Defender el lenguaje




Por Santiago Cardozo (*)


1.
         Quisiera partir de un ejemplo (del que fui testigo) que pretende ilustrar el problema que me interesa plantear y que tiene que ver con el hecho crucial de que la escuela no puede ser (como lo es) una extensión de la casa (del oikos), sino que debe constituirse, en esencia, en el lugar de la “ajenidad”, de la “extranjería”, lo que solo puede lograrse defendiendo el lenguaje, particularmente la escritura.
La escena se compone de una maestra veterana que, al inicio de una clase de segundo año de escuela, les pregunta a sus alumnos “¿Cómo está el día?” Como respuesta, más o menos a coro, los alumnos dicen: “Soleado”. Entonces, la maestra, claramente insatisfecha con esa respuesta, interviene de nuevo, aclarando: “Con un pensamiento completo”. De inmediato, los alumnos advierten cuál es la corrección que tienen que realizar y responden: “El día está soleado”.
          Dejando de lado las interpretaciones más pueriles del ejemplo, así como la lectura relativa al conservadurismo con que, según algunos (ciertas voces “modernas” o “modernosas”), puede ser calificada la maestra, debemos preguntarnos ¿qué está en juego en esta escena mínima?, ¿qué tensiones se hacen presentes y articulan ya no solo lo que ocurre en la clase, sino en toda la institución escolar? Una posible respuesta, me parece, tiene que ver con el hecho de que la maestra fuerza a los alumnos a participar de la escritura, del complejo edificio multidimensional que supone la sintaxis escrita. Así, el rechazo del enunciado “Soleado” puede ser entendido menos como una reacción conservadora de la maestra, a quien no le gustaría la parquedad o haraganería de sus alumnos (una actitud, digamos, excesivamente pragmática), que como cierta necesidad –interpretada aquí, desde luego, como necesidad– de oponer la escritura a la oralidad, la sintaxis a la pura pragmática. En efecto, cuando la maestra rechaza el enunciado “Soleado”, no rechaza un adjetivo ni un enunciado, como dije, parco, sino una lógica, aquella según la cual el contexto suple lo que no se dice explícitamente y, por ende, no hace falta explicitarlo, articularlo en un léxico y una sintaxis específicos. Se me dirá –y tal vez no sin razón– que, en cierto momento, se hizo insostenible teórica y didácticamente que un maestro exigiera una respuesta de sus alumnos según un “pensamiento completo”; que el pensamiento estaba tan completo en “Soleado” como en “El día está soleado”. Bien. Pero el punto que estoy planteando es otro: tiene que ver con dos lógicas antagónicas, en una de las cuales se apoya toda la institución educativa escolar: la escritura. La otra lógica, la de la oralidad, es, si se quiere, una lógica doméstica, la de la casa o del barrio, la de la conversación cara a cara y los sobreentendidos, lógica que la escuela debe superar en la lógica de la escritura, pero que, a mi juicio, ha incorporado socavando esta última.
Ciertamente, el proceso educativo formal consiste en ir de un polo concreto a uno abstracto, de lecturas a partir del otro (la maestra lee en voz alta con, para y por los alumnos) a lecturas propias, personales, íntimas, cosa que se puede lograr únicamente en, con y por la escritura, no en, con y por la oralidad (téngase en cuenta que soy plenamente consciente de que esta oralidad es una oralidad secundaria[1]). Cuando la maestra pide un pensamiento completo, demanda entonces una lógica, una particular arquitectura del enunciado, típica de la escritura: la de las oraciones compuestas por un sujeto y un predicado (“El día está soleado”). Y esta es la apuesta que hoy, según pienso, la escuela ha perdido de vista; y es la apuesta que requiere, en suma, la participación en un determinado Otro que ha organizado el mundo de cierta forma y que le da sentido a la propia institución escolar.

