Educación y política, un mismo acontecimiento



 Por Santiago Cardozo González (*)


1.      El campo educativo

Hoy día (lamento empezar así, con un tono taxativo un tanto repugnante y propenso a los diagnósticos), en el ámbito educativo es moneda corriente hablar de ciudadanía, de comunidad, de territorio. Se dice que uno de los objetivos de la educación es “construir ciudadanía/comunidad”; que los centros educativos, en “el territorio” (especie de sintagma sacrosanto que hace juego con la gestión cultural en general y la educativa en particular; singular definido que despolitiza por completo la educación), deben formular sus propias “políticas territoriales” (políticas focalizadas, dicho sea de paso, que responden a los intereses de cada “centro educativo”, ya no más liceos ni escuelas, intereses que, ciertamente, se fraguan en el perímetro de la cortita de la “comunidad educativa”), etc. En este contexto, cabría preguntarse qué significado tienen estos tres significantes en las expresiones en que aparecen, todos ellos “gobernados”, según la tesis que me gustaría plantear, por el significante “democracia”, verdadera vedette de los discursos políticos y educativos por doquier, el gran significante flotante amo del discurso social uruguayo actual (y sabemos, no solo uruguayo). Así, “democracia” parecería asegurar el juego (libre, “desregulado” y “garantizado”) en el que se legitiman las expresiones como “construir ciudadanía/comunidad” y el muy ONG término “territorio”, así como todas las prácticas que tienen lugar a partir de ello y su lenguaje (un lenguaje que multiplica las diferencias entre los sujetos que dice querer reducir o, en el  mejor de los casos, eliminar). 
Y más: podríamos interrogarnos acerca del espacio en el que dichos significantes convergen y parecen volverse compatibles, solidarios, complementarios, cuando, según la idea central que me gustaría dejar establecida, “ciudadanía” no es, al menos en cierto sentido, compatible con “comunidad” ni con “territorio”, y que, en la misma dirección, “democracia” debe ser un significante que podamos decir con un sentido exactamente opuesto a aquel con el que suele emplearse (con el que suele ser “llenado”), a fin de pensar una “educación democrática” con un auténtico contenido emancipador (a la Rancière). Así pues, por una parte, “democracia” y “ciudadanía” y, por otra, “comunidad” y “territorio”, elementos entre los cuales no hay conciliación posible, pero que aparecen, decía, a la orden del día para hablar de educación y que definen una relación de solidaridad a partir de la cual de uno de ellos podemos llegar fácilmente a los otros. Esta repartición o división es homologable a la siguiente: del lado de la democracia y la ciudadanía, la política, el sujeto, el lenguaje (logos): la polis; del lado de la comunidad y el territorio, la economía, el barrio, la comunicación (phoné), el oikos.  
De nuevo: la política, el lenguaje, el sujeto se oponen al orden doméstico o económico, a la comunicación y al individuo, para seguir una línea ampliamente trabajada por Sandino Núñez[1]; donde hay política, hay lenguaje y sujeto; donde hay economía, en el sentido clásico (el oikos, la casa), hay libre circulación de mensajes, comunidades (redes sociales), en una palabra, comunicación. Todo se articula, entonces, alrededor de la oposición aristotélica: logos versus phoné, que retomaré a través de Jacques Rancière, para examinar el espacio privado que construyen los significantes “comunidad”, “territorio” y “ciudadanía”, tal como son utilizados en los discursos educativo y político.

2.      Los no-espacios de la política

Una manera de concebir la comunicación (el juego de los intercambios, de las conversaciones, de las deliberaciones; el juego de un diálogo en el que el punto medio es la medida de todas las cosas) es entendiéndola como el espacio en el que convergen los interlocutores, un espacio común regido por la transparencia, por el acuerdo como el punto muerto del lenguaje. Jean-Claude Milner[2], en ocasión de señalar la manera como la lingüística, para constituirse en ciencia, debe apoyarse en ciertos axiomas y darse determinados conceptos primitivos, explica que hace falta

no retener la multiplicidad de los seres hablantes sino lo necesario para constituir una realidad calculable como lengua: a saber, dos puntos, uno de emisión, otro de recepción, dos puntos simétricos, dotados de las mismas propiedades, por lo tanto indiscernibles a no ser por su dualidad numérica. Operación que lleva a cabo el concepto de comunicación[3].

