmanente de la máquina (la lógica
organismo-entorno) que es también su propio funcionamiento hipertélico y
ensimismado (no hay ni siquiera un objetivo a cumplir: solamente funcionar,
seguir funcionando, resistirse a lo que obstaculiza e impide el
funcionamiento), tiende a hacer, a su vez, una invisible “máquina trascendental
externa” con el registro técnico neutro y asignificante de la escritura que la
expone y la envuelve (sin dejar de estar envuelta por él). Si lo vemos así,
aquí no hay sino delirio, un cerrado delirio técnico (¿hay algún delirio de
otro tipo?) que ha cubierto retroactivamente todo el campo, obligándolo a una
inmanencia radical en la que ya no hay fenómenos ni conciencia, ni esencia ni
apariencia, ni signo ni referente, ni verdad ni opinión: solamente la pulsión
técnica, adaptativa, evolutiva. El fracaso de la escritura
económica es, en realidad, su triunfo más astuto y mejor logrado: no puede
explicar la economía sin convertirse ella misma en economía.
Antes de continuar ¿cómo
no recordar, en este punto preciso, las anotaciones finales que Freud ha hecho
en el Caso Schreber?:
No temiendo a la crítica ni a la autocrítica, no tengo ningún motivo para
eludir la mención de una analogía que quizás perjudicase a nuestra teoría de la
libido en el juicio de muchos lectores. Los ‘Rayos de Dios’, producto compuesto
por una condensación de rayos solares, fibras nerviosas y espermatozoos, no
son, propiamente, más que nuestras cargas de libido objetivamente representadas
y proyectadas al exterior y dan al delirio de Schreber una coincidencia
singular con mi teoría. El hecho de que el mundo haya de terminar porque el yo
del enfermo acapara todos los rayos; la ulterior preocupación angustiada del
sujeto, durante el proceso reconstructivo, de que Dios pueda desligarse de él
retirando sus rayos, y otros varios detalles del delirio de Schreber, parecen
casi percepciones endopsíquicas de los procesos supuestos por mí para la
intelección de la paranoia. […] El porvenir decidirá si la teoría integra más
delirio del que yo quisiera o el delirio más verdad de lo que otros creen hoy
posible. [6]
La diferencia entre una
teoría y un delirio (ya que de eso se trata) parece residir en que una teoría
sostiene, y sabe que sostiene, una distancia entre el sujeto de la
enunciación y el sujeto del enunciado: el sujeto de la enunciación sostiene una
verdad (sujeto del enunciado) y comparece con ella ante lo social, a pesar de
que la sabe un no-todo y porque la sabe un no-todo. El delirio,
para el caso, es incapaz de distinguir estas dos ontologías y las superpone:
los Rayos de Dios son un compuesto de rayos de sol, nervios y
espermatozoides. Schreber no vacila, no tiene nada que hacer ahí, desaparece
detrás de esa certeza objetal que es el fin de la representación y de la
significación. La caída del ser al plano de la mera existencia
objetiva (siempre hiperrealista, por así decirlo), la caída
del lenguaje en un deíctico definitivo que cancela toda
significación, un dedo índice señalando a la cosa quieta y muda: origen y fin
de todo nombre: nervios + rayos de sol + espermatozoides. Libido en
cambio, en principio, se parece más a una metáfora. Remite a cargas
energéticas vinculadas a la sexualidad. Pero “sexualidad”
también se parece a una metáfora (es obvio que “carga energética” como
“magnitud” también es metáfora; pero lo es de otro modo), pues remite a aquel
aspecto ambiguo de lo “natural del hombre” que es posible “poner en palabras”,
“traer al sentido”, “hacer consciente”. Y “hacer consciente”
también se parece a una metáfora, pues remite a la “socialización” o
“politización” de cierta “sustancia presocial” o “prepolítica” (que debe,
paradójicamente, ser potencialmente ya social o ya
política para ser socializada o politizada). Por lo que libido retorna,
ya no como una cosa (carga energética cuantificable), sino como un
significante, específicamente como una articulación lógica entre el universo
del cuerpo (“soma”, “cuerpo natural”, “vida-zoé”) y el del sentido
(realidad social, lenguaje). “Cuerpo” y “sentido”, “natural” y “social”, a su
vez son también negatividades, metáforas, conceptos, lógicas u operaciones, y
no cosas —de la misma manera que res extensa y res
cogitans son menos rei que la articulación misma de
la lógica que las antagoniza: la determinación reflexiva de cogitatio sobre extensio.
