HUMANIDAD 2.0: EL CAPITALISMO ALCANZA SU CONCEPTO (*)
Por Sandino Núñez (**)
Sabemos, con Marx, que
el capitalismo no es más que un modo de producción, un modo histórico de
producción. Esto es, un qualunque, un sistema
económico entre tantos modos o sistemas posibles. Ese bautismo, esa
determinación le confiere al capitalismo una positividad que lo hace pensable y
decible, y que lo recorta del continuo natural y neutro de la economía en tanto
universal abstracto, de la economía como dimensión
irreductible de toda práctica humana. Así, la positividad particular del
capitalismo debería pensarse, en principio, contra la actividad negativa
singular de un sujeto (que, para el caso, coincide con el nombre propio Marx,
o con el proletariado marxiano) que lo determina, lo niega, lo escribe, lo
teoriza y lo piensa políticamente, es decir, que lo arranca de la
naturalidad y la neutralidad (la universalidad abstracta) desde la cual ejerce,
sin esfuerzo, su cerrada hegemonía. Esta es, por antonomasia, la operación de
la ideologiekritik: mostrar como histórico aquello que tiende a ser
espontáneamente entendido como natural y eterno. Pero aquí es donde la
neutralidad vuelve para enrarecer la dialéctica entre lo positivo y lo
negativo. Esta necesaria determinación-positivización del capitalismo corre un
riesgo grave: no puede pensarse como un modo (positivo) de ser sin que se
filtre el fondo de neutralidad de un ser sin modos: el principio de
producción y la propia lógica económica como universales abstractos, sin
historia. Y el giro perverso es que este neutro “ser sin modos” es una
abstracción que solamente puede provenir del propio saber enactivo,
experiencial o maquínico del modo histórico de producción capitalista. Es
el saber de lo real inherente al mundo capitalista, el saber
enactivo del cuerpo capitalista —y por tanto podría y debería
ser entendido, negativamente, como negatividad. Pero esto no ha ocurrido bien,
y entonces la neutralidad del ser sin modos se pone a funcionar simplemente
como el telón de fondo sobre el que emerge la positividad de los modos
históricos del ser. Ahora, integrada la neutralidad al sistema de lo positivo,
la positividad del capitalismo no aparece contra la operación
negativa del pensamiento teórico (del proletario, o de Marx), sino que se
recorta sobrela neutralidad abstracta de la economía y la
producción: el contenido positivo del lenguaje es objetado (el capitalismo es
un modo de producción injusto, explotador, acumulativo, paranoico, etc.) pero
sólo para consagrar la ontología de ese mismo lenguaje inscripta sordamente
como neutralidad: hay por lo menos un modo no capitalista de
producción, por lo menos un modo de ser de la economía que no
es capitalista, en el cual la economía y la producción se deslizan sin
patologías sobre el suelo neutro de la teoría. El capitalismo aparece entonces
no como el modo político en el que el sujeto dice y determina la neutralidad
abstracta de la economía, sino como un simple modo de ser de ese ser sin modos
que es la economía. Así, el capitalismo ha vuelto a interponer su cuerpo en el
lenguaje que pretendía criticarlo, pero no ya como la positividad de un modo de
ser ni como la negatividad de una ideología, sino como el chasis neutro en el
que se apoya ese lenguaje. El engaño entonces, si es que puede
hablarse de engaño, no está en la representación ideológica de la realidad,
sino en la realidad misma como representación práctica o enactiva. Se trata de
un engaño de lo real, similar al que atormentaba a Descartes. Y
este engaño es una recaída: consiste en no poder mantenerse en lo
negativo, en no poder resistir la tentación de criticar y superar al
capitalismo como modo histórico del ser económico, utilizando los principios
neutros y la lógica técnica de la propia economía política, o del ser amodal,
ahistórico o natural de la economía o la producción.
El capitalismo “alcanza
su concepto”, en el mundo contemporáneo, precisamente en la generalización y
globalización de la economía como lógica neutra y abstracta de intercambio,
producción, rendimiento, eficacia, perfeccionamiento y acumulación. Ahí la lógica
enactiva del capital (y no las ideologías nacidas de las relaciones
capitalistas de producción, el sujeto “detrás” de la máquina técnica) parasita
y coloniza todos los sistemas y todas las esferas: la vida, la naturaleza, la
política, lo social, la verdad y el conocimiento, la educación, etcétera. Ahora
el capitalismo es el mundo. Y por eso, como se ha observado,
es más sencillo imaginar el fin del mundo (un meteorito, el cambio climático,
las explosiones solares, las invasiones zombis) que pensar la superación de un
simple modo histórico de producción. Eso se debe a que el capitalismo es
un modo histórico de producción, pero la lógica del capital no.