            La comunicación, entonces, es un estado de equilibrio, una homeostasis, el pasaje de información de un punto al otro del “fenómeno comunicativo”: del emisor al receptor (nótese que estos nombres ilustran el carácter maquinal de la comunicación, el carácter instrumental del lenguaje).
Pero también puede pensársela como el escenario de un juego deliberativo y consensual, que desconoce la agonística constitutiva de la sociedad o su imposibilidad[4], es decir, que se apoya en la bondad de las intenciones de los hablantes y en la evidencia de la realidad, respecto de la cual el lenguaje funciona como un espejo.
En este sentido, resulta particularmente interesante ver en la comunicación el funcionamiento del lenguaje como una máquina aceitada capaz de decir las cosas tal como son y de la forma como se las quiere decir. Aquí operaría una suerte de “totalización” de los sentidos y, en consecuencia, la comunicación se volvería un fenómeno totalitario[5], anti-político y anti-democrático[6]. En la medida en que todo es objeto de la comunicación; en la medida en que la comunicación opera sobre la base de una transparencia reclamada aquí y allá, iluminando cualquier zona de sombras o de penumbras, el sentido ya no puede ser llamado sentido, porque este se define por el equívoco, por la polisemia y la homonimia generalizadas, es decir, por la dimensión de la opacidad y del equívoco que lo constituyen. De aquí que podamos sospechar del sentido de “ciudadanía” y de “democracia”, al menos en la versión “administrativa” que creo predominante en los discursos de los políticos y de las autoridades educativas.   
En este contexto, si los signos (digamos, los discursos) que circulan en el espacio social (y que lo informan) son transparentes, podríamos aceptar sus sentidos sin mayores problemas y construir, de este modo, un escenario de deliberación y consenso que cohesione, cimente y cemente a la sociedad, tapando las fracturas del disenso y del malentendido, lo que constituye, a fin de cuentas, la obturación de la política, a pesar de que creamos que en ello consiste precisamente la política. El término “comunicación”, tal como lo quiero emplear aquí, remite a este escenario sin conflictos o cuyos conflictos esconden un antagonismo radical constitutivo, de suerte que podrían salvarse mediante un buen diálogo, un intercambio civilizado, asegurado en buena medida por la transparencia de los signos que empleamos para llevarlo a cabo y de la presencia de buena voluntad en los interlocutores y/o de un buen mediador. Una particular racionalidad comunicativa habermasiana funciona como la garantía del entendimiento recíproco y del buen fluir de los diversos intereses sociales.
Por lo mismo, “comunidad” (piénsese en su lazo evidente con “comunicación”, término con el cual parece componer una máquina cerrada, perfecta) nos reenvía al circuito de esos intercambios aceitados, corteses, que desconocen el daño constitutivo de lo social, y lo hace poniendo el acento sobre el aspecto clausurado y autosuficiente de “lo común”, de ese espacio de convergencia entre los sujetos de la comunidad, donde la cohesión nos hace Uno. Aquí, de nuevo, todo parece funcionar según cierta lógica de la homeostasis, que regula la forma de los intercambios, de los problemas, en suma, la forma misma de pensar y de hablar acerca de “lo común”.