Se observará que en el
pasaje anterior he abusado de las comillas (“cargas energéticas”, “sexualidad”,
“natural”, “cuerpo”, “socialización”, “vida”, etc.), en parte dando a entender
que el delirio de Schreber está relacionado de alguna manera con cierta
incapacidad para el uso o la comprensión del entrecomillado. Acá el
entrecomillado no indica la mera existencia positiva de un campo hecho de
sentido figurado (polisémico, literario, imaginativo, creativo) opuesto a otro
campo hecho de sentido literal (más cerca de la dura realidad, digamos, o
legitimado y comprometido por el ser) en el cual podemos usar plenamente, sin
pudor y sin culpa, las expresiones sin comillas. Más bien indica, subraya y asume
la necesidad de la operación misma de entrecomillar, de distinguir u oponer
siempre, en el lenguaje, entre literal y figurado (oposición
que se desdobla y se replica “hacia afuera del lenguaje”: entre signo y referente en
el campo del ser, y entre enunciado y enunciación en
el campo del sujeto).[7] Lo que cuenta es la propia
dialéctica reflexiva: el antagonismo comillas/no comillas es
la apertura que se mantiene para que algo como el sentido pueda ocurrir. Las
comillas quieren dar a entender, en suma, y paradójicamente, que a pesar de que
sabemos bien que no existe un campo en el que las expresiones pierden las
comillas, recuperan la plenitud y se ponen a decir exactamente lo que quieren
decir, sin residuo ni pérdida, igual razonamos y procedemos como si ese campo
fuera a ocurrir o ya hubiera ocurrido en alguna parte, pues eso garantiza que
nuestro propio campo (el presente de nuestro discurso, sea cual fuere) no es
pleno, está dañado o agujereado por esa promesa fantasmática. Las comillas
equivalen, es claro, a la “castración” (entre comillas). Se entiende entonces
que no se trata de abandonarnos a la homeóstasis, a la tranquila flotación
imaginaria en la circularidad de la significación, en la semiosis
ilimitada, en el hipertexto y la circulación liberal de las expresiones
entrecomilladas equivalentes: a es metáfora de b que
es metáfora de c que es metáfora de d (aunque,
rigurosamente, no hablaríamos de metáfora en ese caso). La
teoría y el concepto están, desde un principio, en otro sitio: ni en la dura
existencia definitiva de la cosa (o en la literalidad, última
puerta del lenguaje a la realidad no lingüística), ni en el goce imaginario y
oceánico de la significación (el mundo de las comillas), ni en la paranoia ni
en la perversión. Ni una verdad-cosa que ancla y
arruina la representación, ni una multiplicidad ilimitada de verdades que
hace de la representación una nada. La literalidad definitiva así como la réplica
posestructuralista de la metaforicidad ilimitada como antídoto contra la
“patología literal” (logocéntrica), no son sino fantasías sintomáticas
de una creencia sin comillas en el mundo literal o el mundo
del entrecomillado, y por tanto conducen a una disputa sustantiva e ingenua por
la valorización de uno u otro y a una desmentida del adversario.[8] Acá, reitero, las comillas (que
serían comillas de comillas, la doble negación) indican la
aceptación de la Verdad como la potencia negativa de la Idea, la Verdad como
el lugar de la verdad, la Verdad como el significante de la (falta
de) verdad, la castración o el agujero que daña desde siempre la continuidad de
discursos y saberes. La estructura es similar al concepto de esencia cuando
vimos el breve pasaje inicial de Das Kapital: no algo positivo
oculto, sino una negatividad en el tejido positivo de la realidad o del mundo o
de los objetos o de la vida (que se llamará “apariencia”, erscheinung),
que impide que ese mismo tejido se cierre y clausure definitivamente. Y, en
suma, esa negatividad, ese entrecomillado siempre doble, es el propio sujeto de
la enunciación, determinación reflexiva del sujeto del enunciado. La teoría,
diría apresuradamente (y únicamente para cubrir uno de los aspectos del
problema), es el recurso interpuesto por el Sujeto ante la clausura de la
realidad. Un recurso siempre crítico.