La lógica del capital es la neutralidad, la nube inercial,
abstracta, opaca y viscosa, que nos constituye y determina “por dentro”. Y eso
revierte, claro está, sobre la positividad misma: el capitalismo entonces ya no
es “un simple modo histórico de producción”: es la ontología neutra que lo
posibilita, lo sostiene, lo protege y lo hace durar, es decir, aquello que al
provenir de él como “representación enactiva”, lo lanza, idéntico a sí mismo,
al momento siguiente, y en ese movimiento lo enraíza y lo confirma. Tentado por
una especie de facilismo diría que las relaciones sociales son
simbólicas o ideológicas mientras que las relaciones técnicas son
enactivas: el capitalismo “alcanza su concepto” cuando la dinámica neutra y la
lógica real de las segundas absorbe completamente a las
primeras.
No hay, obviamente,
entre la positividad o la solidez del modo de producción capitalista (la
máquina técnica de producir valor de cambio) y la nube neutra de la ontología
del capital (la circulación como el funcionamiento perpetuo de esa máquina),
una relación del tipo base (técnica, económica, productiva)/superestructura (cultural,
ideológica, teórica), como dos positividades que deben ser articuladas. Tarde o
temprano, aunque esa articulación se diga o se quiera dialéctica,
siempre habrá una instancia positiva (la base, para el diamat)
que va a aparecer como la verdad de la otra. Debemos pensar esta “articulación”
más bien como un continuo neutro-positivo o positivo-neutro, como ya hemos
dicho: una neutralidad que es siempre ya positiva y una positividad que es
siempre ya neutra, enlazadas en una fuerza de resistencia que siempre impide,
retarda o arruina la potencia negativa del pensamiento. Si algún interés
hubiera aún en cierta disputa por las palabras y los ismos, diría
que hay que situar en este punto el verdadero materialismo: no en
la creencia en cosas, objetos o relaciones independientes del pensamiento y las
prácticas (la creencia ingenua —y para mí, profundamente idealista—
en un ser sin modos, sin lenguaje y sin historia, o su contrapartida, que
sostiene que solamente hay modos históricos de decir), sino en la aceptación de
un real irrepresentable (neutro, enactivo, técnico) que es condición de
posibilidad de toda actividad de representación y que al mismo tiempo es lo que
la impide y la arruina.
Voy a repetir que el
entendimiento realiza su operación de abstracción formal (la potencia
absoluta, dice Hegel) sobre una abstracción real (Sohn-Rethel)
que ya había ocurrido. Lo expreso de otro modo: la objetivación de algo como la
realidad y su separación del lenguaje instrumental que la dice, la denota o la
significa, inscribe siempre ya un saber enactivo de prácticas o actividades o
técnicas sociales y socializantes. Esa inscripción de la actividad subjetiva en
el centro mismo de la objetalidad del objeto no puede ser representada sin que
todo el sistema de la realidad y de los objetos se arruine. Para poner las
cosas en una secuencia un poco artificiosa, podría decirse que vamos del saber
enactivo, de una especie de memoria corporal o de memoria
técnica de las prácticas que nos socializan, a la objetalidad y
objetividad de un ser y un mundo que pueden ser conocidos o dichos en el
lenguaje. Y esa memoria corporal o técnica, zócalo de la representación, queda
inscripta en toda la estructura como un remanente sin representar. Es una
neutralidad práctica que “vive” en la positividad formal de ese mundo objetivo
que el entendimiento conoce y mide. Cada vez que el entendimiento sintetiza un
enunciado de conocimiento objetivo, en realidad conoce sus
propias operaciones, sus propias técnicas y sus propias prácticas, que se
confirman permanentemente y se incrustan cada vez más profundamente en la
objetividad misma de la verdad, como una especie de fuga maníaca, impidiendo la
aparición de Das Negative.
Con esta perspectiva
podemos observar que en la modernidad no se construye un mundo objetivo (que el
entendimiento “ve”) sino más bien una máquina o un sistema tecno-económico
global de conexiones, prótesis, herramientas, instrumentos e interfaces
sujeto-objeto —con la máscara de un mundo objetivo—. Pero esta máscara de
objetividad no es una “operación ideológica” que se agrega luego, sino que es
constitutiva, es necesaria (“la ilusión objetivamente necesaria” de la que
habla Marx en el capítulo sobre el fetichismo de la mercancía). La objetividad
misma (el concepto de objeto o de leyes objetivas) es parte de la interfaz
histórica sujeto-objeto. El sujeto ha quedado siempre ya inscripto
en la objetividad. O quizás: la negatividad (del sujeto) ha quedado sepultada,
como neutralidad (enactiva, funcional, técnica), en la positividad (del objeto).