2.
            Veamos esto más detenidamente. Sostengo que la escuela, ganada por la lógica de la oralidad, se ha convertido en una extensión de la casa, en una ampliación del perímetro del orden doméstico. Oponer “El día está soleado” a “Soleado” no es, por lo tanto, oponer solamente, desde un punto de vista gramatical, un enunciado oracional a un enunciado frástico (una oración a una frase)[2], sino, como dije, dos lógicas antagónicas, la de la escritura y la de la oralidad. Aquí tenemos un punto ciego del sistema educativo, que ha tenido derivaciones de distinto tipo y que, como veremos, siempre termina afectando a la escritura y, más en general, a una noción de lenguaje que escape a la reducción instrumental que predomina, esto es, la idea de que el lenguaje es un (mero) instrumento de comunicación. Aquí, la escuela no entiende (no ve, no puede ver) la dialéctica escritura/oralidad, de acuerdo con la cual la escritura es una negación de la oralidad, porque es el lugar en el que la oralidad puede tener una teoría (puede saberse oralidad) y, en el mismo acto, la escritura deslindarse como escritura. Entonces, la barra que opone escritura y oralidad solo puede haber sido puesta ahí por la escritura; dicho de otra forma, la barra que antagoniza los dos polos es ella misma escritura, porque el antagonismo solo puede ser pensado en y gracias a la escritura. De esto se deriva el hecho de que la oralidad es posterior a la escritura, no un estado previo de inmadurez que evoluciona o progresa hacia la escritura[3]. 
          En definitiva, la relación entre la oralidad y la escritura ha sido pensada como un continuo positivo hecho de prácticas de distinto tipo (cosa que también es), continuo que tiene todo el derecho del mundo a ingresar a la escuela como objeto de estudio, en una dinámica en la que ambos extremos gocen del mismo privilegio y, en consecuencia, deban ser tratados por igual, deban ser considerados en equilibrio sin desmedro de ninguno en beneficio del otro. Esta paridad o este equilibrio ignoran la dialéctica señalada arriba y finalmente no hacen otra cosa que quitarle a la escritura su potencia crítica, política, vale decir, su potencia educativa, al quedarse en un tipo de reflexión que no es capaz de ver el lugar político que ocupa la escritura, que es la constitución misma de la política como lugar de escritura.  
            En este sentido, la oralidad (al menos como quiero enfocarla) responde a una lógica práctica, de sobreentendidos, que privilegia la pragmática sobre la sintaxis, a una lógica que se sostiene en el concepto de comunicación. La comunicación supone una especie de máquina que funciona aceitadamente en el interior de la cual circula un mensaje (un contenido) unívoco de un polo al otro, esto es, del emisor al receptor. Los nombres mismos de los extremos de la maquinaria consagran su carácter maquinal y alejan la idea de comunicación de la idea de lenguaje, entendido como la estructura misma de la realidad, como la arquitectura racional del mundo. Téngase especialmente en cuenta, además, que la perspectiva que ve en el lenguaje un instrumento de comunicación supone que el hablante es un “usuario” de las palabras y que, por ello mismo, el lenguaje le es exterior y que, llegado el caso, puede cambiarlo por otro instrumento o perfeccionarlo hasta eliminar de su “esencia” o su funcionamiento la ambigüedad, la polisemia, la homonimia, es decir, toda la equivocidad que hace del lenguaje, lenguaje. 
          Así las cosas, la escuela se ha volcado hacia el concepto de comunicación, desdeñando o desconociendo este otro concepto de lenguaje que, a mi juicio, supondría una forma distinta de organizar las prácticas de enseñanza de la lengua, así como la reflexión didáctica al respecto, la formación magisterial, la elaboración de programas (sobre todo a nivel de los objetivos propuestos), de materiales, etc.
             En definitiva, me parece que ver un gesto de conservadurismo en la maestra cuando les pide a sus alumnos un “pensamiento completo” (que respondan “El día está soleado” en lugar de “Soleado”) es el producto de una visión excesivamente pragmática o comunicativa de las cosas, que le ha sustraído toda la potencia teórica y política al concepto de lenguaje, por lo menos como fue apenas esbozado aquí[4].