Entonces, volviendo a
“Más allá del principio del placer”, puede decirse que en cierto sentido lo
desconcertante y lo estimulante del texto de Freud es que parece reclamar una
hipótesis de lectura similar a la que manejamos antes para Das Kapital.
No estamos, ingenuos lectores in fabula, en ese “había una vez”
indeterminado en el que la célula elemental inicia su fatigoso y complicado
itinerario de placer, vida y muerte, hasta construir ideas, ciudades, política
y conciencia. Suponemos que hay ahí siempre un sujeto de la enunciación,
una instancia capaz de entrecomillar y de lograr con la fábula o el mito una
distancia mínima que no se deja arrastrar por su disent universal
abstracto (para el caso, la historia natural), y que por tanto problematiza
inevitablemente cualquier forma de pensar como sustancia el “pasaje” del tiempo
de la historia natural al de la historia política,
que problematiza o media la creencia (o no creencia) en un punto empírico
exacto, aislable y comprensible (mínimo evolutivo o salto catastrófico), en el
que una y otra historia se articulan, se relevan o se subordinan. No vamos a
pensar del mismo modo sustancial, correlativamente, el antagonismo entre
economía y política, entre el funcionamiento y el sentido (significante),
proyectando la relación tradicional que hemos heredado ingenuamente entre realidad o naturaleza u
objeto (como orden positivo del ser) y pensamiento o sujeto o entendimiento(como
estrategias de captación y mapeo de ese orden positivo). Entre funcionamiento y sentido no
hay una correlación simple. El segundo polo no es una complejización lineal o
una evolución del primero. El sentido no es un “mito
ideológico” creado por el funcionamiento (un mito
inconsistente que se desvanece ante la verdad objetiva). Pero tampoco al revés:
el funcionamiento no es una “ilusión real” creada por el sentido (una
“alucinación objetiva” que debería retroceder ni bien entendiéramos que está
hecha de relaciones sociales). Las dos son “verdaderas” (y “falsas”)
simultáneamente.[9] La ontología (técnica) del
funcionamiento o del ser objetivo de la realidad, el
discurso de la historia natural, etc., no son simples “obstáculos
epistemológicos” que impiden pensar el sentido, la política,
el sujeto o la conciencia: son también, por ese
empecinamiento reflexivo-reversivo de la dialéctica, su condición ontológica
positiva de posibilidad. Nada nos movería a plantear el problema del sujeto, de
la conciencia, de la enunciación, de las comillas, etc., si ese trasfondo no
estuviera ahí impidiéndonoslo, pero al mismo tiempo empujándonos. Por eso no es
posible despacharlos como meras fábulas o mitos (desmentida), y debemos pensar
más bien que el grito subversivo o emancipatorio del sujeto debe lanzarse
contra (y provenir de) el horizonte mismo de la abstracción tecnológica del
obsesivo —como la objeción a un mundo que está instalado por defecto. Soy un
organismo, vivo, funciono, me perfecciono, evoluciono técnicamente, pero si
lo digo, si lo afirmo, si soy consciente, es porque no funciono bien del todo,
porque hay una inconsistencia inmanente irreductible en el propio automatismo
funcional de la vida o de la producción.