La negación no ha tenido la fuerza o la paciencia suficientes para traer a la
neutralidad al campo de las prácticas del sujeto. Así, esta condición de
positividad, este modo en el que el mundo se nos aparecía como
objetalidad inmediata, en la modernidad clásica (digamos), todavía
parecía empujar a una intervención negativa directa, siempre excesiva o
insuficiente o prematura —y quizás eso ha sido una parte decisiva del problema
de la tradición crítica al modo de producción: la
invisibilidad de la neutralidad real de la tecnología. Todavía era posible
interponer un recurso interpretativo ante un mundo que estaba
ahí, como un deslumbrante paisaje objetivo: idola, “visión del
mundo”, representación o discurso, proyección de un sujeto, ideología o síntoma
legible sin residuos, una especie de hermenéutica o semiótica o psicoanálisis
social. Se buscaban sentidos profundos y secretos, reprimidos, ocultos y
velados por la superficie de las conductas, los discursos o los propios
objetos. Entonces la dimensión técnica, la interfaz como punto indeleble y
fundante de toda representación, la relación funcional entre el cuerpo y la
máquina, esa neutralidad ergonómica y enactiva envolvente en la que la máquina
es cuerpo y el cuerpo es máquina, se perdía, suspendida en un cortocircuito
entre la objetalidad natural, helada y asignificante (el paisaje de los
objetos, la distancia entre el ojo y el funcionamiento objetivo del mundo),
y la representación como proyección de un sujeto sobrenatural cargado de
sentido, intenciones e intereses. Como vimos en “El autómata & los
enanos”, en una primera instancia la máquina técnica es o bien vivida simplemente
como una realidad natural que siempre ha estado ahí, o bien interpretada como
la escena de un otro (clases dominantes, ideas hegemónicas) que se impone o nos
engaña. Hemos llamado a esta instancia interpretativa “simbolización
prematura”: nuestra crítica cultural clásica al capitalismo parecería haber
cometido el “error” de historizar antes de tiempo, parecería haber reaccionado
en una especie de exceso hermenéutico, en una especie de derroche de sentido
ante el mundo glacial y asignificante del objeto.
Pero hoy, entiendo,
estamos en una instancia ulterior: ya no estamos parados ante el paisaje de la
objetividad natural y eterna del mundo y la realidad, sino, otra vez,
sumergidos en el ambiente o respirando el aire de la neutralidad natural y
eterna del saber-funcionar, de lo enactivo y de nuestras propias prácticas
técnicas y tecnológicas. Ya no “vemos” el mundo sino que funcionamos en
el mundo de acuerdo a los principios económicos básicos
incuestionables que rigen a todos los sistemas o a todos los juegos (pericia,
desempeño, rendimiento, resultados) y de acuerdo a los modos y a las lógicas
técnicas más apropiadas (táctica, estrategia, previsiones, cálculos). La
realidad no es ya el distante paisaje de los objetos o la enorme máquina del
universo, sino el funcionamiento mismo del todo, y específicamente, nuestra
propia interfaz con ese funcionamiento global: la adaptación, la evolución
técnica, la resonancia de lo real del cuerpo con el todo. Si en la era
tecnológica temprana de la modernidad (siglos XVI y XVII)
habíamos ido, en la abstracción real, desde las prácticas y el funcionamiento
al paisaje visual de la objetividad, ahora, en el ambiente capitalista tardío,
parece desandarse ese camino: volvemos una vez más a las prácticas, al
funcionamiento y al saber-funcionar. La gran diferencia es que ahora esa
enactividad y ese saber-funcionar crea un nuevo campo de objetividad, una
“objetividad de segundo grado” que desplaza al anterior del centro de interés,
y que al mismo tiempo lo presupone y lo realiza como una nueva
neutralidad. Ya no contemplar y describir la objetividad del funcionamiento de
la máquina del universo o desnudar y revelar su esencia o su verdad, sino
modelizar operativamente nuestra propia participación en ese funcionamiento,
dar una entidad sustancial al saber-funcionar para operar directamente sobre él
con el propósito de completarlo, mejorarlo y perfeccionarlo. Estamos en una
pragmática extrema que incorpora al lenguaje como fenómeno de
código y a la teoría como una consola de control, en una
posición de instrumentalidad radical: todo lenguaje y toda teoría obedece
inmediatamente a una lógica de gestión, ajuste, corrección y
perfeccionamiento de la interfaz, de la acomodación y del saber hacer.
