Crítica de la razón comunicativa. Apuntes sobre comunicación, oralidad y escritura




 Por Santiago Cardozo (*)

0.
            Desde hace un largo tiempo (y creo que hoy más que nunca) vivimos en lo que podríamos llamar el páramo de la comunicación. Independientemente de las objeciones que se les pueda realizar, las distintas evaluaciones[1] en lengua de los últimos años han mostrado resultados poco alentadores (la situación actual no es mejor: los niveles de comprensión de textos elementales desciende; los cursos de “nivelación” en la Universidad se vuelven más necesarios y se consolidan los existentes). Que en otros tiempos siempre se haya dicho que se estaba en una crisis de la enseñanza de la lengua no hace menos cierto el hecho de que hoy en día podemos hablar de una crisis verdaderamente profunda y dramática, entre otras cosas, porque no se avizora ningún cambio significativo en el horizonte; por el contrario, todo hace pensar que la enseñanza de la lengua en la escuela uruguaya, para circunscribirnos a este ámbito particularmente relevante, seguirá su rumbo de –perdóneseme el dramatismo, pero adoptemos un lenguaje apocalíptico– “caída libre”. 
            En este escenario, procuraré trazar aquí, siguiendo las reflexiones planteadas en “Defender el lenguaje”[2], una breve genealogía de la relación que muestra el título de este artículo, en la que hallo un posible nudo a desatar para comprender o echar algo de luz sobre el problema del páramo de la comunicación o de lo que en otro lado he llamado “la muerte del orden letrado”[3].

1.
En uno de los pasajes más famosos de la Política, Aristóteles dice:

Sólo el hombre, entre los vivientes, posee el lenguaje. La voz es el signo del dolor y del placer, y, por eso, la tienen también el resto de los vivientes (su naturaleza ha llegado, en efecto, hasta la sensación del dolor y del placer y a transmitírsela unos a otros); pero el lenguaje existe para manifestar lo conveniente y lo inconveniente, así como lo justo y lo injusto. Y es propio de los hombres, con respecto a los demás vivientes, el tener sólo ellos el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto y de las demás cosas del mismo género, y la comunidad de estas cosas es la que constituye la casa y la ciudad[4].

Me gustaría comentar algunas de las cosas señaladas por el Estagirita, porque, según pienso, tienen directa relación con el problema del que quiero hablar. Además, es necesario iluminar el “problema de la comunicación” desde una óptica más amplia y, a la vez, si se quiere, más filosófica que lingüística, para habilitar una reflexión de orden político, o para comprender cómo determinados aspectos pedagógico-didácticos ponen en juego, inexorablemente, aspectos políticos.

2.
Por un lado, está el orden doméstico, el orden de los intercambios pragmáticos más elementales; el orden de la casa, del oikos, de la economía (oikonomia), allí donde domina “lo privado”. Por otro lado, aparece la ciudad, el principio organizativo de lo social, de lo público, en una palabra, de lo político. En la ciudad funciona el logos, la ley o el lenguaje que estructuran el propio dominio social, lo hacen inteligible como social y establecen un lugar vacío en nombre del cual lo social es organizado, un lugar que nunca puede ser ocupado plenamente. Aquí residirán las nociones modernas de soberanía y de sujeto.
El orden doméstico se identifica plenamente con la oralidad, con las pequeñas voces que se manejan en un “espacio reducido” (la comarca, digamos) dentro del cual se resuelven los problemas más prácticos (aquí no hay aun praxis, una objeción del sentido; el sentido, como sinónimo de lenguaje, es siempre público, social, político, puesto que concierne siempre a una universalidad y puede ser impugnado en nombre del propio procedimiento de producción de sentido, es decir, en nombre del lenguaje o del emplazamiento que supone el lenguaje).
El orden público, por el contrario, se identifica con la escritura, con la serie de cortes que supone la palabra escrita: la separación del yo del enunciado respecto del yo de la enunciación[5]; la separación de lo predominantemente pragmático de lo predominantemente sintáctico; la separación del dolor y del placer respecto de lo justo y lo justo, del Bien y del Mal; en suma, la separación de la vida misma, de la vida que avanza cotidianamente, de la suspensión de la lógica definida por ese avance inercial (a este avance inercial, sin conciencia de sí, sin posibilidad de teorizar respecto de sí mismo, Agamben lo llama “nuda vida”[6]).
En este juego dialéctico entre la casa (el oikos) y la ciudad, la phoné y el logos, toma cuerpo el problema que quiero discutir, el problema de la muerte del orden letrado o de su verificación; el problema de cómo la comunicación le ganó al lenguaje.

3.
Patrick Charaudeau, en el Diccionario de análisis del discurso[7], define comunicación como el “espacio común” donde tiene lugar el encuentro entre los interlocutores, donde circula, de un punto al otro (del hablante al oyente) de la máquina comunicativa, lo que se dice, el mensaje. Esta idea de mensaje, asimismo, presupone una transparencia del decir, la transferencia de un contenido aproblemático cuya decodificación está asegurada, en la medida en que se apoya en un conjunto de coincidencias que aseguran dicha transferencia.
Ahora bien, este espacio común es, según entiendo, opuesto a la noción de sociedad, de lo social. En efecto, en este particular común no hay lugar para un discurso político (público), para que opere el lenguaje; solo hay voces que configuran un espacio cuyo movimiento sigue el ritmo de la lógica del imperativo de la comunicación[8] (esto es, y no otra cosa, en lo fundamental, Facebook). En el espacio común, interlocutores, mensaje y contexto forman una sola cosa, establecen una relación imaginaria que se mueve según las normas del oikos, de la lógica pragmática de las pequeñas voces que reclaman su derecho a decir lo que quieran decir. En este común se dibujan una territorialidad, una espacio difuso de intercambios comunicativos, identidades que se definen por la pertenencia a la comunidad (¿no se habla acaso de la “comunidad Facebook”[9]?; ¿no se habla de comunicación global antes que universal, de una nueva territorialidad global?)[10]. Aquí no hay lugar para el lenguaje en tanto que ley organizadora, logos, porque toda intervención que pretenda establecer un criterio de pertinencia del decir es tachada automáticamente de autoritaria; toda voz que adopte el emplazamiento sobre el que, por definición, se efectúa una crítica resulta cuestionada de inmediato en nombre de la no existencia de verdades absolutas, en nombre de que todos tenemos el derecho a expresarnos (esto, y no otra cosa, es el eslogan youtubiano: Broadcast yourself).