Dejémonos enganchar
nuevamente por la fábula freudiana entonces. Esa fábula nos contaba que el
“trocito de materia animada” vive en placer y despierta a la realidad. De la
homeóstasis elemental y ciega (primeridad) a la respuesta ante el
peligro que irrumpe como un golpe o un sobresalto y nos abre los ojos (segundidad).[10] Este principio de realidad de los
ojos abiertos prolonga la misma lógica económica que caracteriza al principio
del placer, por lo que podría hablarse quizás de un principio económico
de realidad: autoconservación, autodefensa, lucha por la vida, postergación
del placer a causa del peligro, búsqueda de alimento, defensa ante la amenaza,
testeo de partes del afuera para conocer su tipo fundamental (bueno o malo,
amigo o enemigo) y actuar en consecuencia (se incorpora o se rechaza), etc. La
segundidad nace ya como una prolongación de la lógica de la primeridad: donde
había un uno ilimitado se interpola un dos en contrapunto cuya resultante es la
misma línea continua original del uno. Lo neutro inercial no está en el placer
sino en la propia lógica económica: y placer es la noción que
realiza una trasposición “positiva” (objetiva) que da a la neutralidad eterna
de la economía (como lógica de máquina, de funcionamiento) un origen, un
comienzo y, precisamente, un principio. Podría decirse entonces que
el placeres la lógica económica misma. Un cambio de perspectiva nos
habilita a hablar de una recaída (Hegel). La recaída, para el
caso, sería el retorno al uno después de haber despertado al dos. Pero acá
debemos hacer otra acrobacia de inversión dialéctica. Primero: ¿por qué
habríamos de entender eso en tanto recaída si no estuviéramos ya
implícitamente en un tercer lugar (terceridad), un lugar que supone una superación
de la lógica del dos? Es claro que decir a uno y a dos,
postular la lógica que los vincula, es ya tres —y entonces hay
dos despertares y no uno (hay dos negaciones): el primer despertar me conduce
del placer a la realidad, y el segundo es precisamente (lo que me permite) pensar al
primero (y al mismo tiempo pensarme como aquello que dice al
primero y que se dice a sí mismo: saberme ya despierto). Si lo vemos
linealmente como una secuencia (primeridad, segundidad, terceridad)
podríamos postular que en el primer despertar, del placer ciego a
la lucha por la sobrevivencia, puede no haber un resto con la potencia
suficiente para escapar de la fuerza gravitacional del uno. Ahí entonces ocurre
la recaída: dos vuelve a convertirse en uno.[11] La recaída es un fracaso del sujeto
y al mismo tiempo un triunfo absoluto de la existencia, de la vida y del
funcionamiento. Puede pensarse ahí entonces, un momento crepuscular entre dos
despertares, un limbo que le pertenece a la economía del placer y a su
prolongación en la economía urgente de la lucha por la vida. Ese momento, que
es el momento de gloria de la abstracción tecnológica, es el momento eterno del
obsesivo. Y ese es el momento del capitalismo que estamos viviendo. El momento
profundo e implacable del biopoder tecnológico: la vida —hecho técnico-positivo
justificado en sí mismo— se prolonga indefinidamente aplanándose en su lógica
ciega, en su funcionamiento económico, en su incesante perfeccionamiento
técnico, en su cuantificación metabólica. La vida sin sentido y sin
significado, simple funcionamiento y empuje: placer y economía
política coordinando sus lógicas pragmáticas con eficacia. Un placer pasivo
e inercial y una realidad económica construida como un “afuera”
desde la perspectiva de la autoconservación del organismo.[12] En este momento, propiamente, la
vida no es sino “el conjunto de fuerzas que se resisten a la muerte” —es decir,
una definición urgente y provisoria para tiempos de guerra y de catástrofe. Una
provisoriedad y una urgencia que se estiran indefinidamente, pues a partir de
allí todo tiempo será de guerra y catástrofe, toda vida se definirá dentro de
un estado de excepción.
