Fetichismo: del "Discurso del método" al discurso metodológico. La escritura quedó por el camino (*)
Por
Alma Bolón (**)
1 1. Adiós escolástica
El
Discurso del método suele ser evocado como una pieza decisiva en la
formación del espíritu moderno y de su recorrido para distinguir, con certeza,
lo verdadero de lo falso. La modernidad cartesiana, suele decirse, radica en su
fuerza para romper con las prácticas escolásticas, especulativas, contradictorias,
asentadas en principios de autoridad escolar y, en consecuencia, sin asiento
propio en quien piensa. De hecho, el sentido común -el preferido por Descartes
ante el artificio del hombre de letras- hoy hace de “escolástico” un adjetivo
casi insultante, sinónimo de engorro anquilosado, cautivo de la repetición.
Así,
la prédica bíblico-escolar que legitimaba el peso de lo ya dicho, previniendo
contra la aspiración a la novedad subsolar - “habiendo aprendido desde la
escuela que no se podría imaginar nada tan extraño y tan poco creíble que ya no
hubiera sido dicho por alguno de los filósofos” - es evocada por Descartes
entre los motivos que lo hacen emprender la conducción de sí mismo.
Por
eso, en contraposición con el pensamiento heredado -objeto de artificios que
realiza en su gabinete quien, sin irle ni venirle el asunto, se dedica a lo que
no produce más efecto que acrecentar su vanidad- Descartes propone la verdad
que cada uno encuentra en los asuntos que le importan: “Porque
me parecía que yo podría encontrar mucho más de verdad en los razonamientos que
hace cada uno respecto de los asuntos que le importan y cuyo acontecer pronto
lo castigará si juzgó mal, que en los que hace un hombre de letras en su
gabinete, con respecto a especulaciones que no producen ningún efecto, y que no
le acarrean ninguna consecuencia, si no es la vanidad que experimentará cuanto
más alejadas estén del sentido común, a raíz del ingenio y del artificio que
hubo de emplear para volverlas verosímiles. Y seguía teniendo yo un extremo
deseo de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, para ver claro en mis
acciones, y caminar con aplomo en esta vida”.
En
las páginas que siguen, no se considerará lo ajustado de la condena cartesiana
a la especulación escolástica: medievalistas como Jacques Le Goff
matizaron el asunto, mostrando lo que se jugaba -de actual y de urgente- en la disputatio
universitaria, ritualmente organizada como una justa argumentativa, a la que la
ciudad era invitada a asistir. Semejantemente, controversias bizantinas como
las del Concilio de Nicea en 325, en donde se discutió sobre la
consubstancialidad -o la semejanza- del Hijo y del Padre, hoy pueden reformular
el problema de la naturaleza del vínculo entre “sindicato/partido” y “pueblo”1.
En cambio, sí se considerará el lugar del método, su actual figura expansiva,
invasiva, asfixiante.
Según
queda expresamente dicho por el Discours, el método surge del deseo de
remediar estudios “de letras” inconducentes, que privaban de la posibilidad de
“adquirir un conocimiento claro y seguro de todo lo que es útil a la vida”,
dado que una vez esos estudios concluidos, “las dudas y los errores” habían
aumentado, y su único provecho era haber encontrado su propia ignorancia2.
Como
Descartes señala, su camino para distinguir verdad y falsedad es económico, al
basarse en solo cuatro preceptos, contrariamente al gran número que empleaban
los lógicos. Estos son: (1) no dar nada por verdadero en tanto no haya sido
clara y distintamente asimilado por la propia mente; (2) dividir cada
dificultad para su mejor examen y resolución; (3) establecer una jerarquía,
yendo de lo más simple a lo más complejo; (4) pasar revista para no omitir
nada.
Enjuiciar,
analizar, ordenar, ser exhaustivo: estos cuatro pasos constituyen procederes
hoy en día corrientes, tan enraizados como criticados en nombre de sus opuestos
(no hay punto cero que pueda satisfacer -detener- la razón enjuiciadora; no hay
partes sino conjuntos y sistemas; el pormenor puede encerrar el todo; la
totalidad es inaccesible y la exhaustividad es una pretensión que solo puede
ser defraudada).
