LAS PALABRAS DE UNA VIDA - Breves apuntes sobre "La vida enferma", de Leonardo de León


Por Santiago Cardozo




1.

Si se me permite, quisiera iniciar con un par de citas de Roland Barthes, porque, a mi juicio, sitúan extraordinariamente bien varias de las cuestiones centrales que plantea el libro de Leonardo. Primera cita:


Nuestra literatura está marcada por el despiadado divorcio que la institución literaria mantiene entre el fabricante y el usuario del texto, su propietario y su cliente, su autor y su lector. Este lector está sumergido en una especie de ocio, de intransitividad, y, ¿por qué no decirlo?, de seriedad: en lugar de jugar él mismo, de acceder plenamente al encantamiento del significante, a la voluptuosidad de la escritura, no le queda más que la pobre libertad de recibir o rechazar el texto: la lectura no es más que un referéndum (S/Z).


Segunda cita, a propósito de la novela breve Sarrasine, de Honoré de Balzac, pero que, más de cincuenta años después, le cabe a La vida enferma:


En este texto ideal las redes son múltiples y juegan entre ellas sin que ninguna pueda reinar sobre las demás; este texto no es una estructura de significados, es una galaxia de significantes; no tiene comienzo; es reversible; se accede a él a través de múltiples entradas sin que ninguna de ellas pueda ser declarada con toda seguridad la principal; los códigos que moviliza se perfilan hasta perderse de vista, son indecibles (el sentido no está nunca sometido a un principio de decisión sino al azar); los sistemas de sentido pueden apoderarse de este texto absolutamente plural, pero su número no se cierra nunca, al tener como medida el infinito del lenguaje” (S/Z).


En este contexto, que es, rigurosamente, un contexto, la pregunta fundamental que plantea la novela de Leonardo es, para mí, ¿qué significa escribir? Esta pregunta lleva, a su vez, a otra, a la Borges y, posteriormente, a la Piglia (estoy pensando en ese notable libro que es El último lector, en el que Piglia afirma: “leemos restos, trozos sueltos, fragmentos, la unidad del sentido es ilusoria”): ¿qué lector construye o produce La vida enferma? Así, tengamos especialmente en cuenta que enferma es o bien un adjetivo que modifica al sustantivo vida o bien un verbo en presente de indicativo, con un sentido, diría, casi taxativo (como una afirmación irreversible), cuyo sujeto es La vida (digamos aquí que la homonimia o el equívoco en juegos son, quizás, la mayor y más acuciante enfermedad de la lengua y, a la vez, su gracia, incluso en el sentido religioso del término). No es posible abordar esta cuestión en esta breve reseña, cuestión por lo demás incierta, cargada de desplazamientos y aplazamientos, pero sí, para seguir con Borges, conjeturar una modesta hipótesis: La vida enferma produce un lector en los márgenes mismos de los géneros o en la escena de la disolución clasificatoria, un lector en los intersticios por los que cada género literario se desarma como género y se vuelve, si se quiere, literatura a secas.

 

2.

¿Qué es, pues (y habría que tener cierto cuidado con el compromiso argumentativo que instala este pues), La vida enferma? Aquí van algunas posibles respuestas, que, desde luego, se quedan cortas con relación a la pregunta que pretenden responder (la pregunta por el ser de algo).

Uno. Podríamos decir que La vida enferma es, fundamentalmente (es decir, desde el punto de vista de sus fundamentos), una secuencia de informaciones, datos o chismes sobre escritores: “Luego de la muerte de su padre en el campo de batalla, Albert Camus recibió un telegrama y una caja que, aparte de algunos artículos personales, contenía el trozo de metal que lo había matado”, “Günter Grass escribía de pie”, “Tolstói se casó con la camisa completamente arrugada”, “Cuando a Flaubert le creció una mancha gris en el glande, posible consecuencia de una enfermedad sexual, no tuvo reparos en contárselo por carta a su noviecita de entonces”, “Stendhal era una fanático de la espinaca”.