En una dirección contraria hallamos la sociedad, el lenguaje, la política y, sería deseable, aunque parece no ocurrir de esta manera (he aquí, de nuevo, nuestra tesis), la ciudadanía, esa ciudadanía de la que tanto se habla en los discursos educativos y políticos, caballito de batalla del buen decir y el buen pensar, resguardo de cualquier sospecha o tufillo totalitario. De alguna manera, sociedad, lenguaje y política son coextensivos, y remiten a una opacidad instituyente, según la cual los signos que empleamos para su producción nunca son suficientes, o siempre ponen en evidencia la imposibilidad de que “lo común” y “lo social” sean equivalentes, en una relación de cierta plenitud que alcanza los sentidos de los discursos.
En un trabajo anterior[7], intentaba mostrar cómo, en los discursos sobre la educación, el sintagma “construir comunidad” aparece frecuentemente asociado a la expresión “diversificar la oferta educativa”, en una clara alusión a cierto tipo de cursos que no tiene que ver con las disciplinas, con el saber producido dentro de los límites de un discurso académico, científico o humanístico (con la escritura en su sentido más fuerte), sino con un conocimiento de carácter técnico, tecnocrático o, en el mejor de los casos, didáctico, directamente relacionado con las necesidades del mercado laboral o de ciertos discursos pedagógicos que marcan la tendencia de la reflexión de hoy (el deep learning). La diversificación de la oferta educativa, que en el trabajo citado relacionaba con la propuesta de posgrados del Consejo de Formación en Educación, y la construcción de comunidad, otorgaban (y otorgan) una clara preminencia a la dimensión territorial, doméstica, de las necesidades de los diferentes centros educativos (el cómo –la didáctica– se impuso sobre el qué). La demanda, así, dejaba de tener que ver con una universalidad, con la ciudadanía propiamente dicha (la polis, la política), para pasar a concentrarse en un nivel local, “comunitario” (el nivel del oikos), definido en buena medida por las características de los entornos educativos, es decir, de los contextos de las comunidades educativas en los que están incluidos los liceos y las escuelas. Y, como es fácil advertir, el salvoconducto de la gestión era el abracadabra que justificaba y daba legitimidad a las “políticas focalizadas” capaces de “construir comunidad/ciudadanía”.
Entonces, como una conclusión parcial y provisoria, estos espacios de la comunicación, de la comunidad y de la ciudadanía (de lo territorial) no son lugares de la política (sí lo son de la política partidaria, de la política de extracción de votos, pero no de la política), porque en ellos no tiene cabida el desacuerdo, definido como