Preceptiva
archipracticada aunque se ignore su autoría, tampoco se considerarán aquí las
ventajas o desventajas de este camino cartesiano “Para conducir bien su razón y
buscar la verdad en las ciencias”. En cambio, sí nos detendremos en algunos de
los efectos que este discurso, no ya el Discours, produce hoy en la
enseñanza y la investigación (y, por ende, en la escritura).
2. En la enseñanza: del Discours de la méthode al discurso metodológico, los conocimientos quedaron por el camino
Sin
duda, entre los efectos más notorios del discurso metodológico debe nombrarse
la fetichización del método, su autonomización y su conversión en una instancia
autosuficiente.
Un
método es, por definición, autónomo con respecto a cualquier contexto de
emisión o de recepción. En ese sentido, es asimilable a la escritura, instancia
con la suficiente autonomía con respecto a sus condiciones de producción, como
para existir en el permanente hiato entre quien escribe y quien lee. Este rasgo
permite que puedan producirse excelentes métodos para fabricar pizzas en, por
ejemplo, Kyoto, para gran provecho de toda la humanidad. Lo propio del método
es su autonomía con respecto a sus condiciones de producción, su posibilidad de
existir y de hacerse efectivo en un número imprevisible de contextos.
Naturalmente, el Discours cartesiano aspira a esa universalidad, aspira
a borrar cualquier otra marca de fábrica que no sea la de “la razón”, de
universal recibo.
Entonces,
¿por qué criticar la actual fetichización o autonomización de lo metodológico?
Justamente por lo que Descartes deja ver, en el relato de cómo llegó a formular
su método: como Rabelais y como Montaigne, Descartes critica con conocimiento
de causa. Esto significa que las críticas (serias o paródicas) que estos
autores dirigen a las sumas sapienciales escolásticas, las realizan a partir de
la posesión de esas sapiencias, desde su trato íntimo con los conocimientos
entregados por la tradición. Descartes, para justificar la razón de su método,
relata su experiencia como lector de “letras”, como estudiante de las mejores
escuelas de Europa (cf. nota 2), como docto; estando en posesión de esos
conocimientos, puede proponer los cuatro pasos de su método y puede conceptualizar
un espacio propio autónomo, un “yo” soberano que en su intimidad piensa y se
mira pensar.
Nada
de esto es lo que sucede en las políticas que fetichizan lo metodológico al
punto de revertir el sentido y considerar la enseñanza del método como una
instancia previa, como una especie de propedéutica de los estudios que vendrán.
Como si los cuatro pasos cartesianos (o sus variantes o sus opuestos) pudieran
ejercerse sobre una ausencia de conocimientos disciplinares, letrados,
librescos, hechos de y por la escritura. (Claro que estos cuatro pasos no son
los propugnados, como se verá más adelante.)
La
fetichización de lo metodológico va más lejos cuando no se contenta con
presentarse como una propedéutica de lo que vendrá, sino como su reemplazo,
como la sustitución económica que permitirá prescindir del resto, tachado de
estorbo, peso muerto, contenidos memorísticos.
En
efecto, ¿qué otra cosa que un intento de sustitución de los conocimientos por
el método de aprendizaje de los conocimientos son los eslóganes que, desde hace
varios decenios, asolan la escuela, el liceo y la universidad: “aprender a
aprender”, “construir el conocimiento”, “enseñar a pensar”, etc. Como en un
conjuro mágico, se pretende creer que el “aprender a aprender” permitirá obviar
el simple “aprender”, como si la posesión del método para aprender diera
ventajas sobre la posesión de conocimientos. Como si fuera replicable en el
plano de los conocimientos el viejo refrán que aconseja no dar pescado sino
enseñar a pescar…
Se
conocen los resultados que estas políticas pedagógicas han recogido: ahora ni
se conoce lo que antes se conocía, ni se aprendió a conocer lo que no se
conoce.
Curiosamente,
es en las disciplinas humanísticas y sociales -en las más reacias al
pensamiento preceptuado- en que aparecen materias como “Metodología de X”.