Ahora bien, esta secuencia plantea una cuestión medular: el narrador no puede vivir su vida sino bajo la forma de datos, generalmente insignificantes, de los otros; él mismo parece hacerse narrador a partir de las vidas ajenas, cuyos nimios acontecimientos roba como forma de constituirse en escritor y hacer de su vida, tal vez, una “vida literaria”. Podríamos decir, incluso, que está “tomado” por las vidas ajenas, con lo que lleva al extremo el axioma psicoanalítico, particularmente lacaniano, de que la subjetividad propia está determinada por la mirada del otro/Otro. Ocurre aquí que, no obstante, la subjetividad propia parecería estar completamente anulada por esa mirada, una mirada que no es ya mirada subjetivamente, sino algo muy distinto. En cierto modo, el narrador de La vida enferma es un impostor crónico que encuentra una vuelta de tuerca al juego de la impostura: el de la enfermedad de su vida. Es notable, entonces: si mis palabras, mis enunciados están siempre hechos de las palabras ajenas, penetrados de sus posibles repuestas, réplicas, reacciones, etc., La vida enferma, mediante la operación de la paráfrasis de los fragmentos de vida de los otros, encadena enunciados extraídos del seno mismo de la vida de esos otros que, por definición, me constituyen. 

Dos. La vida enferma es una yuxtaposición de enunciados, asunto que toca un tema crucial: ¿cómo se produce el sentido en la concatenación de dos enunciados?, ¿cómo se puede decir que dos enunciados hablan de lo mismo y que, además, pertenecen a cierto dominio o campo discursivo común? Post hoc ergo propter hoc: “después de eso, esto; a consecuencia de eso, esto; luego, por causa de eso”. Así, la propia articulación nos coloca ante el problema del sinsentido que amenaza al sentido, esto es, ante el problema del fondo a-significante sobre el que está apoyado el sujeto, el lector; ante el agujero abismal que hay entre dos enunciados, en la consistencia lógica de su articulación imaginaria. En suma, La vida enferma pone en cuestión la secuencia de hechos o situaciones articulados causalmente.

Por lo demás, así hablamos de la vida de cualquiera o de la nuestra, así hablan las personas de las vidas: “Fulano juega muy bien al fútbol”, “Mengano hace una tarta de puerro para chuparse los dedos”, “Perengano era buena persona, una vez me prestó cinco mil dólares sin esperar que se los devolviera”, “Tuve un perro y un gato que se llevaban a las patadas”, “Mi abuela era modista”, “Un día, cuando era niño, intenté saltar una cuneta ancha y caí justo en el medio del barro”. Al referirnos a la vida de alguien, incluso la propia, enunciamos fragmentos de esa vida, bajo la cual subyace una especie de todo que le daría cierta consistencia, llegado el caso cierta coherencia. Volveré sobre este punto, en la medida en que lo considero central en las operaciones que pone en juego La vida enferma.

Tres. En conformidad con lo antedicho, en La vida enferma leemos retazos mínimos de la vida de cualquiera; fragmentos de vidas ajenas que revierten en fragmentos de la vida propia, marcando la imposibilidad de formular las situaciones, los acontecimientos, etc., por los que pasamos (los que llamaríamos “propios”) con enunciados sin referencia explícita a lo vivido por los otros. He aquí, quizás, uno de los puntos sobresalientes del texto, punto esencialmente político: la novela haciendo política en tanto que literatura, para decirlo como lo diría Jacques Rancière:


La expresión “política de la literatura” implica, entonces, que la literatura interviene en tanto que literatura en ese recorte de los espacios y los tiempos, de lo visible y lo invisible, de la palabra y el ruido. Interviene en la relación entre prácticas, entre formas de visibilidad y modos de decir que recortan uno o varios mundos comunes (Política de la literatura).