Ese momento entre el
primer y el segundo despertar, momento pautado por la lucha por la
autoconservación y la tendencia automática al retorno al placer, es el reino
insoportable de la sentencia del juez que atormenta a Jérôme: “[El juez dijo]:
‘Estás condenado a ser colgado por el cuello hasta que la muerte sobrevenga’. Y
bien, para mí, agrega, es como si me hubieran dicho un día: vivirás hasta
que la muerte sobrevenga.”[13] Con rara lucidez Jérôme se da
cuenta de que la vida, así entendida, esa vida sustancial y no simbolizada, no
es una gracia o un don. Es una condena: la vida no es sino el terror de perder
la vida, la vida no es sino la discreta y horrorosa lucha por prolongar la vida
indefinidamente. En algo recuerda al cuento de Arthur Koestler del verdugo cuyo
corte había sido tan magistral y certero que el reo que acababa de ser
decapitado seguía viviendo con la cabeza en su lugar: pero se quedaba muy
quieto, sabiéndose muerto, temiendo que el más remoto sobresalto, un hipo, un
pestañeo, un bostezo, el menor movimiento en falso, hiciera que su cabeza
rodara por el piso. Entre la sentencia y la ejecución, entre el momento en que
la soga comienza a apretar mi cuello y el momento en que la muerte sobreviene,
entre el corte que decapita y la cabeza que cae: ahí se estira la eternidad de
la vida del obsesivo. Lo enigmático, para el caso, es la “rara lucidez” de
Jérôme, o el “saberse muerto” del condenado de Koestler. ¿Qué es esa lucidez
angustiosa? ¿De qué mundo proviene, ya que nada en el principio
económico de la realidad parece prever o anticipar esa angustia? ¿Por
qué no sencillamente vivir, seguir viviendo, sin
derroche literario ni filosófico ni político ni religioso —únicamente atento al
funcionamiento inmanente, ciego y abstracto de la economía técnica del vivir?
En el siglo XIX y en el temprano siglo XX, todavía había ciertas
zonas notorias de la geopolítica del sujeto en las que parecía producirse un
impacto entre el empuje real y económico de la vida, y la demanda
histórico-trascendental de sentido o significado. Un choque entre funcionamiento y sentido.
Ese impacto era muchas veces devuelto en la forma obsesiva: alguien, o algo, ha
llegado tarde al lenguaje (o el lenguaje ha llegado demasiado temprano a ese
alguien). El lenguaje (hablo menos del lenguaje para un lingüista que de la
realidad social como logos, de lo real racional hegeliano)
para él, incapaz de la potencia negativa de la Idea o del sentido, es un
protocolo de orden, la arquitectura muerta de la sintaxis. Una cáscara
anorgánica cuya finalidad, observa Freud en las líneas citadas más
arriba, es filtrar las excitaciones provenientes de un mundo siempre agresivo,
dañino y hostil. El lenguaje es, en esta perspectiva, el mecanismo de defensa
del organismo contra un exceso de vitalidad (interior o exterior) que lo
mataría. Entonces no es raro que aunque no se entienda la lógica del lenguaje
(aunque no se haya entrado a él por la puerta del sentido o del significado),
se deba obedecer sus reglas: es la vida lo que está en juego. Y cuando la vida
es lo que está en juego el lenguaje no es sentido sino código, funcionamiento y
artefacto: formas de regla positiva. Prescripciones, interdictos y
proscripciones sin racionalidad alguna, que ordenan con eficacia el tránsito en
la ciudad congestionada. Nomos y no logos. El
obsesivo, ese “trocito de materia animada” que lucha por su vida, podría verse
entonces, en principio, como aquel que vive en lo social y no parece tener idea
de qué es lo racional-social, y por tanto está condenado, para no morir, a
obedecer las reglas positivas de socialización, o a imitar aquello que hacen o