Si la definición de
ideología se asociaba habitualmente con la frase marxiana de “no lo saben pero
lo hacen”, hoy habría que completar esa frase: “no lo saben pero lo
hacen, porque lo saben hacer (y por eso lo siguen
haciendo)”. O el cristiano “(Perdónalos Señor) no saben lo que hacen”,
en no saben lo que hacen, pero saben hacerlo. Ahora el problema no
es el misterio de qué es o qué significa o qué sentido tiene eso que hacemos (y
que no sabemos, negativamente), sino la certeza (positiva) del
propio saber-hacer (neutro), el saber técnico de nuestras prácticas
sensorio-motrices expresable como un campo de conocimiento operacional
objetivado (tecnología). La neutralidad de la técnica se ha vuelto directamente
positiva —y ahí se consagra plenamente la abstracción tecnológica. El saber
hacer técnico ahora se maneja y se potencia como un saber
saber hacer tecnológico: la neutralidad de la interfaz y de las
acomodaciones enactivas ya no se abstrae en la construcción de un mundo
objetivo sino que se objetiva y se prolonga ella misma, explícitamente, como un
sistema de conocimiento práctico directamente accesible al propio usuario en la
forma de un prospecto, de un mapa o de una consola operacional. Un par de
ejemplos extremos (aunque bastante evidentes) pueden resultar útiles.
1. Do it by
yourself. La convocatoria neoliberal (o pos-neoliberal, para el caso
importa poco) a las fuerzas productivas y al trabajo en términos de adaptación
al nuevo ambiente o máquina o sistema o juego de un mercado global,
reintroduciendo en la matriz tecno-económica, ya como operadores o agentes o
distribuidores de economía, a aquellos que han quedado del lado malo de la
máquina y a aquellos que podían llegar a vivirse y a pensarse como alienados en
y por la máquina, fue verdaderamente simple e inspirada. Cantidades fabulosas
de dinero provenientes de organismos multilaterales y de organizaciones
internacionales de asistencia destinadas a fomentar a las micro y a las
pequeñas empresas, a estimular el espíritu de emprendimiento, a cruzar ese
espíritu en clusters de minorías o identidades descontentas
(emprendimientos para madres solteras, para afrodescendientes, para mujeres
solas, para comunidades altersexuales), que se sintetizan siempre en el comando
o la consola técnica de la economía como conocimiento objetivo de las reglas
del juego del mercado. Todo reforzado y apoyado en un incesante sermón
de autoayuda protestante (que se estribilla en la educación, en la publicidad,
en los medios, en los Estados), lleno de “se puede”, de operadores o agentes
circulando por el sistema (operadores proactivos o reactivos,
según sean buenos o malos), siempre provistos de una consola
práctico-operacional que permite una especie de bricolaje adaptativo de
autosuperación o de autoconstrucción (de reactivos a proactivos, y de
proactivos a más proactivos), de resiliencia y de superación de las
dificultades, de aprendizaje de los errores y reconocimiento de las
oportunidades, de desempeño, rendimiento, plan, proyecto, viabilidad,
ejecución, previsión, riesgo, márgenes de error. El sueño de no tener dueños o
patrones, de manejar técnicamente mis propios recursos y mis propios
instrumentos de producción, de ser en suma el gestor de mí mismo,
de administrar mi tiempo y mi beneficio, se parecía a la libertad y a la
felicidad en un mundo que había extendido a escala global y a la vez microscópica
el ambiente agonístico del mercado, el intercambio y los negocios. Todos y cada
uno de los cuerpos provistos del objeto mágico: la consola tecnológica desde la
cual el cuerpo real puede manejar, mejorar y corregir su desempeño y su
rendimiento. La desproletarización y la lumpenización técnica de
la fuerza de trabajo fue brutal en todos los niveles. El trabajo y el capital
ya no eran fuerzas contradictorias (desde una perspectiva técnica, ya lo hemos
observado, nunca lo han sido): ahora podían trabajar cooperativamente para
conducir al todo al bienestar y a la excelencia. Aunque después de la explosión
todo quede exactamente en su viejo lugar (el viejo patrón que explota mi cuerpo
como fuerza de trabajo es ahora un cliente al que le vendo mis servicios), lo
que ha ocurrido es una diseminación masiva y global de la economía que es al
mismo tiempo una concentración narcisista y microscópica del cuerpo que
trabaja, produce o comunica, ensimismado en la verdad técnica definitiva de su
propio saber-hacer y saber-funcionar. El capitalismo podía ser un momento
histórico positivo, pero la lógica del capital es plenamente neutra. El cuerpo
deja entonces de ser una fuerza y una potencia (negativa), e incluso deja de
ser un objeto (positivo), para pasar a plantearse plenamente
como fórmula (neutra), como algoritmos y operaciones. Como un mapa de
acupuntura que releva los puntos que pueden tocarse, estimularse o inhibirse
para lograr el resultado necesitado o deseado. Eso es lo que hemos
llamado consola operacional: el comando desde el cual manejar
remotamente las operaciones de todo el sistema. Una consola neurológica: todo
el ser humano (lo que siente, lo que hace, lo que cree, lo que piensa) puede
ser descrito y manejado como un sistema de interacciones
electroquímicas complejas que ocurren en el cerebro. Una consola genética: todo
el ser (su estructura, su desarrollo, sus propensiones, sus aptitudes, sus
competencias) puede ser descrito y manejado como un sistema que
surge de la combinación de unas pocas proteínas. Una consola energética o una
consola conductual: todo el ser se describe y se maneja como un sistema de
circulación de energías de distinta procedencia, intensidad y complejidad
(hábitos alimenticios o sexuales, socialización, comunicación, etcétera). El
cuerpo como operador positivo de economía ha sepultado al clásico malestar
negativo del sujeto alienado, porque la tecnología es la consola o el control
mágico que nos ha sido obsequiado como un espacio virtual o transicional neutro
en el que las actividades y prácticas del cuerpo se perfeccionan, verifican y
son devueltas al propio cuerpo, permanentemente, en la forma del placer inerte,
sordo y elemental de la pericia y la destreza.