[…] aquellos [casos] en los que la discusión sobre lo que quiere decir hablar constituye la racionalidad misma de la situación de habla. En ellos, los interlocutores entienden y no entienden lo mismo en las mismas palabras. Hay toda clase de motivos para que un x entienda y a la vez no entienda a un y: porque al mismo tiempo que entiende claramente lo que le dice el otro, no ve el objeto del que el otro le habla; o, aun, porque entiende y debe entender, ve y quiere hacer ver otro objeto bajo la misma palabra, otra razón en el mismo argumento[8].

            Desacuerdo, política, democracia, lenguaje, versus consenso, policía, comunidad, territorio, comunicación. Este es el campo de antagonismos que debería organizar un significante fuerte como “democracia”, entendido de acuerdo con los planteos de Rancière.  

3.      Ciudadanía, democracia…, nada

La educación debe construir ciudadanía, suelen expresar, decíamos, las autoridades educativas y políticas no bien tienen la posibilidad de hacer gala de la corrección política reinante. ¿Qué quiere decir esto? “Construir ciudadanía”, en las voces mencionadas, implica un reparto y una articulación de lo social que define las posiciones que cada uno ocupa, por ejemplo, en la democracia que vivimos (quiero salirme de las cuestiones relativas al conocimiento de las leyes y su respeto, al ejercicio del voto, etc.). Por lo tanto, hay ciertas cosas visibles (perceptibles) sobre las que se puede hablar y otras sobre las que recae cierta prohibición, porque es tema de otros (¿tecnócratas?), porque cada zapatero debe quedarse con sus zapatos. Y ese reparto es una estabilidad, un equilibrio, asociado de manera natural con los beneficios de la democracia. En consecuencia, resulta bastante complejo hablar “en contra de la democracia”, como si al hacerlo se estuvieran agitando los miedos de los autoritarismos, de los golpes despóticos contra las instituciones democráticas. Decir que la democracia, en alguna parte de la malla que establece, es más bien un “orden policial” puede resultar un tanto desconcertante, incluso demasiado arriesgado (nunca faltan las sensibilidades que pongan el grito en el techo por cuestionar la democracia). No obstante, lo que está en juego es el problema de la igualdad de los hombres y, por ende, poco importa si hay que decir que “democracia” es el significante de un orden establecido que ha distribuido la palabra y el ruido entre las personas de la sociedad, asegurando a unas el derecho a hablar con relevancia y a otras a reproducir la maquinaria económica. En todo caso, habría que pensar en la manera en que la escuela se inscribe en esta lógica: si ella reproduce el orden policial o se constituye en una institución democrática como aquella que pone en cuestión la estabilidad y la distribución de lo social propias del orden policial y parte de la igualdad de las inteligencias.  
Entonces, la democracia puede ser concebida como el juego que consiste en cuestionar el reparto de las posiciones sociales, la manera a partir de la cual algunos están destinados al lenguaje y otros al ruido, a la reproducción del orden y la lógica productivos. Las cosas que se ven y las que no; aquellas de las que se puede hablar y aquellas otras sobre las que recaen ciertas prohibiciones o que, sencillamente, no se “ven”, componen un escenario estable, equilibrado, que puede llamarse, si queremos, democracia; sin embargo, la democracia, en el sentido de Rancière, cuestiona esta otra “democracia estable”. Este escenario, en el que se distribuyen la palabra, los temas para hablar y el derecho y la legitimidad para hablar de ellos, es lo que Rancière denomina policía y que se opone a democracia.
Así, en la escuela o en el liceo, el docente explica un tema x (pongamos por caso, un cuento o un pasaje de una novela, un poema –literatura–, una posición filosófica sobre cierto tema o una lectura sobre determinado hecho histórico) y da por buena su explicación, para la que estudió cierta cantidad de años, leyó cierto número de libros, preparó la clase, etc. La explicación que proporciona parece tener como objetivo la reducción de la brecha entre él mismo y los alumnos, es decir, entre el que sabe –él– y los que no saben y necesitan que eso que ignoran les sea explicado. Aquí estamos ante un orden explicador que, finalmente, termina multiplicando al infinito el mismo orden que dice querer eliminar o la distancia que declara querer reducir, porque su lógica de funcionamiento parte de la jerarquía de las inteligencias. El sentido que pone sobre la mesa, que hace circular entre y para los alumnos, es un sentido “totalizador”, que se presenta como la lectura que debe hacerse sobre ese tema x. De esta manera, no hay espacio para lo inesperado, lo inédito, lo imprevisto (los nuevos sentidos no calculados, imposibles de prever), por lo que el otro queda reducido a quien tiene la necesidad de ocupar el lugar del ignorante. (Por supuesto que no estoy negando la explicación de los conceptos: cómo hablar de la célula, si no, o del sistema solar).
   