dicen los ya socializados. En otras palabras: para no morir se condena a estar
ya muerto en la estructura muerta del lenguaje. La obediencia o la imitación se
parecen mucho en eso de ser, como dictaminaba Platón cuando expulsaba a los
poetas de la ciudad en el libro X de La República, “desvíos
del desvío”. Imitar a la persona justa me aleja de entender la (negatividad de
la) idea de justicia. O, más desconcertantemente, anotar en el casillero del próximo
jueves 12 de mi agenda (como el obsesivo de André Gide) “pensar en Julia”, o
(agrego yo) “amar a mis hijos”, o “disfrutar del viaje”, me aleja del sentido y
me entrega a la orden y a la instrucción abstracta. Hay algo funcionando muy
mal ahí. Pero el obsesivo, a diferencia del poeta en tiempos platónicos, no es
un mero resabio de los tiempos de oralidad imaginaria prepolítica, no es
simplemente aquello que estaba antes de que aparecieran el logos,
la idea y la polis, no es la infancia de la escritura cuya
maduración es un destino que va a ocurrir tarde o temprano con educación y
transferencia, no es aquel que se va a curar cuando lo inconsciente se vuelva
consciente. El obsesivo, fenómeno moderno tardío, es más bien el producto
blindado de una especie de exceso técnico de la propia vida, del crecimiento y
la independencia de una lógica económica abstracta de la vida que parece
siempre querer cerrar la herida abierta por el lenguaje, es decir, la herida de
la conciencia como incorporación de un significante de la finitud, de la falta
y de la muerte. El obsesivo es alguien que nace en un tiempo ya político, pero
que, incapaz de razonar la potencia negativa de lo político, incapaz de segunda
negación, incapaz de negar la orden para razonar una ontología de la
orden, termina por instalarse en la naturalidad objetiva del orden.
Un orden o una sintaxis a los que sigue con la obediencia ciega del cuerpo a
una instrucción genética.
Hay que agregar acá que
el obsesivo clásico (pienso no sólo en el hombre de las ratas, sino también,
con amplitud e irresponsabilidad, en el hombre de los lobos, e incluso, ¿por
qué no?, en el Presidente Schreber, desentendiéndome de cuestiones
diagnósticas, nosológicas o etiológicas clínicas) era un personaje en
una época y una escena culta, literaria, novelesca, propensa a la hermenéutica
y a la interpretación. Este obsesivo clásico siempre tenía algo de extranjero
—o de advenedizo, mejor, de recién llegado: incurría, por ejemplo, en
frecuentes errores, solecismos y cultismos por su mera voluntad de hablar bien
a golpes de disciplina, por su necesidad de disfrazarse con la ropa del otro
superior (tal como ocurre con un militar, un policía o un deportista cuando
comparecen en público y se visten de ceremonia con un discurso rígido, asfixiante
y a la vez pomposo, que algo tiene siempre de ese inquietante dialecto
exclusivo que es la Ursprache paranoica). El esfuerzo y la
energía que le demandaba su ritualística, su obediencia y su prolijidad era
enorme, y por eso su vida abstracta parecía esconder algo sordamente contenido
que siempre estaba amenazando con ocurrir ni bien fallara el exoesqueleto de
los rituales: la catástrofe explosiva violenta (el momento en el que el
paranoico toma un arma y mata) o el derrumbe implosivo (la caída en la locura
narcisista o delirante más profunda). El obsesivo, en suma, como la histérica,
parecía estar ahí para ser interpretado. Podía verse como un choque o un
conflicto, es decir, como una neurosis en la que el alma todavía se extrañaba
del cuerpo (o más precisamente: en la que alma era el nombre
que le dábamos a ese extrañamiento del cuerpo), mostrando así el excedente que
le permitía angustiarse o afligirse, no ante el sentido reprimido detrás de los