En lo común, pues, reinan la horizontalidad, las relaciones de mera yuxtaposición entre los discursos del tipo que sea. ¿Cómo se explica, si no, la por lo menos aparente igualdad de valor o posición que se les otorga en la escuela a textos elementalmente utilitarios (afiches, folletos, currículos, etc.) respecto de textos explicativos y argumentativos que, desde el punto de vista léxico y sintáctico, son más complejos, más densos, y la importancia que se les proporciona respecto de la literatura? ¿Cómo se explica, si no es por este “espacio común”, la manera como la oralidad fue ingresando como objeto de estudio en el aula, partiendo de la base de que ese “espacio común” es fundamentalmente del orden de la oralidad?
En este sentido, la escritura no deja de resultar un gesto autoritario (“burocrático”, “administrativo”, político) que divide el mundo en dos, que organiza lo social en un lado de acá, oral, y un lado de allá, escrito. Pero no bien alguien pretende establecer un criterio de pertinencia, es inmediatamente calificado de “déspota del sentido”, de alguien que cree poseer la verdad revelada, absoluta. El mundo, pues, estaría compuesto por pequeñas verdades parciales que cada hablante tiene derecho a exponer, a “gritar” en el seno de la comunidad; si existe el medio técnico para expresarnos, luego forzosamente debo expresarme, dice Sandino Núñez[11] (así es el juego de la comunidad Facebook), porque vivimos los tiempos del imperativo de la comunicación.
            Lo que no se ve aquí, el problema que se pasa completamente por alto, es el hecho de que la escuela estaría funcionando como ese “espacio común” donde no puede alzarse una voz crítica, disidente, que intente cortar o suspender la lógica inmanente, inercial, de la vida cotidiana. Lo que se suprime en este “espacio común” es el emplazamiento de la verdad, la distancia estructural necesaria que permite detener el flujo pragmático en que se mueve la institución escolar. Y este emplazamiento es necesariamente tomado, usurpado por un sujeto que realiza una objeción de sentido, que propone efectuar un pliegue en el orden del oikos para que ingrese el lenguaje (la escritura) como principio organizador de la enseñanza de la lengua; este emplazamiento es, por fuerza, una operación política (en el sentido clásico).

4.
Llegados a este punto, deberíamos pensar cómo está estructurado el campo de la didáctica de la lengua en Magisterio (pienso en este campo porque es, ante todo, un escenario de decisiones concretas que afectan el trabajo en el aula escolar: qué textos se eligen, por ende, qué otros se rechazan o quedan para después; qué enfoques teóricos se adoptan para abordarlos, qué concepción de lenguaje subyace a estos enfoques o se elaboran explícitamente para darles forma, etc.), una estructuración que es siempre discursiva (que implica una enunciabilidad y una visibilidad particulares, un pensable/decible que permiten extraer ciertas consecuencias y, en nombre de la coherencia y la consistencia teóricas y epistemológicas, impiden otras). Esto equivale a preguntarnos acerca de qué discursos componen ese espacio llamado “didáctica de la lengua”, qué conceptos aparecen en ciertos momentos y cómo articulan el propio campo en el que aparecen, esto es, siguiendo a Ernesto Laclau[12], cómo se vuelven más o menos hegemónicos, suturando ciertos significados a ciertos significantes (por ejemplo, sujeto, discurso, sentido, comunicación).
En esta estructuración, determinados conceptos se nos revelan como centrales, a saber: comunicación, pragmática, lenguaje (en el sentido de mero instrumento comunicativo), usuario de la lengua, intenciones y estrategias comunicativas, entre otros. En conformidad con esto, la tesis que quiero plantear es la siguiente: la muerte del orden letrado (la “caída” de la alfabetización y la reducción de la escritura a su dimensión técnica en las reflexiones teóricas de Magisterio en beneficio de una oralidad cada vez más ubicua) es una consecuencia visible de la hegemonía de la comunicación[13], verificada en el problema actual de los desempeños lingüísticos de los alumnos escolares. La palabra comunicación viene a funcionar como el significante que “somete”, por así decirlo, a los otros términos con los que constituye una formación discursiva específica. Es decir, comunicación es el principio de inteligibilidad de la formación discursiva que integra y a la que le proporciona su cohesión ideológica y su sentido. En esta línea van las reflexiones de Núñez:

Comunicación, hemos visto, es una de las pequeñas grandes palabras de la democracia liberal contemporánea. Es decir, es uno de los fetiches de la utopía liberal contemporánea. Hay una “teoría de la comunicación” y unas “ciencias de la comunicación” que tramitan el perpetuo e ilimitado estado de comunicación de todas y cada una de las partículas del cuerpo social. Comunicación es menos el cemento que cohesiona el todo social […] que el lubricante habermasiano que permite el buen funcionamiento de la megamáquina y que nos proporciona el placer extra de sentir o vivir a esa megamáquina global funcionando suavecita y aceitada, como una prótesis y una potenciación maravillosa de nuestro propio cuerpo[14].