2. Simbolectomía. El
otro ejemplo, se comprenderá, no es sino otra forma de decir el mismo. Sabido
es que el llamado al sexo en términos de placer tiene como contrapartida
inevitable una especie de aislamiento laboratorial de la función reproductiva.
Y al revés también es cierto. A pesar de la promesa de un goce
desterritorializado, o de plantear todo en una descripción técnico-mecánica
capaz de exorcizar, con su incesante luz incolora, los fantasmas traumáticos y
vergonzantes que arrastra la sexualidad desde el siglo XIX, y que ensombrecen,
mitifican o moralizan algo que debería consagrarse sencillamente al propio
cuerpo (el placer o la reproducción, sin el pivote de la sexualidad), en
realidad dispara y articula la malla fina y brutal de la disciplina y el orden,
tanto en el mercado reproductivo como en el pornográfico. Hay mapas obsesivos
de las perversiones en la literatura pornográfica (¿con qué se excita usted?,
¿viejas, adolescentes, animales, mierda, asiáticas, niños, voyeurismo, incesto,
tortura?); hay realización de fantasías estandarizadas al uso del consumidor
como disfraces o roles; hay sexólogos y autoayuda, gimnasias posturales
inverosímiles, toys y gadgets y prótesis mecánicas o químicas orientadas a
mejorar el rendimiento y a incrementar la duración y la profundidad del momento
de placer; hay prácticas siempre ritualizadas y ceremoniales como alimentación
afrodisíaca, aprovechamiento de los recursos energéticos, grupos o manadas que
comparten o toleran mis fantasías y por tanto alivian, amortiguan y distribuyen
horizontalmente el peso de mis tensiones, angustias y responsabilidades,
etcétera. Y hay por otro lado, ciertamente, un impecable mercado science
fiction de la reproducción y la fertilización asistidas, de mapeos genéticos,
de técnicas farmacológicas u hormonales de inducción a la ovulación, de
inseminación artificial, de fecundación in vitro, de gestación subrogada y
alquiler de matrices, en fin. Con la coartada de liberar tanto al cuerpo del
placer como al cuerpo reproductivo, e incluso, y sobre todo, de liberar a uno
del otro, se ha promovido y gestionado una operación tecnológica extrema y
brutal: la ablación o la amputación de la sexualidad freudiana como instancia
que articulaba simbólicamente al placer y al mandato reproductivo, esto es, que
ligaba —en la negatividad de la idea, el concepto y el sentido— al campo de lo
instintivo, lo animal o lo precultural, y al de lo social entendido como la
instrucción del Gran Otro. Separada del mundo fabuloso de la orgía, la
voluptuosidad o la perversión polimorfa, y del mundo burocrático de la demanda
autoritaria del orden y la reproducción (y de la reproducción del orden), la
sexualidad simbólica se aísla y se pierde como un ornato literario innecesario
y delirante, con sus fantasías religiosas de trascendencia, deseo, amor y
pecado, con sus miedos y sus vergüenzas, con sus sublimaciones y sus metáforas.
Y desligados de su responsabilidad simbólica, los grandes campos del placer y
de la obligación se positivizan y uniformizan en lo real tecnológico, en un
ideal neutro incestuoso de desempeño y saber-funcionar. Así terminamos por
vivir en el corazón del orden tecnológico del biopoder. Sin sexualidad, sin
amor, sin conceptos y sin relatos, sin esa negatividad simbólica subjetiva en
la que deben comparecer el placer y la reproducción, el instinto y el mandato
social, tanto el placer como la reproducción se convierten en una simple y
asfixiante militancia tecnológica abstracta y obsesiva del cuerpo por el cuerpo
y para el cuerpo. Por un lado, pura experiencia vital sin lenguaje y sin
significación, y por otro, puro orden y funcionamiento sintáctico muerto,
instrucciones, reglas y protocolos positivos sin sustancia vital. Y, una vez
separados, ambos son entregados, como objetos reales, sin herida negativa, sin
daño y sin duelo, al juego radical de la intervención tecnológica y económica.