Retomando nuestro problema central: es interesante observar cómo, cuando se habla de ciudadanía y de democracia, cuando la educación aparece asociada explícitamente a estos dos conceptos, no se dice nada de la literatura: jamás aparece una mesa temática o alguna ponencia en términos de “innovación” o de “prácticas educativas innovadoras” que planteen el rol medular que tiene la literatura en la construcción de la democracia (siempre a la Rancière). En su lugar, aparecen las Tic ocupando un lugar casi totémico que la educación debe enaltecer, a partir de la formación de los alumnos en distintas clases de competencias, en un “saber hacer” que reniega una y otra vez de las asignaturas, de las disciplinas, y que se da de bruces con la literatura, en la medida en que esta no tiene ninguna finalidad que cumplir, pues ella misma es medio y fin. Entonces, resulta extraño –o por lo menos a mí me resulta especialmente extraño– que la idea de democracia y la de ciudadanía se asocien tan fuertemente con la “educación en Tic” y poco o nada con la literatura.  
Pero ¿por qué traigo a cuento la literatura en el juego de los sentidos que despliegan los significantes “ciudadanía” y “democracia”, particularmente este último? Precisamente porque ambos significantes introducen una estabilidad en el campo de lo social contraria a las ideas de democracia y política que maneja Rancière y que, según el propio filósofo francés, hallan en la literatura una escritura destinada a hacer visibles cosas, objetos, temas, etc., que están fuera del “campo sensible/visual” del orden establecido, del reparto de los roles sociales que tenemos instalado por defecto, en el que las Tic, la formación en competencias y la formación para el mercado laboral (dos formas de la ciudadanía, dos formas de la doxa actual, de los discursos de la transparencia, de lo que va de suyo) aparecen como cosas que definen la forma misma de los discursos, las posiciones enunciativas y las prácticas sociales a las que dan lugar.
¿De qué manera una doxa de este tipo puede considerarse democrática y ciudadana? ¿Qué lugar viene a ocupar y jugar la literatura en el interior de la democracia definida como el espacio de un consenso deliberativo, de una corrección política y un reparto de las funciones sociales según el orden productivo de la economía y de la legislación? ¿De qué forma “democracia” y “ciudadanía” pueden funcionar como significantes de la igualdad de las inteligencias, de la apertura del sentido, de la significación, esto es, de la imprevisibilidad del sentido, de lo inédito, ya que no de lo “innovador”?

La experiencia democrática resulta ser así la de una cierta estética de la política. El hombre democrático es un ser de palabra, es decir, también un ser poético, capaz de asumir una distancia entre las palabras y las cosas que no significa ni decepción ni engaño, sino humanidad capaz de asumir la irrealidad de la representación[9].

            Literatura (experiencia estética) y política como un solo fenómeno indistinguible; es decir, no tenemos un momento estético y otro político, sino un acontecimiento que es político porque es estético y que es estético porque es político. Este anudamiento le proporciona a la literatura un lugar auténticamente central en una educación democrática (en la “construcción de ciudadanía”, forcemos un poco las cosas), que no se identifica con una educación que tenga por objetivo “construir democracia”, como si esa democracia fuera algo que va a sobrevenir en algún momento, como efecto del acto educativo. Vuelvo a citar a Rancière, esta vez en extenso:

La literatura entra en este juego por dos razones. Primero, en cierta manera, la literatura es lo otro del saber social. La literatura es el acto que indetermina lo que era el universo estructurado de las Bellas Letras: un universo organizado mediante la división de géneros poéticos y los cánones que definían los medios apropiados para la perfección de cada uno de los géneros. La literatura, según el concepto que emerge en el siglo XIX, es el arte de la palabra sin otro lugar ni norma que el poder común de la lengua. En este sentido, la literatura es homogénea respecto al desorden de los seres hablantes característico de la edad democrática. La literatura tiene el poder indiferente de dar y de sustraer cuerpo a la palabra, mientras que la preocupación esencial de los saberes sociales consiste en otorgar de nuevo cuerpo a los sujetos de la democracia. La literatura des-especifica los saberes y sus positividades reinscribiendo sus procedimientos mostrativos y demostrativos en el espacio común de la lengua. En última instancia, les opone su propia utopía: la que conduce todo poder del pensamiento a un poder de la lengua. El papel que desempeñan la literatura y la teoría o crítica literaria en la filosofía contemporánea puede tomar ciertos aspectos caricaturales. Cabe decir, empero, que ello no es el simple efecto de una moda, sino que se encuentra prescrito por la situación de la filosofía en el campo de la política y de los saberes[10].