Solo en un contexto como el referido por Núñez es posible, por ejemplo, la aparición de algo como Facebook o Twitter, en la dirección de lograr esa utopía liberal en la que todo sea comunicado en todas partes y en todo momento, aun cuando el interlocutor haya dejado de existir físicamente (cuando se escriben mensajes en el muro de alguien que ha muerto como una especie de palabras de homenaje, recordatorios o lo que fuera). No importa que Facebook haya servido para reencontrar a la gente (amigos de la escuela, familiares con quienes hablábamos poco y nada) o para difundir tales o cuales datos relevantes para tales o cuales cosas; importa más bien la existencia del medio tecnológico y técnico que habilita la comunicación y que, además, la exige. En efecto, si existe el medio para hacerlo, por qué no comunicarnos, por qué no participar de la gran comunidad global de Facebook. La pregunta ahora es ¿por qué no?[15], pues si existe el medio, luego, decíamos, debo comunicarme.
De esta forma se crea la ilusión de participación en la vida social y pública, cuando, en realidad, no se trata de una vida pública, política, sino de una vida comunitaria-territorial (del tipo de la que vemos en sintagmas como construir comunidad y construir territorio, cuyo sentido se derrama peligrosamente sobre sintagmas semejantes como construir democracia y construir ciudadanía, en los que los complementos directos de los infinitivos pasan a funcionar según la lógica del oikos típica de lo comunitario y lo territorial, que les infunden su sentido), donde solo hay intercambios dialectales, partículas impersonales de una máquina comunicativa; no hay criterios de pertinencia, de relevancia, vinculados con la vida pública de todos, con lo social: solo dos terminales entre las que circula información; solo descargas comunicativas que satisfacen la lógica de la que forman parte y a la que constituyen.
En este punto del problema, podemos observar ciertos fenómenos que admiten ser interpretados como síntomas de la muerte del orden letrado, como la verificación inobjetable de que estamos frente a un orden que ha sido barrido de un plumazo por la hegemonía de la comunicación, que no es otra cosa que la hegemonía de la economía, de la pragmática más elemental y cruda sobre la política y el lenguaje, sobre la alfabetización y la escritura.
5.
Empecemos por algo que, a simple vista, parece no tener ninguna relación con el problema que estamos discutiendo. Los maestros nos hemos formado en lengua leyendo, por ejemplo, varios libros de Daniel Cassany. Estos libros, mirados de cerca, exhiben el hecho de que la escritura ha perdido su potencia filosófica, puesto que es entendida solo como técnica, más allá de que se hable de su carácter sociohistórico y cosas por el estilo. La ontología técnica predominante es clara: véanse los nombres de los siguientes libros: Reparar la escritura, de 1993; La cocina de la escritura, de 1995; Recetas para escribir, de 1999, en coautoría con García del Toro; Taller de escritura, de 2006 y Afilar el lapicero, de 2007.
En este marco, la formación magisterial habría de darse en un clima en el que se respiraba el “aire de la comunicación”, de la pragmática más básica, reducida a los intercambios y las intenciones de los interlocutores, a una noción positivista del contexto, contraria, hasta cierto punto, a la idea de géneros discursivos introducida en el Programa escolar vigente. ¿Cómo se entiende, si no, la aparición de ciertos textos elementalmente utilitarios (y su tratamiento escolar recurrente) como los afiches, los folletos, los dorsos de caja de salsa de tomate, los currículos, los manuales de instrucciones, las recetas, así como cierta insistencia en el trabajo con la historieta en el marco del trabajo con la lengua escrita?
Otro tanto ocurre con la oralidad: ¿en qué momento, y con qué argumentos, la oralidad se convirtió en un concepto que, con todo derecho, debía trabajarse en las aulas?, ¿qué razones justificaron y justifican que la oralidad se sitúe en el mismo nivel de importancia que la escritura, sobre todo considerando el hecho de que la oralidad, en la escuela, se reduce más bien a las interacciones cara a cara y a las exposiciones de algún tema definido por el maestro por parte de los alumnos en el aula?
            Escritura y oralidad aquí son los dos polos de un continuo de prácticas verbales entre los que se sitúan ciertos discursos con características de los dos polos. Escritura y oralidad, de esta forma, no se oponen, sino que son vistas como dos nociones que organizan todo el campo de la didáctica de la lengua (por ejemplo, la planificación docente, el propio Programa escolar vigente, el programa de Lengua II de Magisterio, etc.). Vistas así, ambas nociones (sobre todo la escritura) pierden su potencia teórica, en la medida en que aparecen consideradas únicamente como dos realidades positivas, sustanciales, como cosas que visiblemente están en la realidad. Esta ontología positivista hace perder, como decía, la potencia teórica que tiene la escritura, y obtura el antagonismo lógico que esta compone con la oralidad. En efecto, la oralidad no es algo que está antes de la escritura, una especie de etapa que desemboca en la madurez de la escritura. La oralidad es interna a la escritura, está “hecha de escritura”, porque solo desde la escritura es posible decir la oralidad, solo desde la escritura puede tenerse una teoría de la oralidad, así como una teoría de la propia escritura[16].
            En esto radica el carácter antitecnológico de la escritura: en el hecho de que solo la escritura es capaz de plantearse el antagonismo escritura/oralidad, lo que equivale a decir que este antagonismo está compuesto por tres puntos, no por dos: la tesis es la oralidad; la antítesis, la escritura. Pero para que pueda instalarse una barra entre la oralidad y la escritura hace falta un tercer punto desde el que esa barra pueda definirse, la síntesis. Y ese tercer punto, esa síntesis, es la escritura misma, graficada en la barra que opone escritura y oralidad.
Ahora bien: con la hegemonía de la comunicación no es posible pensar las cosas en términos de esta dialéctica, y no es posible comprender, en consecuencia, el problema actual de la enseñanza lingüística en la escuela uruguaya, al menos en lo atinente a la escritura, a la forma como fue despojada de su lugar central, constitutivo de la institución escolar, que es, ante todo, una institución letrada. El enfoque según el cual el lenguaje es un mero instrumento comunicativo no permite ver la relación entre los elementos que hemos señalado; cancela la posibilidad de comprender la formación discursiva de la didáctica de la lengua y profundiza el problema que en algún momento pretendía solucionar. Si el lenguaje es eso, un mero instrumento comunicativo, el hablante mantiene con aquel una relación de exterioridad y, llegado el caso, de soberanía y dominio. Aquí entra a jugar su papel la noción de estrategia, que supone un hablante soberano respecto de la lengua y de su puesta en funcionamiento (el discurso[17]); supone que el fenómeno del lenguaje se resuelve en la confección de una serie de pasos cuyo resultado final es calculable[18], donde el equívoco no es sino un residuo de las prácticas discursivas, eventualmente componible mediante un adecuado plan de adecuación entre las estrategias discursivas y las intenciones del autor a las que responden. Así, hablar de estrategias y adoptar el estatuto que esta noción posee en ciertas corrientes lingüísticas y que se derrama hacia los discursos sobre la enseñanza de la lengua supone pensar que el sentido que produce una práctica discursiva es o puede ser predecible, que el hablante logra decir exactamente lo que quiere decir, y supone también que las fallas en la comunicación son el resultado de la impericia de los interlocutores, simples malentendidos, “chambonadas” de los participantes, pero nunca son vistas como la condición de posibilidad del funcionamiento del propio lenguaje[19], como un fenómeno irreductible con el que hablante y oyente deben “negociar” de forma permanente y que los separa de manera irremediable. Esta perspectiva de las fallas y faltas del lenguaje le extraen al sentido su carácter político, la naturaleza siempre abierta de lo social como informado por el sentido.  
            Esta pobre concepción del lenguaje (que entiende la comunicación como una máquina aceitada que hace coincidir entre sí a los interlocutores, a las palabras con las cosas, a las palabras consigo mismas y a los discursos consigo mismos[20]) no deja ver el verdadero alcance de la noción de transversalidad de la lengua. Podríamos decir que, tal como se ha considerado el hecho de que la lengua está presente en las otras áreas del conocimiento, la idea de la transversalidad de la lengua ha terminado por hacer que la lengua no esté en ninguna parte por querer estar en todas, sin saber exactamente qué significa ese “estar en todas”. Así, por ejemplo, la noción de géneros discursivos cayó presa de esta manera de entender el lenguaje y se convirtió en la celebración de la diversidad de las prácticas comunicativas por la diversidad misma, sin principio regulador de ningún tipo, sin ninguna operación crítica que definiera ciertos criterios de pertinencia, dejando de lado tales o cuales géneros y/o priorizando otros.
Repárese, pues, en cómo esta visión instrumental del lenguaje ha producido un terreno proclive a que nociones como la de géneros discursivos pierdan buena parte de su potencia teórica. A esto debemos sumarle cierta contradicción teórica implicada en la noción de géneros discursivo en “diálogo” con la de contexto tal como aparece manejada en el Programa escolar, noción completamente identificada con la situación comunicativa en su carácter material hecha de factores sociales, culturales, ideológicos, históricos, etc.[21] La idea del dialogismo bajtiniano no puede tener lugar en una concepción del discurso que entienda el contexto como un orden material, como la historia misma en tanto que sucesión de acontecimientos pertenecientes a la realidad. Se pierde, pues, el concepto de diálogo entre discursos, el hecho de que el contexto de un discurso es, ante todo, otros discursos[22].
            Las consecuencias teóricas y didácticas de este problema son enormes. Me limitaré a señalar solo dos: la idea de polifonía entendida exclusiva o casi exclusivamente como la presencia de varias voces fácilmente reconocibles (como en los diálogos de la narración) y la reificación del contexto, la creencia en que, por fuera de un discurso, o por encima, hay un contexto histórico listo para explicar el funcionamiento de ese discurso, la historia como hechos en sí que el historiador viene a ordenar con la luz de su escritura.
La hipótesis manejada por Bajtín es mucho más radical: la historia es discurso, y el pasado, la entidad de la que se ocupa la historia, no es sino un efecto del discurso de la propia historia. El pasado existe como tal en la operación discursiva en que la historia se deslinda del pasado y, al hacerlo, instala el pasado como el objeto de su decir[23].
            De acuerdo con la forma reificada del contexto (el contexto como cosa), el lenguaje, por más importancia que posea, es siempre secundario respecto de la realidad misma, traída a la luz del sentido por la operación discursiva. En cambio, podríamos decir, con Lacan[24], que la realidad tiene la forma misma del lenguaje, hipótesis diametralmente contraria a la presupuesta en la visión instrumentalista del lenguaje, que ve transparencia allí donde hay opacidad, una opacidad constitutiva del lenguaje.
            Veamos un poco más este punto. El contexto ha sido definido como el conjunto de las propiedades sociales, culturales, políticas, históricas, etc., pertinentes para el evento comunicativo que esté teniendo lugar[25]. De esta manera, el contexto parece estar “por encima” de o “rodeando” los discursos, como si estos, en realidad, no formaran parte del contexto que los “envuelve”. En otras palabras: el contexto sería una especie de “cosa” extradiscursiva, un “afuera” del discurso, señalable con el dedo, pasible de ser caracterizado en términos históricos, de ser adscripto a determinada cronología convencional, existente desde antes de que el discurso irrumpiera en él. En todo caso, el contexto estaría compuesto por cosas, hechos y personajes históricos, una realidad-en-sí, pero no de discursos, ya que estos se producen en el interior de un determinado contexto.
            Según la formulación de van Dijk, estamos forzados a pensar que el contexto no tiene mucho que ver con los discursos que ocurren en su interior; discursos que constituyen, siguiendo a Authier-Revuz[26], el “allende” del discurso singular o de los discursos singulares que se estén considerando en un análisis determinado. En términos vandijkianos, el contexto viene a ser un “espacio” material, sustancial, descriptible en términos de propiedades reales percibidas positivamente, de manera tal que, por un lado, está el mundo en sí, las cosas mismas que forman parte de la historia y, por otro, el lenguaje que los dice, que los describe conforme determinadas categorías. De esta manera, nunca se llega a advertir el carácter discursivo del contexto histórico, el modo como el lenguaje informa la realidad contextual, lo que “desinfla”, por así decirlo, y hasta anula, el diálogo interdiscursivo según lo plantea Bajtín.
            Foucault, por ejemplo, no habla de contexto histórico ni define el contexto de un discurso por las propiedades (del tipo que fueran) pertinentes para el evento comunicativo. Basten dos ejemplos en este sentido: por un lado, en La arqueología del saber, Foucault lleva bastante lejos la idea de que el contexto de un enunciado es la formación discursiva en que participa. Así, se puede leer:

Todo enunciado comporta un campo de elementos antecedentes con relación a los cuales se sitúa, pero que tiene el poder de reorganizar y de redistribuir según relaciones nuevas. Se constituye su pasado, define, en lo que le precede, su propia afiliación, redibuja lo que lo hace posible o necesario, excluye lo que no puede ser compatible con él. Y este pasado enunciativo lo establece como verdad adquirida, como un acontecimiento que se ha producido, como una forma que se puede modificar, como una materia que hay que transformar, o aun como un objeto del que se puede hablar, etc[27].
 
            A los efectos de mostrar lo que estamos diciendo respecto del contexto, señálense dos ideas contenidas en la cita: el “pasado enunciativo” y el “objeto del que se puede hablar”. En cualquiera de los dos casos, se trata de un “espacio” o “lugar” hecho de discursos que, al mismo tiempo que funcionan como el “al lado” de cada discurso, como la formación discursiva de la que cada enunciado participa, es objeto del decir, se vuelve una materia tematizable.
            Y, por otro lado, en el discurso inaugural de asunción de la cátedra de “Historia de los sistemas de pensamiento” en el Collège de France, las primeras palabras de Foucault son:

Me habría gustado que hubiese detrás de mí con la palabra tomada hace tiempo, repitiendo de antemano todo cuanto voy a decir, una voz que hablase así: “Hay que continuar, no puedo continuar, hay que decir palabras mientras las haya, hay que decirlas hasta que me encuentren, hasta el momento en que me digan –extraña pena, extraña falta–, hay que continuar, quizás, me han llevado hasta el umbral de mi historia, ante la puerta que se abre ante mi historia; me extrañaría si se abriera”[28].

            De nuevo, no hay una voz adámica que rompa el eterno silencio del universo: siempre hay una voz que nos antecede y que habla en nuestra voz; una voz impersonal cuya lógica envuelve la voz propia; es la presencia de lo ajeno en lo propio lo que caracteriza el diálogo interdiscursivo[29].
Podrá sostenerse, pues, que el lenguaje es central en la comprensión del mundo, en virtud de los recortes que efectúa en el gran campo semántico de la realidad; podrá argüirse asimismo que los discursos operan como “mediadores” entre esa realidad y el pensamiento o la mente de los individuos y que, aún más, dentro de cada discurso hay una ideología que funciona como un conjunto de representaciones a partir de las cuales vemos las cosas del mundo tal como las vemos y que, eventualmente, podrían entrar en disputa con otras maneras de ver las cosas, en la medida en que aparecieran otros discursos “cargados” con otras ideologías[30].
Sin embargo, por más radicales que se pretendan estas observaciones, siempre se pasa por alto el punto medular de la cuestión: no hay una realidad esperando ser nombrada, recortada por el lenguaje, un individuo que hace uso del discurso para establecer una relación entre su mente y ese mundo extralingüístico y el propio discurso como tres “cosas” o tres instancias, aunque distintas, vinculadas en la interface discursivo-ideológica. Antes bien, la ideología es la forma misma de la realidad, el orden simbólico que estructura la realidad como realidad, el juego, siempre ya aceptado, forzosamente aceptado, de la ilusión necesaria e irreductible que llamamos mundo. Y uno de los principales efectos de ese orden simbólico (del lenguaje mismo) es el sujeto hablante, quien no puede desanudarse del lenguaje que lo constituye en el yo de la enunciación[31].  