Suele argüirse que estas materias responden a los pedidos de los estudiantes,
que no saben “cómo” hacer y deben ser guiados. De manera previsible, la
“metodología” está destinada a fracasar, salvo que se trate de una mera técnica
instructiva rutinaria (cómo hacer una pizza o una encuesta de opinión). El
método cartesiano y su formidable economía requieren una masa discursiva sobre
la cual actuar (enjuiciar, analizar, ordenar, inventariar), un archivo discursivo
del que suelen estar desprovistos quienes piden instrucción metodológica. Por
otra parte, quienes están provistos de esos conocimientos, obviamente solo
pudieron tomar posesión de estos enjuiciándolos, analizándolos, ordenándolos,
inventariándolos. Por lo tanto, lo metodológico siempre será insuficiente o
superfluo.
(Algunos partidarios del “aprender a aprender” alegan la continua renovación del conocimiento, que se vuelve obsoleto cada cinco o diez años, o cualquier otra cifra disparatada que asimila conocimiento y artefactos tecnológicos. En otros casos, el sintagma “Metodología de X” tiene por efecto inducir la existencia de “X”, constituyéndolo como “disciplina”, gracias a la adjunción de “metodología de”. Por este artilugio, una existencia ilegítima se elude, trasladando su problemática a lo procedimental. Véase, a este respecto, la creación de la cátedra “Metodología de la extensión”, en Facultad de Derecho. En Udelar, el problema que aqueja a “la extensión” es de orden político e ideológico, como lo ilustran abundantes debates; crear “metodología de la extensión” es una manera de liquidar el problema político, esperando que las preceptivas se ocupen del cadáver. El auge del “aprendizaje por problemas” se corresponde con la fetichización de lo metodológico, inclusive en las disciplinas menos esperables. Véase la postura de estudiantes de Derecho (y de docentes que los acompañan) sobre los beneficios del “aprender a resolver problemas”, en una materia -la judicial- en que el problema principal consiste en que los asuntos no se resuelven, sino que su tratamiento, agotadas ciertas instancias, se da por concluido: solo se cierra, hasta que aparezca una fuerza que vuelva a abrirlo.)
(Algunos partidarios del “aprender a aprender” alegan la continua renovación del conocimiento, que se vuelve obsoleto cada cinco o diez años, o cualquier otra cifra disparatada que asimila conocimiento y artefactos tecnológicos. En otros casos, el sintagma “Metodología de X” tiene por efecto inducir la existencia de “X”, constituyéndolo como “disciplina”, gracias a la adjunción de “metodología de”. Por este artilugio, una existencia ilegítima se elude, trasladando su problemática a lo procedimental. Véase, a este respecto, la creación de la cátedra “Metodología de la extensión”, en Facultad de Derecho. En Udelar, el problema que aqueja a “la extensión” es de orden político e ideológico, como lo ilustran abundantes debates; crear “metodología de la extensión” es una manera de liquidar el problema político, esperando que las preceptivas se ocupen del cadáver. El auge del “aprendizaje por problemas” se corresponde con la fetichización de lo metodológico, inclusive en las disciplinas menos esperables. Véase la postura de estudiantes de Derecho (y de docentes que los acompañan) sobre los beneficios del “aprender a resolver problemas”, en una materia -la judicial- en que el problema principal consiste en que los asuntos no se resuelven, sino que su tratamiento, agotadas ciertas instancias, se da por concluido: solo se cierra, hasta que aparezca una fuerza que vuelva a abrirlo.)
3. Y en la investigación (y en la escritura)
En
la investigación y, por ende, en la escritura pública, la sacralización de lo
procedimental involucra, al menos, dos planos. En uno de ellos se preceptúan
los pasos que debe recorrer toda escritura que aspire a ser reconocida como
trabajo de maestría o de doctorado, o que aspire a recibir alguna financiación.
Antes de que el trabajo haya sido realizado, inclusive antes de su iniciación,
se exige que se expliciten cuáles son sus fundamentos, cuáles son sus
antecedentes, cuáles son sus objetivos general y específicos -a largo plazo, a
mediano plazo-, cuáles son sus preguntas, cuál su metodología, cuál es su
cronograma, cuáles son los resultados esperados -a largo plazo, a mediano
plazo- cuál será su impacto, cuál será su contribución.