Aquí se sepulta el sueño antropológico de Freud. El de la célula germinativa
que abandona la comodidad del organismo que funciona y vive, replegado en la
neutralidad del principio del placer y en los automatismos de la sobrevivencia,
y sale en busca de la plenitud perdida, al encuentro de esa mitad que la
complete como un llamado o un destino, y que mientras dura esa búsqueda, ese
deseo de completud, mientras se estira el riesgo absoluto de estar
inexorablemente lanzada, salida, siempre ya en marcha, sin saber con certeza
qué ha dejado atrás y qué la espera, aparecen el duelo, el lenguaje, la
historia y la civilización, el saber de la incompletud, la conciencia, la
negatividad que abre el automatismo a un sentido que ahora modifica y organiza
retroactivamente todo el proceso, introduciendo lo necesario allí donde no
parecía haber sino el campo continuo de lo inevitable. Lo que ocurre entonces
es una neutralización tecnológica de ese relato, una especie de cauterización
de esa herida y de ese lenguaje. Es más placentera la redondez neutra del
organismo y la vida, que el desamparo lúcido y desgarrado de esa mitad sin
completud. La magia del estímulo, contagiosa e inmediata, evita e impide el
lento rodeo de la construcción social del amor o del deseo. El punto terminal
del biopoder es una especie de renuncia racional-pragmática definitiva al
entreverado oscurantismo de las fantasías históricas, sociales o colectivas. O,
menos que una renuncia, es, mejor, un abandono o un alejamiento de las
relaciones sociales que nos entrega plenamente a la neutralidad misma de la
máquina de la producción y a las relaciones técnicas. ¿Por qué insistir con los
relatos y los mitos sublimes o vergonzosos, religiosos o malditos, sobre el
amor, los hijos, el pecado, la vergüenza, lo aterrorizante, etcétera, si
podemos ir directamente a la consola de lo real, y estimular tal o cual área
del cerebro, tal o cual glándula, tal o cual circuito neuronal o ecuación
electroquímica, para obtener el resultado de la reproducción, el placer, la
avidez, el trabajo, etcétera?, ¿por qué oscurecer filosófica, metafísica o
religiosamente a la política con supersticiones nihilistas como la Idea, el
sujeto, la soberanía, la conciencia, el alma, la ideología, etcétera, si en
definitiva podemos plantearla en términos de realpolitik o de administración
positiva o gestión pragmática y tecnológica de la economía territorial de los
cuerpos y de la vida?, ¿por qué convertir la educación en la “tarea imposible”
de subjetivar o politizar los cuerpos, si podemos plantearla directamente como
una capacitación, una disciplina o un adiestramiento del cuerpo para conseguir
su adaptación técnica a la máquina de la producción, el trabajo, la circulación
y el capital?, ¿y por qué, en suma, habrían nuestras vidas y nuestros cuerpos
de tener algún sentido o significar algo, si se miden en términos de salud,
adaptación, funcionamiento y rendimiento, es decir, si su verdad chata e
incesante es su valor tecnológico y su valor de cambio?
II.
Lo que sigue será, por
fuerza, especulativo y provisorio. ¿Qué es la transformación social en
un mundo que, dentro del propio itinerario del capital, parece ya haber
alcanzado el viejo ideal de la vulgata marxista, esto es, un
mundo que parece haberse desembarazado de las relaciones de producción para
liberar una máquina global y abstracta de fuerzas productivas y relaciones
técnicas en el movimiento neutro de la economía, es decir, en el
“movimiento objetivo” del propio capital? ¿Cómo actuar en un mundo que ya no
es capitalista sino que es el capital mismo
(el capital neutro, pleno e inocente, sin el “ismo”: pura circulación sin la
positividad de la determinación histórica, y sin la negatividad de un sujeto
capitalista que imaginábamos como un fantasma o una voluntad o una psicología
detrás de la máquina de la producción y del consumo)?
En primer lugar,
salirnos del eje de las viejas oposiciones político-ideológicas parece ser
estrictamente necesario. Progresistas y conservadores, liberales y dogmáticos,
y sobre todo, izquierdas y derechas, parecen ser ya completamente incapaces de
recortar algún aspecto relevante del movimiento de este mundo que nos
constituye, nos determina y nos domina. Parecen profundamente ingenuas, y,
llegado el caso, casi ridículas —cuando se hacen en nombre de una legítima
inquietud política— las preocupaciones izquierdistas por el futuro de la
izquierda, o las alarmas por el avance de las derechas, o el reproche por el
abandono o la claudicación por parte de las izquierdas seculares de sus
antiguos ideales de igualdad y distribución justa de la riqueza, etcétera.