rituales, sino ante el sinsentido de la propia ritualística: cierta protesta
ante la asignificancia del funcionamiento, de la propia economía de la vida,
que solamente podía surgir de una demanda de sentido o de significado (la “rara
lucidez” de Jérôme se sitúa precisamente en este punto). Pues bien: todo esto
se terminó. Nuestra época, comienzos del siglo XXI, ya no es en absoluto
novelesca ni interpretativa (o, lo que es lo mismo, es interpretativa a una
escala global e indeterminada, y, por tanto, trivial e inocua). El cuerpo
extraño del obsesivo parece haber sido alcanzado por esa época técnica
generalizada que él mismo prefiguraba conflictivamente: el obsesivo es
hoy masivo, asignificante y trivial, porque la cultura del
capitalismo tardío ya es, plenamente, obsesiva. Juguemos: el Presidente
Schreber se sometería hoy a una cirugía transexual, a tratamiento hormonal y a
grupos de soporte y apoyo, desapareciendo en el fondo indiferenciado de la
cultura técnica. Ya no hay impacto ni choque ni conflicto ni extrañamiento
alguno en ese estiramiento evolutivo técnico del cuerpo. A lo sumo algún
malestar, algún trastorno, algún ruido, para el que hay respuestas
y soluciones también obsesivas: terapias grupales u ocupacionales,
espiritualidad alternativa, fármacos, hobbies y coleccionismo,
militancia grupal para modificar ciertos settings de la
máquina social (jurídicos, por ejemplo), adicciones, mercado. No hay un Gran
Otro ante quien comparecer. Es una patología de máquina —o sea, no es una
patología en absoluto sino algo como una anomalía, un desorden o
un trastorno. El obsesivo parece instalado plena y cómodamente
en un mundo obsesivo: el mundo de las máquinas naturales y de la
abstracción tecnológica. Cómodamente, dije, aunque a veces
sobrevenga eso que llaman “crisis de pánico”, la fea experiencia claustrofóbica
de aquel que está clausurado y blindado en el continuo muerte-vida, en la
lógica eterna del funcionamiento. La abstracción tecnológica es, sin dudas, la
pulsión de muerte.
Notas
[1] Freud, S. “Más
allá del principio del placer”, en Obras Completas, T.18, Siglo
XXI, Bs.As., 2013. La itálica es mía: no es posible dejar de observar la sabia
solidaridad teórico-conceptual de las palabras. Para el caso: “economía”.
[2] Serge Leclaire.
Jerôme, o la vida en la muerte del obsesivo
[3] Lacan, J. Seminario
17. El reverso del psicoanálisis. Paidós. Bs.As., 2013.
[4] Zoé/Bios (y Phoné/Logos)
es un antagonismo que menciona Giorgio Agamben como fundante del universo
político-filosófico de la Grecia clásica. Mientras Zoé remite
al mero hecho de vivir, a la vida natural o animal, Bios refiere
a una calificación, a un juicio, a un significante social y político de la
vida. Agamben, G. Homo Sacer. El poder soberano y la nuda
vida, Pre-Textos.
[5] Freud, S. Op.Cit.
[6] Freud, S. Caso
Schreber
[7] Por eso también
usé la pérfida expresión “se parece a una metáfora”: el asunto no es
metáfora/literalidad, sino algo-como-metáfora/algo-como-literalidad,
representación-cosa / representación-palabra.
[8] En cualquier caso
la estructura de la desmentida es la misma. El hermano mayor, al revelarle al
menor (para impedir que siga viviendo engañado) el secreto de que los Reyes
Magos son los padres, resulta ser el verdadero creyente sin comillas, pues la
creencia del pequeño se situaba, desde el principio, en un lugar distinto de
donde la ubicaba el mayor: su creencia no era la creencia en la simple
existencia positiva de esas entidades llamadas Reyes Magos que viajan en
camellos voladores repartiendo regalos, sino que era algo más cerca del
entrecomillado, del mito, del rito, de la praxis o de la poiesis.