6.
En este marco, por ejemplo, encontramos que la noción de texto experimentó una transformación significativa: ahora, cosas tales como los mapas (geográficos) y las gráficas se consideran, con todo derecho, textos[32]. Esta transformación produjo, desde luego, una ampliación del significado de lectura. Cabe agregar que, en esos momentos, los libros de texto comenzaron a incluir imágenes de todo tipo, en claro desmedro de la palabra, así como a agrandar sus márgenes, a constreñir, mediante diferentes recursos, lo propiamente verbal, y lo propiamente verbal perdió encarnadura textual: la sintaxis se volvió más simple, las relaciones textuales entre enunciados y párrafos quedó librada a la semántica de su encadenamiento y la extensión de las explicaciones de los temas de que se hablara se redujo considerablemente.
La gramática, pues, pasó a ocupar en estos libros un lugar marginal, completamente reducida a definiciones brevísimas, mientras que, a nivel de la formación magisterial, se replegaba peligrosamente, empujada por el argumento según el cual no resultaba útil para mejorar la lectura y la escritura de los alumnos[33]. Hoy, la gramática, en los programas de Magisterio, es insuficiente en primer año y, en el segundo, apenas una unidad de repaso. A su vez, en los cursos de Formación en Servicio, es un punto que hay que tocar, pero, en la medida de lo posible, tangencialmente. No hay una formación en gramática más sostenida o, por lo menos, más definida.
Como es posible advertir, la “retirada” de la gramática como consecuencia del “ascenso” de la comunicación y de la oralidad supuso (y supone, dado que aún hoy los términos de la ecuación continúan incambiados: comunicación y oralidad por sobre lenguaje y escritura) un problema en torno de los conceptos de enunciado y oración. Así, en el “espacio” de las principales nociones gramaticales, la oración salió como la más desfavorecida y, con ella, la escritura, ya que escribir, en sus sentidos filosófico y lingüístico más fuertes y complejos, supone, en buena medida, la expresión de lo que se quiere decir en estructuras bimembres de sujeto y predicado, articulándolas con diversos tipos de nexos y operadores lógicos y pragmáticos que levantan una especie de “edificio tridimensional” imbricado que se aleja bastante de la linealidad característica de la oralidad[34].
Con la “retirada” de la gramática y, en particular, con la pérdida de jerarquía del concepto de oración, en beneficio de un laxo y lábil concepto de enunciado, perdió también la escritura, puesto que se pasó por alto lo que la propia escritura tiene como un excedente de escritura: la potencia de constituir el orden letrado, de informar lo público y lo político (el lenguaje en el sentido del logos clásico) en oposición a lo privado, a lo dialectal, a las pequeñas voces pragmáticas que circulan en el espacio de la comunicación. Escritura, gramática y oración son tres conceptos cuya dispersión ha sido uno de los principales efectos negativos del predominio de la comunicación y la oralidad. En este marco, se entiende por qué las nociones de pragmática y de enunciado, en su sentido más banal y plano, ligadas a la idea de comunicación, terminaron por desplazar a las nociones de gramática y de oración, ligadas a la de lenguaje. Piénsese en el problema que ha supuesto, para la didáctica de la lengua y para los maestros en el aula, definir con qué conceptos conviene trabajar: ¿con el de enunciado o con el de oración? Dejando de lado las cuestiones teóricas sobre las diferencias entre ambos conceptos, el trabajo con el enunciado permitió eludir los escabrosos caminos de la sintaxis, las reflexiones metalingüísticas más formales, y constituyó una de las puertas a través de las cuales tuvieron su exitosa entrada el concepto de comunicación y una de las nociones más fuertemente asociadas a él: la intención (comunicativa) del emisor.
El enunciado, por ser una unidad discursiva, ha servido tanto para el trabajo con la escritura como con la oralidad. El sentido, como fenómeno producido por la “suma” de la significación y del contexto de uso del enunciado[35], queda más diluido; es también más difícil de manejar, pero, al mismo tiempo, más cómodo para trabajar, porque se va configurando como el terreno de un cierto “todo vale” librado a la interpretación de los hablantes, cuyas intenciones comunicativas aparecen como la garantía última de verificación y legitimación de lo interpretado.
La oración, en cambio, como unidad gramatical, es más característica o aparece, por así decirlo, en cierto tipo de escritura compleja, formal (pensemos, por ejemplo, en los textos explicativos de los manuales de estudio o en los materiales que los maestros les proporcionan a sus alumnos para estudiar un determinado tema), que va confeccionando el contenido del decir mediante estructuras más estables, articuladas, como se dijo, en sujeto y predicado, y vinculadas por medio de nexos u operadores semántica y pragmáticamente más complejos (desde los comunes “porque” y “ya que” hasta “en la medida en que”, “en tanto que”, “no obstante”, etc.). Aquí se advierte el peso de la lógica como expresión completa del pensamiento, apoyada en esa estructura oracional bimembre[36].
Así pues, junto con el enunciado se hablaba, desde luego, de situación comunicativa, sentido completo (sin saber muy bien qué se estaba diciendo con esto), adecuación al contexto, etc., pero poco se decía sobre las unidades sintácticas, la relación entre el léxico y la gramática y las propiedades de las clases de palabras y las conversiones de una clase a otra (por ejemplo, de adjetivos a sustantivos), por poner solo tres ejemplos. El enunciado terminó siendo, a sabiendas o no, una especie de coartada para desligarse de la gramática, para moverse únicamente en el plano pragmático cuyas nociones centrales (por lo menos las que se empleaban y se emplean en el aula escolar) resultan tan vagas como, llegado el caso, inoperantes. 
    