La literatura no hace política, pues, porque hable de tópicos o asuntos políticos (la discusión sobre la rendición de cuentas, la definición de una política estatal sobre la educación o la salud, el contrato secreto firmado con alguna multinacional, etc.) o porque desarrolle la historia de vida de un presidente o un ministro de gobierno, en fin, de una figura que pertenezca al sistema político de un país o una nación. La literatura hace política en tanto que literatura, es decir, proponiendo nuevas formas de sensibilidad, nuevos objetos sobre los cuales hablar, discutir, esto es, con los cuales establecer una nueva relación sensible.

En este sentido (y habría que reparar en toda la polisemia de la palabra sentido), La vida enferma interroga, creo, los modos, siempre históricos, de relacionarnos con los textos que llamamos literarios, las formas de construcción del sentido y las funciones que les damos a la literatura e, incluso, a la institución escolar que llamamos Literatura, siempre amenazada en los sistemas educativos por su escaso o nulo valor pragmático, siempre puesta en duda por su inutilidad o insignificancia. La vida enferma, así, pone en entredicho los modos de lectura de “lo literario”, la manera misma de pensar (inteligir, volver sensible) nuestra relación con la vida, con la confección de una propiedad para la vida que vivimos y de una ajenidad para la vida que viven los otros.  

Cuatro. Para retomar lo prometido, la cuestión de los fragmentos de vida (de cómo hablamos de las vidas) en su tensión con un todo imaginario subyacente: ¿cuál es la relación entre ese todo y los fragmentos que supuestamente lo componen?, ¿son los fragmentos lo único a lo que tenemos verdaderamente acceso?, ¿son lo único que va a quedar, sobre todo como efecto de la lectura de los otros? Cuestión centralísima, si se me permite: acaso la enfermedad declarada en el título de la novela muestre el daño que aquella ejerce sobre el todo, impidiéndole, finalmente, esa constitución imaginaria.

Cinco. ¿La vida enferma como un libro de poesía en “versos antojadizos”? Es decir, ¿un gran poema que podría crecer interminablemente? Esta hipótesis se vincula, desde luego, con el desdibujamiento de los géneros y de las posiciones del escritor: ¿novela o poesía?, ¿novelista o poeta?, ¿cuánto importa esto? Lo que importa, lo que interesa es, creo, cómo, de nuevo con Barthes,


La lengua está más acá de la Literatura. El estilo casi más allá: imágenes, elocución, léxico, nacen del cuerpo y del pasado del escritor […]. Así, bajo el nombre de estilo, se forma un lenguaje autárquico que se hunde en la mitología personal y secreta del autor, en esa hipofísica de la palabra donde se forma la primera pareja de las palabras y las cosas, donde se instalan de una vez por todas los grandes temas verbales de su existencia (El grado cero de la escritura).


Seis. Por fin, para esta serie de apuntes un poco desordenados, para esta primera aproximación a la novela, La vida enferma posee una estructura de asociación libre: significantes diversos se despliegan buscándose o rechazándose. Un ejemplo: “Stanislaus Joyce. Konstantín Stanislavski. Stanislaus Ladusãns. Stanislaw Lem. Estanislao del Campo”. Lo que se produce en la cadena sintagmática u horizontal puede producirse (de hecho, se produce) también en la cadena asociativa, metafórica o vertical. Discrecionalidad, finalmente, del lector, que ignora cómo quiso el autor componer su texto (cuestión que, a fin de cuentas, importa bastante poco en términos de los efectos de sentido que produce la novela como lenguaje). De este modo, cada uno debe (¿debe, por qúe?) armar la trama (hay, debajo del real o aparente caos de los enunciados, una trama que se va tejiendo y que involucra a dos personajes: el Autor y el Aprendiz, sincretizados, en cierto momento, en la simple A mayúscula) de significantes que articulan los enunciados de un discurso semejante al discurso psicótico.  


La vida enferma, Montevideo: Estuario Editora, 2023.

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