La creencia del hermano menor ya estaba “mediada”, era una creencia más bien
simbólica o teórica (digamos: no le creía a la metáfora sino
que creía en la metáfora, en la metaforicidad misma),
mientras que el “despertar” o el “darse cuenta” del hermano mayor tiene cierto
componente delirante, ya que hace comparecer al concepto ante la mera
existencia-inexistencia de la cosa. Lo mismo puede decirse de la “existencia” o
“inexistencia” de Dios, o de la subversión nietzscheana del platonismo y la
Idea, etc.
[9] Otro ejemplo
similar al de los Reyes Magos. El dispositivo Deus ex machina.
Digamos, para el caso, un sistema de poleas, andamios y engranajes manejado por
un par de operarios que hacen descender de la tiniebla superior del teatro a un
actor disfrazado de ángel. Un espectador “cree” que eso es un ángel. Otro lo
desmiente y quiere arruinar la creencia denunciando el truco a los gritos: eso
es un mecanismo, se siente el ruido de los engranajes y las quejas de los
operarios por tener que bajar a un actor con sobrepeso habiendo tantos pequeños
y delgados, las cortinas destinadas a ocultar el mecanismo están rotas y eso
que no debe verse se está viendo, etcétera. Pero la verdadera creencia no
consiste en tomar al efecto por la realidad sustancial, en creer que eso (ese
señor con cara de susto, desconfiado de la resistencia de las cuerdas que lo
transportan, y cuyas vestimentas dejan ver parte del arnés que lo sostiene,
etc.) es un ángel, sino en abstraer la opacidad material del
mecanismo y pensar que eso significa un ángel. Si el ser se
asimila meramente al existir estamos en una forma de delirio.
Si el ser se vincula al significar, estamos en una
forma mediada, entrecomillada o teórica de la creencia: en este caso el sentido
no está en creer en la realidad del efecto, sino en aceptar la distinción
entre el sentido y el funcionamiento.
[10] Tomo, obviamente,
las categorías primeridad, segundidad y terceridad,
de Charles S. Peirce.
[11] Insisto: la
recaída no es un simple obstáculo epistemológico a superar, sino la condición
ontológica de posibilidad del propio sujeto. Es evidente que el diagnóstico
“recaída” únicamente puede ser comprendido ya en el “segundo despertar” como
algo que todavía no ocurrió pero que debería ocurrir (y por
tanto ya ocurrió). Entonces, si pensamos como el sujeto que piensa
al propio proceso, en realidad hay un solo despertar que ocurre dos veces, o
mejor, un despertar que al ocurrir se desdobla hacia atrás y crea su propio
antecedente. O mejor aún: es la terceridad misma lo que necesita postular a los
dos estados anteriores y consecuentemente a los dos “despertares” o “traumas”,
como una necesidad lógica y ontológica, como mito fundamental que la sostiene y
sin el cual pierde consistencia y desaparece. Nunca simulamos el lugar del
“trocito de materia animada”, nunca nos dejamos arrastrar por el itinerario o
el devenir de la “célula” o la “vesícula”: más bien ocupamos el lugar de un
sujeto que piensa el proceso y que se piensa en el
proceso y para eso postula necesariamente sus etapas anteriores o prehistóricas (¿qué
era yo antes de ser eso que escribe, piensa, habla, dice y razona?, ¿qué era yo
antes de ser sujeto?, ¿qué era yo antes de ser social?).
[12] Podríamos hablar,
para el caso, de un “principio económico de realidad”, y
oponerlo a un supuesto “principio simbólico de realidad”. El
segundo despertar o la segunda negación, entonces, sería una fractura entre el
principio económico y el principio simbólico de realidad.
[13] Leclaire, S. Op.
Cit.
Pintura: Pablo Scagliola, Amniótico 01, óleo sobre tabla, 160 x 80 cm.
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