Ignorando
lo que cualquier autor sabe -el prólogo de un libro es lo último que se
escribe- se espera que el trabajo sea antes de existir. La justificación es de
índole metodológica: se supone así que el tesista o investigador, obligado a
cumplir con los pasos del método, permanecerá en el camino recto, avanzando
pero sin irse al garete, caminando pero sin salirse del surco (lo que se dice:
sin “delirar”). El viejo método cartesiano -profundamente intelectual puesto
que opera con los conocimientos que el intelecto posee- deja paso a una
metodología que, a grandes rasgos, consiste en vender un proyecto, mostrando
que se fabricará un producto conforme con la reglamentación vigente. Sin duda,
en estos casos, la fetichización de lo metodológico se corresponde con otros
fenómenos, como son la imposición de titulación universitaria (hay consenso
para afirmar que cuantas más personas tengan más títulos universitarios tanto
mejor será, independientemente de la calidad de los conocimientos certificados
por esos títulos) y el productivismo universitario (para entrar o permanecer en
un puesto universitario, los proyectos de investigación son condición). La
existencia de un protocolo -de una serie de pasos estipulados- empuja a
escribir al menos inspirado, al tiempo que contiene al inspirado en demasía.
Claro que nada de esto obrará por el interés del resultado, aunque sí por el
crecimiento estadístico de esos productos.
La
sacralización de lo metodológico se juega también en el plano de la escritura
propiamente dicha: en la conformidad con una preceptiva que indica desde las
modalidades enunciativas hasta el vocabulario admitido, el cual no solo
excluye, previsiblemente, la primera persona y lo grosero, sino también lo
excesivamente metafórico, lo excesivamente expresivo, lo excesivamente oscuro
(salvo los autorizados), lo excesivamente polémico, lo que rechaza concluir, lo
idiosincrático. Como también aquí están en juego los fenómenos de competencia y
de productividad universitaria, la permanencia exitosa en la institución exige
la conformidad con una metodología que preceptúa una escritura normalizada,
aplanada, promedial, sin estridencias.
De
este embate “metodológico” surge, sin duda, la falta de interés que padecen,
actualmente y en el campo de las ciencias humanas y sociales, millares de tesis
y de artículos que se escriben e incluso se publican, aunque no encuentren a
sus lectores.
4. De vuelta a la escolástica
Puede
colegirse que la expansión de lo metodológico condujo a una vuelta a la
escolástica, entendida como un discurso preceptuado en demasía, sometido a la
autoridad de lo ya dicho, proferido por unos pocos para unos pocos, sobre todo
preocupados por alimentar cierta vanidad , ocupados en temas que poco los
conmueven.
En
este sentido, no será la menor de las paradojas constatar que al Descartes que
escribe el Discours de la méthode en francés -y no en latín, como era lo
esperable- buscando así alcanzar el mayor número de lectores entre sus
contemporáneos, hoy responde la imposición de redactar en inglés y de publicar
en revistas internacionales de difusión restringida.
Ni
qué decir sobre la proliferación de “investigaciones” perfectamente inanes,
sostenidas por una “metodología” que no logra ocultar la perogrullada que cree
descubrir. Esto es particularmente notorio en el campo de las “ciencias
sociales”, en que se siguen complejas “metodologías” indagatorias para enunciar
pomposamente lo que cualquiera podría decir. La enunciación de lo trivial, pero
sostenido por un protocolo metodológico que aspira al rigor, es la marca más
visible de las ciencias sociales, tales como se practican en Uruguay3.
Meses
atrás, Fernando García se refería a una caída de la “filosofía académica” en
una “especie de neoescolástica donde el discurso gira en torno al discurso y
donde hay una especie de mecanismo funcional, un tipo de pensamiento y de
escritura, incluso, que proviene de la filosofía estadounidense, de los años
50” y que “ha forjado una manera de concebir y de escribir la filosofía hacia
adentro de las universidades, las que a su vez funcionan en concomitancia con
una especie de accionar de la lógica capitalista”4.