7.
Durante mucho tiempo, y creo que hoy día la situación continúa incambiada en lo fundamental, en las aulas escolares se empleaba la categoría de “texto informativo” para dar cuenta de ciertos productos verbales dentro de una tipología textual que mezclaba criterios de diversa naturaleza. En este mismo sentido, cuando se le preguntaba a un alumno qué es lo que el hablante hacía en determinado texto, la respuesta podía ser perfectamente un escueto “informa”.
Evidentemente, “lo informativo” de un texto no puede considerarse un criterio válido para determinar la clase de texto, puesto que la vaguedad del término diluye cualquier especificidad. Así, todo texto informa, proporciona cierto tipo de información que permitiría incluirlo dentro de la clase de los “textos informativos”. Esta categoría, si se quiere, funciona contra el análisis, teniendo en cuenta su vacío semántico y su imprecisión conceptual. Sin embargo, en la enseñanza de la lengua tuvo cierto éxito, aunque este éxito quizás haya sido más el resultado del uso y abuso de la categoría en cuestión que de un trabajo premeditado.
En este empleo extendido del “texto informativo” veo una estrechísima relación con el predominio hegemónico del concepto de comunicación, una de cuyas características más relevantes, como lo hemos señalado, tiene que ver con el vaciamiento de sentido de muchos de los conceptos con que se vincula en el campo de la didáctica de la lengua, para restringirnos a este dominio (recuérdese lo que dijimos sobre las nociones de lenguaje y escritura). Asimismo, el carácter informativo de un texto (difícilmente medible, por otra parte) está asociado, según entiendo, con el predominio  de la función referencial del lenguaje, en desmedro de la función poética, lo que puede explicar el lugar que se le ha ido asignando a la literatura en el aula y, desde luego, a esos textos elementalmente utilitarios de la vida doméstica en el sentido del oikos. 
Lo predominantemente referencial tiene que ver con la puesta en un primer plano del tema del que se habla, de la relación del discurso con lo que está en su “exterior”, su referente, siguiendo la lógica según la cual el lenguaje dice de algo que, por fuerza, está “afuera” del propio lenguaje. En este sentido, importa menos el discurso que su “realidad exterior”, menos los procesos de producción del sentido que las cosas del mundo hacia las que supuestamente apunta el lenguaje o a las que representa.
En este contexto, se entiende el repliegue al que se ha visto todo lo que suspenda la referencialidad del lenguaje, su ilusoria transparencia denominativa. Y se entiende también, como ya fue dicho, pero sobre lo que vale la pena insistir, la aparición y el estudio legítimos, en el salón de clase, de textos como afiches, folletos, currículos, dorsos de cajas de salsa de tomates, etc., donde lo referencial, que suele confundirse con lo informativo, posee cierto predominio.
La poeticidad del lenguaje, por así decirlo, no parece tener mucha cabida en las reflexiones metalingüísticas dentro del campo de la enseñanza de la lengua. La suspensión de la transparencia del lenguaje en beneficio de una opacidad que sitúa en un primer plano las maneras de decir, opacidad que llama la atención y reclama consecuentemente interpretación, parece más bien un obstáculo para la reflexión metalingüística que un fenómeno a ser considerado seriamente en el aula. En todo caso, lo poético, en el sentido de Jakobson[37], se concibe como un residuo del recto decir, como algo que viene a interferir con la comunicación, desgraciadamente, en el interior de la coincidencia de las palabras con las cosas. Así pues, la opacidad (constitutiva) del lenguaje que reducida a una falla del instrumento comunicativo que debe subsanarse o a la impericia técnica de los interlocutores, pero nunca es tratada como la condición de posibilidad misma del funcionamiento del lenguaje. Si lo que importa es lo que está “afuera” del lenguaje, las cosas que componen la realidad, pero no el lenguaje mismo en tanto que producción se sentidos a través de las diversas prácticas discursivas que tienen lugar, resulta claro cómo la categoría de “texto informativo” ha podido ingresar en el discurso de la didáctica de la lengua, empujando afuera todo lo que inestabiliza el sentido.     

8.
¿No hay acaso una relación directa entre la hegemonía de comunicación, la aparición de la oralidad como objeto de estudio, la modificación del concepto de alfabetización, el predominio de la pragmática en desmedro de la gramática y los resultados negativos en lengua que distintas evaluaciones (domésticas e internacionales) han constatado? ¿No puede interpretarse que las transformaciones en el campo de la didáctica de la lengua (en la formación discursiva de la didáctica de la lengua) han provocado o contribuido a provocar la situación actual?
Pruebas inobjetables del problema que vivimos hoy respecto de la enseñanza lingüística en Uruguay las proporcionan el “Documento Base de Análisis Curricular” (publicado por el CEIP el 18/6/15)[38], algunos materiales elaborados por ProLEE, como los Blocs de lectura y escritura para adolescentes y jóvenes, el “Glosario del Programa 2008, en el que se aclaran, a pedido de los maestros, los conceptos confusos y vagamente delineados que el Programa escolar vigente propone para su estudio.
A todo esto se le pueden añadir los cursos de “alfabetización académica” brindados por la Universidad de la República (curioso oxímoron que parece sintetizar el problema del que estamos hablando), los cursos LEA (Lectura y Escritura Académicas), también desarrollados por la UdelaR a partir de los resultados de la aplicación de pruebas diagnóstico a los estudiantes que ingresan a esta institución[39]. El problema con que se enfrenta hoy la Universidad debe inscribirse en el problema mayor que estoy tratando de delinear y discutir, puesto que la urgencia de estos cursos de lectura y escritura académicas es, de nuevo, un síntoma insoslayable de la situación dramática por la que atravesamos y ante la cual, a decir verdad, poco puede hacer la Universidad. 
            Tanto los materiales mencionados como los cursos desarrollados en el ámbito universitario pueden y deben leerse, entonces, como síntomas de un estado de cosas marcado por una larga cadena de problemas vinculados con la enseñanza de la lengua. Los cursos de “alfabetización universitaria” tienen que ver menos con la comprensión de la lógica discursiva de la academia, con sus reglas de enunciación, que con la necesidad de aprender ciertos rudimentos de la expresión escrita no adquiridos oportunamente en el sistema educativo. La “alfabetización universitaria” se opone, entonces, a la “analfabetización”[40] que ha tenido lugar en Primaria y Secundaria en los últimos tiempos. 

9.
En suma, ¿cómo se explica el desfondamiento del campo de la enseñanza de la lengua en las últimas décadas, el vaciamiento de sentido del concepto de lenguaje, si no es a partir de la hegemonía instalada por la idea de comunicación, profundamente solidaria con el orden del oikos griego, de la pragmática más elemental de la phoné? ¿Cómo se entiende la profundidad del problema, si no se manejan hipótesis más radicales en las que se atienda al campo de la didáctica de la lengua como una formación discursiva en particular, con sus conceptos hegemónicos, con fuerzas internas que determinan la interpretación del propio campo, que definen de qué manera un concepto va a pasar a integrar esa formación discursiva, en diálogo con los distintos discursos que la componen? Es necesario que manejemos hipótesis radicales para salir del embrete de los relativismos, de las pequeñas verdades que todo el mundo tiene derecho a decir; solo manejando hipótesis radicales es posible salir de la argamasa del “espacio común” al que nos ha confinado la comunicación.
En definitiva, la escuela uruguaya no puede ser el “espacio común” indiferenciado del orden doméstico, de la presencia victoriosa de la oralidad, de esa elemental y burda pragmática que reina desde hace décadas, una pragmática profundamente ligada a la economía, al orden de los intercambios mercantiles. La escuela uruguaya, según entiendo, no puede “moverse” al ritmo pautado por la comunicación; no puede caer en el dominio de la mera instrumentalidad del lenguaje, es decir, en la perspectiva según la cual el lenguaje es una herramienta comunicativa externa al sujeto, su usuario. Por el contrario, debería sostenerse en una potente concepción del lenguaje, capaz de estructurar el campo de la enseñanza de la lengua, un campo que es, en definitiva, el de la estructura de la propia institución escolar.
  