            He aquí el punto crucial de mi argumentación: la literatura es un discurso que se sitúa por fuera de todos los decires académicos, en el sentido de retóricas establecidas que siguen ciertos protocolos de aceptación, legitimación y circulación y que, en función de ello, han distribuido los espacios de palabra y los espacios de ruido, los movimientos que les otorgan a determinados individuos el derecho a la titularidad de un discurso que será escuchado y que empuja o confina a otros a un decir irrelevante, inadecuado, siempre en falta con relación a las formas aceptables de la escritura académica profesional. Por lo tanto, en la literatura se pueden hacer perceptibles (de esto el emparejamiento estética-política) objetos, temas, etc., que antes no se veían, pero que constituyen, en el espacio de la escritura que los produce, una racionalidad del mundo distinta, otra sensibilidad e inteligibilidad.

Pero la ficción, como sabemos desde Aristóteles, no es la invención de mundos imaginarios. Es ante todo una estructura de racionalidad: un modo de presentación que vuelve perceptibles e inteligibles las cosas, las situaciones o los acontecimientos; un modo de vinculación que construye formas de coexistencia, de sucesión y de encadenamiento causal entre los acontecimientos, y da a esas formas los caracteres de lo posible, de lo real o de lo necesario[11].

            Después de lo dicho sobre la literatura como el espacio donde estética y política no pueden diferenciarse, o mejor, donde se construyen recíprocamente; después de haber planteado el par estética-política como el espacio donde se juega una democracia diferente de aquella de la que partimos y criticamos, y con relación a la cual situamos el problema de la “construcción de ciudadanía” (la democracia que sostiene, decíamos, la construcción de ciudadanía y de comunidad, las políticas en el territorio, etc.), es deseable sospechar de la reunión de “educación” y “democracia” en la boca de las autoridades políticas y educativas. La corrección política, que hoy es el lenguaje mismo de la tecnología, del desprecio por las disciplinas, de la apuesta por una didáctica positiva, llena de buena onda y de motivación y charlas Ted, de coaching y liderazgo, de protocolos y grillas de evaluación, de proyectos que se organizan en torno de competencias tendientes al aprender a aprender, porque esto es lo que demanda el mundo actual, hace de “democracia” un significante que rechaza el litigio de la palabra que disiente, de aquellos que son confinados al ruido del discurso sindical corporativo, según las críticas facilistas que suelen oírse en los diversos medios de prensa en que los políticos salen a la palestra a hablar de educación. En este contexto, hay que tener particularmente en cuenta que “Siempre hay demasiadas palabras y demasiadas significaciones disponibles en las palabras como para que los estados de cuerpos y los estados de significación coincidan sin resto alguno”[12], por lo que el desacuerdo es posible y, sobre todo, necesario.




Notas

(*) Profesor de Idioma Español. Docente de Facultad de Derecho, de Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación y del Instituto de Profesores "Artigas". 
[1] Sandino Núñez, El miedo es el mensaje. Montevideo, HUM, 2012, La vieja hembra engañadora. Ensayos resistentes sobre el lenguaje y el sujeto. Montevideo, HUM, 2012 y Psicoanálisis para máquinas neutras. Biopoder o la plenitud del capitalismo. Montevideo, HUM, 2017.
[2] Jean-Claude Milner, El amor de la lengua, Madrid, Visor, 1998.
[3] Ibíd, pp. 9-10.
[4] Cf. Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, Madrid, Siglo XXI editores, 1987.
[5] Cf. Mario Perniola, Contra la comunicación, Buenos Aires, Amorrortu editores, 2006. 
[6] Cf. Jacques Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1996, El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2007, En los bordes de lo político, Buenos Aires, Ediciones La Cebra, 2011a y El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre política y estética, Barcelona, Herder, 2011b.
[7] Santiago Cardozo González, “La educación y el territorio”, en Prohibido Pensar. Revista de ensayos. Instante de peligro. Sujeto, historia, arte y política, Año II, N° 2, pp. 139-147.
[8] Rancière, 1996, p. 9.
[9] Rancière, 2011a, p. 73.
[10] Rancière, 2011b, p. 36.
[11] Jacques Rancière, El hilo perdido. Ensayos sobre la ficción moderna, Buenos Aires, Bordes Manantial, 2015, p.12.
[12] Rancière, 2011b, 167.


Dibujo: Pablo Scagliola


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