3.
 De la misma forma, la aparición y hasta cierto tiempo el predominio de textos elementalmente utilitarios como objeto de estudio en las aulas escolares (textos del tipo de los afiches, los currículos, las cartas de solicitud de empleo, los manuales de instrucciones para armar este o aquel aparato, los dorsos de cajas de salsa de tomate, etc.) han respondido, según la idea general que vengo defendiendo, a una especie de desfondamiento teórico en la reflexión sobre el lenguaje, propiciado en buena medida por el concepto de comunicación, muy ligado, por lo demás, a la idea de mercado laboral y orden doméstico (oikonomía y oikos). ¿Por qué, a partir de determinado momento, la escuela uruguaya les abrió la puerta a todos estos textos y los colocó como objetos de estudio con cierto prestigio o, por lo menos, revestidos de cierto interés? ¿Qué nociones teóricas –mal leídas, a mi entender– fueron empleadas para argumentar a favor de la inclusión de estos tipos de textos, así como de la oralidad en el mismo nivel de importancia que la escritura?
 Encuentro una respuesta posible en la lectura que se ha hecho de Bajtín[5] en nuestro Magisterio. Bajo el amparo de su figura, se argumentó que todas las prácticas comunicativas humanas tenían derecho a entrar en el salón de clase en igualdad de condiciones, porque la escuela tiene que darle cabida a toda esa diversidad de formas de comunicación. Entonces, se han estudiado con la misma “intensidad” todos esos textos elemental y brutalmente utilitarios, “intensidad” que también le “dio” su lugar a la literatura. Advirtamos aquí el criterio de trabajo: la horizontalidad de todos los géneros discursivos, el supuesto de que todos hacen por igual el complejo abanico de la comunicación humana, con relación al cual la escuela se limita, parece, a oficiar como un espejo (la metáfora especular, sabemos, ha tenido un enorme éxito, mucho más si se le añade una dosis de discurso sociologista, y en la misma medida ha sido extremadamente nociva).
 La horizontalidad como criterio de selección de textos o géneros discursivos no es aquí sino una forma de la comunicación, de la planitud de la máquina comunicativa, así como de eludir la pregunta por la pertinencia o impertinencia de incluir este tipo de texto o aquel, de trabajar con las cartas de solicitud de empleo o con la literatura, esto es, de una reflexión política. Ante esta pregunta (que suele ser incómoda, muchas veces tachada de autoritaria), se argumenta que la escuela no debe proceder a partir de una o sino de una y: no hay que trabajar en términos de este texto o aquel otro o aquel de más allá, sino de este texto y aquel otro y aquel de más allá, porque se debe llevar al aula, como decía, la diversidad de las prácticas comunicativas humanas en cuanto tales, el amplísimo abanico de matices que la componen, como si el salón de clase debiera espejar lo que pasa en el mundo.
 Pero la lógica de la y es, según entiendo, la neutralidad misma del concepto de comunicación, el aplanamiento del lenguaje, de la política, operando en el seno de la escuela y condenándola a la lógica de funcionamiento de la economía y del oikos (lo próximo, lo conocido, lo que posee interés para ampliar las posibilidades de éxito en el mercado laboral), pues de qué otra manera se puede entender que la escuela se haya ocupado con cierta insistencia de las cartas de solicitud de empleo, los currículos, los afiches, los manuales de instrucciones, etc. ¿No es este el mundo doméstico que la escuela apenas amplía, consagrando su funcionamiento a partir de un redibujamiento de su perímetro, en lugar de establecer un corte con su lógica e introducir lo otro, lo ajeno, lo que no es propio y viene de otro lugar? La o, en cambio, introduce un criterio de pertinencia allí donde reina la horizontalidad más elemental, donde se rehúye el establecimiento de un corte, que es, siempre, una objeción a la neutralidad de la y, en suma, un asunto político que pone en el centro la constitución de un paradigma y, con él, del sentido, que es siempre un sentido social, político, y criticable.
De alguna forma, tal como he querido entender las cosas aquí, la o es un principio político que pertenece al orden del lenguaje (logos), mientras que la y es un principio pragmático que responde a la lógica de la acumulación y la yuxtaposición, de la comunicación, a la lógica de la horizontalidad que no traza antagonismos y, por ende, no define con claridad ninguna pertinencia. Esto puede explicar, hasta cierto punto, por qué la literatura ha perdido pisada en el escenario de los textos elementalmente utilitarios, y más aún por qué, cuando aparece, queda sometida a la palabra totalizadora del maestro que define la interpretación correcta, esto es, que explica el texto señalando su sentido.
Defender el lenguaje es, para mí, introducir la o en la lógica de la y, hacer funcionar políticamente la dinámica comunicativa que domina (en) la escuela uruguaya con relación a la enseñanza de la lengua. Si, como he intentado mostrar a lo largo de todo el texto, la comunicación y la ampliación del orden doméstico (la escuela como prolongación de la casa, del oikos) han producido como efecto imperceptible una manera particular de pensar la enseñanza de la lengua, en el interior de la cual la enseñanza de la escritura es, como todos pensamos, un asunto crucial, defender el lenguaje implica levantar una resistencia (teórica, crítica, es decir, política) contra ese predominio de “lo comunicacional”, “lo pragmático” y “lo tecnocrático”.  
  




Notas

(*) Maestro. Profesor de Idioma Español (IPA, Cfe). Magíster en Ciencias Humanas, opción "Lenguaje, cultura y sociedad" (Fhuce, Udelar). Doctorando en Lingüística (Fhuce, Udelar). Profesor de Teoría Gramatical, de Estilística y Análisis de Textos y de Lingüística (IPA, Cfe). Docente de Español I en la carrera de Traductorado Público (Fder, Udelar) y de Lingüística (Fhuce, Udelar). Colaborador en la Revista de Ensayos. Prohibido Pensar y en H enciclopedia
[1] Cf. Walter J. Ong, Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, México, Fondo de Cultura Universitaria, 2004. 
[2] Cf. Emilio Alarcos Llorach, Gramática de la lengua española, Madrid, Espasa-Calpe, 2001.
[3] Cf. Sandino Núñez, “Escritura tecnológica y escritura ideológica. El sueño de lo real”, en Prohibido pensar. Escrituras, Año I, N° 3, Montevideo, HUM, 2014.
[4] Para un desarrollo de este concepto de lenguaje como irreductible a la idea de instrumento comunicativo, cf. Jacques Lacan, El seminario 3. Las psicosis, Buenos Aires, Paidós, 2011 y Sandino Núñez, La vieja hembra engañadora. Ensayos resistentes sobre el lenguaje y el sujeto, Montevideo, HUM, 2012 y “Apuntes de lingüística hegeliana”, en Psicoanálisis para máquinas neutras. Biopoder o la plenitud del capitalismo, HUM, Montevideo, 2017.
[5] Mijaíl M. Bajtín, Estética de la creación verbal, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2003.


Dibujo: Pablo Scagliola

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