Notas 

(*) Maestro de Educación Común, profesor de Idioma Español (IPA), magíster en Ciencias Humanas, opción “Lenguaje, cultura y sociedad” (Fhuce, UR), doctorando en lingüística (Fhuce, Udelar); profesor de Teoría Gramatical, Lingüística y Estilística y Análisis de Textos en el Consejo de Formación en Educación, de Español I en la carrera de Traductorado Público (Fder, Udelar) y de Lingüística en el Departamento de Teoría del Lenguaje y Lingüística General (Fhuce, Udelar).
[1] Por ejemplo, las evaluaciones en línea hechas a través de las “ceibalitas” y las pruebas SERCE y TERCE. Podemos añadir ahora el último informe sobre el estado de la educación uruguaya elaborado por el INEEd, disponible en http://www.ineed.edu.uy/images/pdf/Informe-sobre-el-estado-de-la-educacion-enUruguay-2015-2016.pdf.   

[3] Santiago Cardozo, “La muerte del orden letrado”, en Prohibido Pensar. Revista de ensayos. “Educación”, Año II, Nº 1, setiembre/octubre 2015, pp. 105-114.
[4] En Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Valencia, Pre-Textos, 2010, p.17.
[5] Un interesante análisis de este punto se encuentra en Sandino Núñez, La vieja hembra engañadora. Ensayos resistentes sobre el lenguaje y el sujeto, Montevideo, HUM, 2012a y en “Escritura tecnológica y escritura ideológica. El sueño de lo real”, en Prohibido Pensar. Escrituras, N° 3, Año 1, Montevideo, HUM, 2014, pp. 31-49. 
[6] Giorgio Agamben, 2010.
[7] Patrick Charaudeau, “Comunicación”, en Patrick Charaudeau y Dominique Maingueneau, Diccionario de análisis del discurso, Buenos Aires, Amorrortu editores, 2005, pp. 95-99.
[8] Sandino Núñez, El miedo es el mensaje, Montevideo, HUM, 2012b.
[9] Sobre este punto, puede leerse Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, Fondo de Cultura Económica, 2011. Como crítica a la línea de razonamiento planteada por este libro, hemos de reemplazar el adjetivo imaginadas por imaginarias (adjetivo este de cuño lacaniano), modificando así la perspectiva de abordaje de Anderson, a partir de la introducción de una dimensión ideológica más profunda en la que lo discursivo ocupa un lugar central y deja de percibirse como un fenómeno que dice la realidad de múltiples formas, una realidad hecha de cosas en sí y, al mismo tiempo, evitamos caer en la consideración del problema tematizado por Anderson en términos de escala, como si en algún momento pudiéramos “elevar la mirada” y, saliendo de la escala menor en la que vivimos y a partir de la cual necesitamos “imaginar” la comunidad, fuéramos capaces de encontrar el cemento que nos mantiene unidos más allá de la “imaginación”.  
[10] Véase Sandino Núñez, Disney War. Violencia territorial en la aldea global, Montevideo, HUM, 2011.
[11] Sandino Núñez, 2012b.
[12] Ernesto Laclau, La razón populista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2014 y Los fundamentos retóricos de la sociedad, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2014.
[13] Este problema ha sido advertido y parcialmente analizado por Alma Pedretti, Tradición y novedad en la enseñanza del español lengua materna, Montevideo, Byblos Editorial, 2008. Asimismo, Pedretti reconoce cierta solidaridad entre las nociones de comunicación y expresión, las que, en su momento, sirvieron para dar nombre a la asignatura Idioma Español. 
[14] Sandino Núñez, 2012b, p. 32. Las dimensiones del problema son bastante importantes, en proporción a la ontología vacua que impuso la idea de comunicación. En un documental que habla sobre Artigas, llamado “El origen”, su conductor, Facundo Ponce de León, ante la pregunta que se hacía a sí mismo sobre quién era Artigas, respondía que fue un intelectual, un guerrero, un político y, finalmente, como rozando el esplendor de la mismísima personalidad de Artigas, un comunicador. Tamaño anacronismo exhibe la capacidad que tiene la idea de comunicación de vaciar de significado los conceptos con los que se relaciona en la formación discursiva que hegemoniza. 
[15] Véase Sandino Núñez, “Coda retro: la escritura del gremlin”, en Amir Hamed, Retroescritura, Montevideo, Editorial Fin de Siglo, 1998, pp. 165-170.
[16] Véase Amir Hamed, “Los monos de Copán”, en Interruptor. La columna de H enciclopedia, disponible en http://www.henciclopedia.org.uy/Columna%20H/HamedLosmonosdeCopan.htm.
[17] Émile Benveniste, Problemas de lingüística general II, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 1997.
[18] Sobre este tema, pueden consultarse Alma Bolón, Pobres palabras. El olvido del lenguaje. Ensayos discursivos sobre el decir, Montevideo, Departamento de Publicaciones de la Universidad de la República, 2002 y Jacqueline Authier-Revuz, Detenerse ante las palabras. Estudios sobre la enunciación, Montevideo, Fondo de Cultura Universitaria, 2011.
[19] Jacqueline Authier-Revuz, 2011.
[20] Estamos hablando aquí de las coincidencias enunciativas que Authier-Revuz, 2011, fustiga con las no-coincidencias correspondientes, que traen siempre lo ajeno a lo propio. 
[21] Esta idea de contexto fue profundamente cuestionada por Jacques Derrida en Limited Inc, Illinois, Northwestern University Press, 1988.
[22] Un tratamiento de este tema puede verse en Michel Foucault, La arqueología del saber, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2004 y El orden del discurso, Barcelona, Tusquets, 2005; en Michel Pȇcheux, O discurso. Estrutura ou acontecimento, Campinas, Pontes, 2006, en Jacqueline Authier-Revuz, o. cit. y, desde luego, en Mijaíl M. Bajtín, Estética de la creación verbal, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2003.
            Problema solidario con la cuestión de los géneros discursivos es lo que podríamos llamar la “ecología de la diversidad”. En efecto, dado que las prácticas verbales son tan complejas y ricas; dado que componen un heterogéneo abanico de posibilidades expresivas, hay que evitar realizar valoraciones acerca de cuáles son más pertinentes para que organicen la enseñanza de la lengua en la escuela; hay que propender al trabajo con la multiplicidad de géneros por la multiplicidad misma, como celebración de la fiesta polícroma de las prácticas verbales. 
[23] Véase Walter Benjamin, “Sobre el concepto de historia”, en Estética y política, Buenos Aires, Las cuarenta, 2009, pp. 127-152.
[24] Jacques Lacan, El seminario 3. Las psicosis, Buenos Aires, Paidós, 2011.
[25] Esta es la noción más extendida, planteada por van Dijk en distintos trabajos, entre ellos, “El discurso como interacción en la sociedad”, en El discurso como interacción social. Estudios sobre el discurso II. Una introducción multidisciplinaria, Barcelona, Gedisa Editorial, 2005, pp. 19-66, Ideología. Una aproximación multidisciplinaria, Barcelona, Gedisa Editorial, 2006, Discurso y poder, Barcelona, Gedisa Editorial, 2009 y Sociedad y discurso, Barcelona, Gedisa Editorial, y la noción adoptada, en general, por los trabajos que giran en torno de la revista Discurso & Sociedad.