El
juicio es enteramente suscribible, con dos agregados. Por una parte, el
discurso sobre el discurso no confina a la repetición obediente. Una de las más
violentas y durables (hasta hoy) torsiones a la Poética aristotélica -la
atribución de la tripartición lírica, épica, drama- la realizó el abate Batteux
en 1746 y bajo el piadoso título de “Que esta doctrina es conforme con la de
Aristóteles”. Casi siete siglos antes, Abelardo -encarnación de la escolástica
de combate- desafiaba a sus rivales a que le presentaran cualquier texto poco
conocido y desprovisto de comentarios, que él sabría hacer los suyos propios5.
Por otra parte, el discurso sobre el discurso permite, en virtud justamente de
la ambigüedad del lenguaje, que las interpretaciones se desplieguen según un
recorrido no previsible de antemano, y sin alcanzar una verdad que congele su
sentido en una certeza.
Es
en la escritura donde sucede el despliegue interpretativo -no calculable de
antemano- que descongela lo obvio, interrogándolo con conocimientos previos,
con los archivos discursivos disponibles. Cuando el furor metodológico pretende
reemplazar los conocimientos, la escritura se ausenta, privada de las letras
que la nutren.Queda en su lugar una gesticulación, quizás una jerga sin filo
(un gorjeo académico, hecho de modismos imperiosos y pasajeros, que ni cortan
ni pinchan en el pensamiento), sin autor y sin lector.
Notas:
(*) Texto publicado originalmente en Prohibido Pensar. Revista de Ensayos.
“Escrituras”, Año II, Nº 3, julio/agosto 2014, pp. 21-29.
(**) Doctora en Ciencias del Lenguaje por la Universidad de París III. Profesora Agregada de Lingüística Aplicada en la carrera de Traductorado Público en la Facultad de Derecho, Udelar. Profesora Titular de Literatura Francesa en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Udelar. Colaboradora del semanario Brecha. Autora de los libros Pobres palabras. El olvido del lenguaje. Ensayos discursivos sobre el decir, Onetti en la calle y Onetti francés. Estudios de lengua, literatura y civilización francesa en Onetti.
1 Tomo
este ejemplo de Alain Badiou (Seminario, sesión del 12/II/2014).
2
“Me nutrí de letras desde mi infancia; y como me persuadían de que por su medio
se podía adquirir un conocimiento claro y asegurado de todo lo que es útil en
la vida, yo tenía un gran deseo de aprenderlas. Pero en cuanto hube terminado
esos estudios, cuando se acostumbra ser recibido entre los doctos, cambié
totalmente de opinión. Porque me incomodaban tantas dudas y errores que me
parecía no haber sacado más provecho, al intentar instruirme, que el descubrir
cada vez más mi ignorancia. Y no obstante yo estaba en una de las escuelas más
célebres de Europa, en donde yo pensaba que debía haber hombres sabios, si los
había en algún lugar de la tierra. Yo había aprendido todo lo que los otros
aprendían; e inclusive, no habiéndome contentado con las ciencias que nos enseñaban,
yo había recorrido todos los libros que tratan de las ciencias consideradas
como las más curiosas y las más raras, que habían podido venir a mis manos”. (Libro I).
3
Aunque para nada tengamos el monopolio: "Ciertos estudios (ver
por ejemplo Perrefort 1997 o Muller 1998), descubren una correlación fuerte
entre la imagen que un educando se forjó de un país y las representaciones que
él construye a propósito de su propio aprendizaje de la lengua de ese país. Así
a una imagen negativa de Alemania (ejemplo corrientemente observado en Francia
o en Suiza romanche) correspondería la visión de un aprendizaje difícil e
insatisfactorio del alemán. Agradezco el ejemplo a Mathilde Roussigne, que
coleccionó algunas de estas perogrulladas.
4
“La Factoría”, entrevista de Sofi Richero, Brecha, 11/IV/2014.
5
“Yo estaba muy asombrado de que personas instruidas no se contentaran, para
explicar la Biblia, con el texto y con la glosa, y que les fuera necesario un
comentario. […] Acordaron presentarme una oscura profecía de Ezequiel.
Tomé el texto y los invité a venir, al día siguiente, a oír mi comentario.”
(Abelardo, Carta Primera).
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