Derechas e izquierdas no parecen ser ya sino dispositivos perfectamente capaces
de alternarse sin violencia en la gran máquina económico-tecnológica del
gobierno como simple administración o gerencia de la vida y el cuerpo del
capital, que coincide con la vida y el cuerpo de los individuos y de la masa.
Ya ha quedado atrás, si es que tuvo lugar alguna vez, aquel tiempo en el que
los Aparatos Ideológicos del Estado “interpelaban-constituían
a los individuos en sujetos” (Althusser): el agujero abierto por el sujeto se
ha ido cerrando en la positividad de los cuerpos y los dispositivos, en la
inmanencia del funcionamiento, los sistemas y los juegos, en el continuo
vida-economía. Cada vida un operador de lo Vivo Superior: el capital.
Cuando para socialdemócratas y medios liberales suenan las sirenas de la
catástrofe luego del Brexit, luego del triunfo de Trump, luego de la avanzada
de la derecha recalcitrante y regresista en Europa, luego del fin de la “era
del progresismo” en América Latina, etc., hay que considerar que quizás esos
movimientos no son sino espasmos defensivos y reaccionarios del capitalismo ante
la estampida desterritorializada del propio capital. E incluso
—seamos paranoicos por un segundo— son una contraestrategia extorsiva del
propio capital global: se ofrecen como una muestra de lo que será el “destino
populista” del mundo en caso de que no se refuercen los consensos democráticos
y tolerantes sobre el axioma de la liberación tecnológica de todas las fuerzas,
del comercio absoluto y la circulación ilimitada de cuerpos, dineros y
mercancías. Ahora debe ser claro que el fin del consenso democrático es el fin
del mundo, ya que no hay “afuera” de ese consenso, no hay mundo:
hay una especie de penumbra patológica infantil de orgullos nacionalistas, de
sueños geopolíticos expansionistas de hegemonía y control, de provocaciones y
beligerancia nuclear, de agresividad brutal y contaminante de industria y
combustibles fósiles, de líderes autoritarios payasescos y destructivos, de
totalitarismo y corrupción. Llamemos a ese consenso Humanidad 2.0,
tomando la expresión de tantos éxitos de boletería (como el libro de Steve
Fuller). Aclaremos, como si hiciera falta, que Humanidad 2.0 no
es, acá, una profecía entusiasta o apocalíptica, no es una promesa o una
amenaza de lo por venir: es el acuerdo fáctico acerca del propio Capital como
mecanismo tecnológico-natural automático. Humanidad 2.0 es un
capitalismo que ya ha alcanzado su concepto y se ha disuelto
microscópica y globalmente en lo real, desplazando a las formas primitivas del
capitalismo ideológico, doctrinario o político.
La transformación
social no puede plantearse en términos de lucha entre sujetos
constituidos ideológicamente. Se parece más a la lucha contra una máquina real,
o contra la maquinidad misma, contra una pulsión. Solamente
hay sujetos en la medida en que la lucha de clases adquiere su forma elemental:
un “sujeto” que encarna en forma pasiva e inerte el movimiento tecnonatural de
la economía, contra otro sujeto que representa una potencia teórica negativa
para decir y subvertir el movimiento mismo, el propio funcionamiento de la
máquina. Llamemos política a esa potencia. Entonces entendemos
que lo que está en juego es mucho más profundo que la derrota o la victoria de
una doctrina o una ideología, o la hegemonía de un modo político sobre
los otros: es la derrota de la propia política. O quizás: es la resistencia de
la idea política en el arrastre automático e incesante (desarrollo, progreso,
evolución, adaptación) de la vida, la tecnología y la economía —las patas en
las que se apoya el sistema Humanidad 2.0. Y eso quiere decir,
obviamente, que la política no puede pensarse como un modo de gobierno (democracia,
partidos, representación, parlamento, poderes), ni como una tecnología o un
medio o una herramienta para mejorar la calidad de la vida de
las personas (gestión tecno-económica). La política debe considerarse como un
pensamiento, un lenguaje, o si se prefiere, una teoría, que nos
obligue y nos permita pensar y plantear preguntas sobre “vida”, “mejorar”,
“calidad de vida”, etc.
Hay un punto político entonces
en el que la transformación social no debe pensarse en términos de lucha ni de
poder. La lucha carga inevitablemente su coreografía ansiosa y pragmática de
posiciones, conquista, tácticas, estrategias, alianzas, recursos, acumulación
de fuerzas, oportunidad, etc., y es necesario plantear el acto político al
margen de esa lógica que, en última instancia, es el enemigo en su forma más
pura. En este punto tenemos que considerar la lección radical de Descartes en
la Meditación 1. Él dice: “tengo que acometer una vez en mi vida,
con seriedad, la tarea de destruir todo lo que he aprendido hasta ahora.