            Esta idea de contexto desarrollada y repetida en los diferentes trabajos de van Dijk se presenta, por un lado, como una especie de “base” o “plataforma” de los discursos y, por otro, como el “marco” (frame) que encuadra dichos discursos. Así, van Dijk explica que el contexto es “[…] el conjunto estructurado de todas las propiedades de una situación social que son posiblemente pertinentes para la producción, estructuras, interpretación y funciones del texto y la conversación” (ob. cit., 2006, p. 266). En esta línea, a su vez, el discurso es entendido como una interface entre lo social y la mente de las personas (la dimensión cognitiva), lo que supone pasar por alto el hecho de que tanto lo social como la mente de las personas son, en última instancia, productos del discurso y, en consecuencia, no pueden concebirse como dos entidades separadas o, por lo menos, no como lo plantea van Dijk.
[26] Jacqueline Authier-Revuz, 2011.
[27] Michel Foucault, 2004, p. 211.
[28] Michel Foucault, 2005, p. 12.
[29] Nótese la relación de lo interdiscursivo con la idea de archivo de Foucault: “El archivo es en primer lugar la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares. Pero el archivo es también lo que hace que todas esas cosas dichas no se amontonen indefinidamente en una multitud amorfa, ni se inscriban tampoco en una linealidad sin ruptura, y no desaparezcan al azar sólo de accidentes externos; sino que se agrupen en figuras distintas, se compongan las unas con las otras según relaciones múltiples, se mantengan o se esfumen según regularidades específicas; lo cual hace que no retrocedan al mismo paso que el tiempo, sino que unas que brillan con gran intensidad como estrellas cercanas, nos vienen de hecho de muy lejos, en tanto que otras, contemporáneas, son ya de una extremada palidez” (Foucault, 2004, pp. 219-220).
[30] Van Dijk define la ideología como “[…] la base de las creencias sociales compartidas por un grupo social. En otras palabras, así como los axiomas de un sistema formal, las ideologías consisten en aquellas creencias sociales generales y abstractas, compartidas por un grupo, que controlan u organizan el conocimiento y las opiniones (actitudes) más específicas del grupo” (2006, p. 267). ¿Qué diferencias hay entre esta definición de ideología y la definición marxiana más clásica, según la cual la ideología es una “imagen invertida” de la realidad que aliena al sujeto revolucionario? En todo caso, van Dijk sustrae de la definición de ideología el carácter negativo que le imprimía Marx, pero la sitúa a nivel de ciertas “creencias sociales” estructuradoras del conocimiento (¿qué conocimiento?) y las opiniones de grupos sociales específicos, pasando por alto el complejo hecho de que la ideología es más bien la forma misma de la realidad, no un puñado de creencias axiomáticas de un determinado grupo social. El concepto de ideología de van Dijk carece de fuerza teórica, en la medida en que remite el problema a una cuestión de actitudes y opiniones de los individuos que componen un grupo social. La perspectiva representacionalista de la ideología no es superada por el hecho de hablar de actitudes y opiniones inscriptas en un sistema de creencias más estructurado, con arreglo al cual aprehendemos el mundo y actuamos en él.
En cambio, si seguimos el enfoque de Pȇcheux y de Žižek, donde la ideología es una operación interpelante que “transforma” individuos en sujetos (noción de herencia althusseriana, aunque reelaborada en lo fundamental), debemos plantear la hipótesis más compleja de que la operación interpelante supone la inscripción del sujeto en un orden simbólico (el lenguaje, el gran Otro lacaniano), cuyo principal efecto ideológico es la realidad, la creencia en que la realidad está formada por cosas en sí. Este enfoque presupone una teoría del sujeto y del lenguaje radicalmente distinta de la presupuesta en la teoría de van Dijk. Una diferencia central es que, al contrario de lo que ocurre en la teoría sociocognitiva de van Dijk, en el enfoque lacaniano de Pêcheux y Žižek no hay lugar para las nociones de comunicación y de estrategia discursiva, tan caras a la didáctica de la lengua en las últimas décadas.
Respecto de la ideología desde una perspectiva lacaniana, véanse Michel Pêcheux, “El mecanismo del reconocimiento ideológico”, en Slavoj Žižek (comp.), Ideología. Un mapa de la cuestión, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2008, pp. 157-167 y, particularmente, Slavoj Žižek, El sublime objeto de la ideología, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2009.
[31] Véanse Émile Benveniste, o. cit., y Giorgio Agamben, Infancia e historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2001. También pueden verse, para la concepción de la ideología como ilusión necesaria, Slavoj Žižek, 2009 y El más histérico de los sublimes, Buenos Aires, Paidós, 2013.
[32] El problema no está tanto en si los mapas y las gráficas pueden considerarse textos o no, como en el cambio mismo y en las consecuencias concretas que este cambio produjo en las aulas escolares.
[33] Véanse, a este respecto, las introducciones respectivas de Ángela Di Tullio, Manual de gramática del español, Buenos Aires, La Isla de la Luna, 2005 y Ángela Di Tullio y Marisa Malcuori, Gramática del español para maestros y profesores del Uruguay, Montevideo, Tradinco S.A, 2013. En ambas introducciones se plantea la relación entre la enseñanza de la gramática y la enseñanza de la lengua.
[34] Véase Walter J. Ong, Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, México, Fondo de Cultura Económica, 2004.
[35] Véase Oswald Ducrot, El decir y lo dicho. Polifonía de la enunciación, Barcelona, Paidós, 1986. La significación es algo que reside en los signos de la lengua, en sus combinaciones, en suma, en la frase (la estructura gramatical abstracta), dice Ducrot, que con ellos se construye. El sentido, en cambio, depende de la situación de uso de la frase, en el complejo juego de elementos contextuales que orientan la interpretación concreta de lo dicho. 
[36] En el abandono de esta “lógica” de la oración y de su relación con cierto tipo de escritura veo uno de los problemas más relevantes producidos por la hegemonía de la comunicación.
[37] Véase el concepto de función poética en Roman Jakobson, Lingüística y poética, Madrid, Cátedra, 1981.
[38] Hay una versión final del DBAC (Acta N° 78, Res. N° 63, del 12 de agosto de 2015). Esta versión retoca algunos aspectos del documento anterior, por ejemplo, la presentación visual de las categorías seleccionadas, pero, en lo esencial, se mantiene idéntico. En este sentido, profundiza aún más el problema que exhibe, puesto que, en el reordenamiento de algunos ítems, deja las cosas tal como estaban o, de lo contrario, sitúa la oralidad como primera categoría a tener en cuenta, dentro de la que, en lo relativo al “Uso del código”, aparece “El habla: con adecuada dicción y entonación” (p. 12).
[40] Véase Gustavo Espinosa, “Episodios recientes de la analfabetización del Uruguay”, en Prohibido Pensar. Revista de ensayos. “Educación”, Año II, N° 1, setiembre/octubre 2015, pp. 51-61.


Dibujo: Gonzalo Javier



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