Pero, pareciéndome enorme esta empresa, he esperado para realizarla alcanzar
una edad que fuera lo suficientemente madura (…), y eso me ha llevado a
diferirla tanto que siento que ya no puedo perder en deliberar el (poco) tiempo
que me queda para actuar”. Actuemos ya, pues, no hay tiempo que perder:
Descartes es un hombre de acción. Dicho esto, se encierra (su “espíritu está
libre de toda urgencia y ha conseguido reposo tranquilo”), y al cabo de un
tiempo emerge con la buena nueva: Yo pienso. Parece lo contrario de
lo que convencionalmente entendemos como acción. Pero no nos
engañemos: Descartes ha sido ingeniero, físico, inventor, militar, matemático,
geómetra, músico, profesor. Sabe exactamente qué es la acción; sabe qué es la
urgencia, la incesante demanda pragmática de la vida, la lucha y el poder. Su
aparente “inacción”, la suspensión de ese tiempo urgente y ansioso que lo
engancha y lo arrastra, es la verdadera acción en su versión
más radical. Y esa acción (la destrucción) ocurre “al interior” del sistema
simbólico: nada se ha movido de su lugar aparente, pero nada volverá a ser lo
mismo, porque yo (sé que) pienso.
Las partículas de Humanidad
2.0 (la masa) se mueven e interactúan incesante e ilimitadamente
dentro de lo que Bill Gates llama un “capitalismo sin fricciones”, esto es, las
fuerzas pulsionales y aideológicas del mercado, la tecnología, el trabajo, la
creatividad, la sobrevivencia, el desarrollo, etc. Entonces, “hacer algo”
contra ese mundo asumirá por fuerza la forma de una quietud aparente, de una
suspensión (stillstand) de la lógica y del tiempo técnico del desempeño
y del saber hacer. Se comprenderá que con esta observación no estoy proponiendo
la retirada a especie de círculo filosófico-especulativo, un club inglés donde
discutir formalmente las nociones de sentido común con el objetivo de
limpiarlas de ambigüedad y de ideología hasta lograr otros consensos más
amplios y firmes que los anteriores. La teoría (y la política)
va inherentemente contra toda apropiación consensual: empuja la neutralidad de
las nociones comunes hasta hacer aparecer el orden ontológico neutro que las
sostiene, haciéndoles decir algo totalmente nuevo, algo distinto a lo que han
venido diciendo por toda la eternidad. ¿Será necesario decir que la negatividad
de este “acto político” es de una violencia profunda y radical? En primer lugar
porque inevitablemente va a mostrar que el “enemigo de clase” que aparece en la
primera línea de combate, aunque suene raro u oscurantista, soy yo
mismo: es mi propio cuerpo, mi propia vida, mi propio saber-hacer (todo el
juego enactivo de los automatismos adaptativos), el “gen económico-tecnológico”
que los organiza y sobreordena. O, en otras palabras, que mi fantasía y mi
deseo (aunque aparezcan como deseos o fantasías de liberación, o incluso
anticapitalistas) están ya inscriptos en la realidad, y que la realidad ya está
inscripta en mi fantasía. Es esa doble inscripción lo que debemos enfrentar.
Entonces la política es
“un fin en sí misma” (Badiou) o bien es nada. O menos que eso: es el
instrumento para una especie de bricolaje sociotecnológico perpetuo, es la
consola o el control desde el cual cada partícula puede manejar por sí misma su
funcionamiento, los distintos aspectos de su propia interfaz funcional con la
totalidad, su convergencia técnica con la megamáquina o el superorganismo —su
fuerza, su energía, su conducta, sus opiniones, sus actitudes, los momentos
adecuados para liberar energía o retenerla, para producir o crear, para
divertirse o descansar. Humanidad 2.0, la máquina perfecta, cierra
su circuito porque ahora la lógica global es la misma que la que rige la vida
de cada partícula. El mismo principio enactivo pragmático de competencia,
adaptación y perfeccionamiento que me mantiene vivo y en lucha es la propia
pulsión de la máquina del capital global sin fricciones.
Dibujo: Pablo Scagliola
(*) Texto originalmente publicado en http://sandinonunez.blogspot.com/2017/06/humanidad-20-el-capitalismo-alcanza-su.html. Agradecemos a Sandino Núñez la autorización para su reproducción.
(**) Filósofo. Escritor. Director de las publicaciones extintas La República de Platón, Tiempo de crítica y Prohibido Pensar. Revista de ensayos. Ha publicado, entre varios libros, La vieja hembra engañadora. Ensayos resistentes sobre el lenguaje y el sujeto, Montevideo, HUM, 2012 y Psicoanálisis para máquinas neutras. Biopolítica a la plenitud del capitalismo, Montevideo, HUM, 2017.
Dibujo: Pablo Scagliola
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