La “insubordinación” o el odio a la política



Por Santiago Cardozo


1.

Leer y escribir: estas han sido, hasta, poco más o menos, los noventa, las palabras de la alfabetización, aquellas en las que la escuela se reconocía y, sobre todo, se definía como tal, de acuerdo con una etimología que lo muestra con inocultable elocuencia: skholé, “ocio, tiempo libre; estudio; escuela” (ver https://bdme.iatext.es/Grafo), es decir, espacio retirado de la vida doméstica, del oikos cotidiano, de la oralidad pragmática de los intercambios que buscan ofrecer respuestas a las necesidades y las demandas inmediatas, muchas de ellas marcadas por el ritmo de la biología: comer, orinar, defecar, o por la demanda jerárquica de los que mandan: sentarse calladitos a tomar clase, adoptar una posición silenciosa frente a las cosas que ocurren en los liceos y en el mundo (nada de andar imaginando proyectos colectivos, construyendo formas de amar, de relacionarse con el otro; nada de andar esgrimiendo palabras como “justicia”, “resistencia”, “derechos”, siempre excesivas respecto de la boca de la que proceden, siempre inapropiadas).

La escuela (y, claro está, también el liceo) es, pues, algo así como un retiro espiritual en el que el tiempo y el espacio de la vida doméstica son puestos en suspensos, negados, criticados en nombre de la ajenidad (el mundo mismo que adviene al barrio) que introduce una conciencia crítica respecto de ese devenir diario de la vida misma, a cuyo escenario las autoridades de la enseñanza quieren reducir a los estudiantes y los docentes. Escribir y hablar “como se escribe” (empleando, por ejemplo, nexos o expresiones de enlace como “sin embargo”, “por lo tanto”, “en la medida en que”, “por el contrario”, “a partir de lo cual”, etc., o estructuras gramaticales de sujeto y predicado como “El día está nublado”, “Pasé mis vacaciones en la playa” o “Las autoridades nos vienen hostigando hace tiempo”, palabra que va más allá del ruido o de la queja emanados del dolor basal del organismo) es la forma misma de lo que podemos llamar, a disgusto de muchos, “orden letrado”, en contraposición a la lógica de los intercambios pragmáticos. En este sentido, no faltan, desde luego, quienes asocian el orden letrado a la reproducción de las desigualdades sociales que encontramos en el punto de partida, desigualdades que son pensadas, por ejemplo, en términos de la ausencia de capital cultural a la Bourdieu. Sin embargo, esta forma de concebir las cosas ignora, tal vez a su pesar, que la escuela, como lugar de reproducción del orden social existente, contiene, porque produce, su propia crítica (a fin de cuentas, la escuela enseña a leer y a escribir), finalmente ejercida, por así decirlo, contra la propia institución que la ha engendrado, supuestamente, como “adecuación al injusto estado de cosas tal como existe”. Llamemos a esto, por qué no, como al inicio, alfabetización y, por extensión, (posibilidad de) política.

 

2.

Ahora bien, la transformación educativa llevada adelante por el actual gobierno de coalición ve en la lectura y la escritura una forma instrumental de acomodar el cuerpo a las exigencias del mundo de hoy, ampliamente renuente a la crítica (la situación del Instituto Alfredo Vázquez Acevedo –IAVA– lo muestra de forma inequívoca), a la formulación de interpretaciones fraguadas en el pensamiento, es decir, en una particular relación con la lengua y la realidad (con las palabras, con las formas de encadenar argumentos, con las construcciones sintácticas por medio de las cuales decimos lo que decimos, con los modos en que la historia compone el sentido de lo dicho). La transformación educativa, en su más amplia exhibición o en su más obsceno exhibicionismo, vale decir, en su estentórea pornografía ideológica (por ejemplo, el discurso que esgrime la “insubordinación” como argumento para sancionar a un directo liceal), busca desposeer a los estudiantes de la capacidad de crítica a través, por ejemplo, de la denegación de la posición que quieren ocupar: para las autoridades educativas, los adolescentes solo tienen que ocuparse de ir a estudiar a sus instituciones escolares, sin hacer ningún barullo ni reclamar por el bien común que han llamado “democracia”, adolescentes cuya palabra es, finalmente, impertinente, sin acceso al logos que puede argumentar sobre las cosas, las situaciones e incluso sobre las palabras convenientes o inconvenientes, justas o injustas para la vida en sociedad, para la propia argumentación política.   

 

3.

            La materialidad que está en disputa en el “conflicto del IAVA”, como ha pasado a llamarse, medios de comunicación mediante, el acontecimiento político al que estamos asistiendo bajo diversas formas, no es la materialidad de las rampas, de la accesibilidad, del salón gremial, como tampoco es la materialidad de la condición patrimonial del edificio público del Instituto Alfredo Vázquez Acevedo; lo que está en disputa es, por el contrario, la materialidad de los efectos estéticos y, por ende, políticos de las palabras como respuesta a una posición policial que sanciona o castiga (como la escena dramática de la interpelación althusseriana, en la que un policía le llama la atención a un transeúnte: “¡Eh, usted, oiga!”, vale decir, “Usted [los estudiantes del IAVA] no tiene nada que ver acá”, con toda la polisemia posible del “no tener nada que ver”) para fijar un orden establecido de reparto de la palabra, una consenso alrededor de la expresión “ejercicio de la autoridad” (verdadero leit motiv del actual gobierno de coalición que hizo mella en los gobiernos frenteamplistas pasados, sobre todo el último, fatalmente responsable de la declaración de esencialidad de la educación) y de ese modo particular de plantear la democracia de acuerdo con el cual no sería posible disentir porque la ciudadanía votó un cambio y ese voto era consciente de lo que estaba haciendo, de lo que estaba dispuesto a aceptar. En suma: la materialidad en juego es la que las palabras litigantes son capaces de producir como efectos de sentido en, precisamente, el espacio público de la institución educativa involucrada (de lectura crítica de la realidad, de afectación y compromiso emocionales), palabras que no aceptan, también bajo la invocación de la democracia (aunque, es obvio, en un sentido divergente), lo que las autoridades disponen y argumentan.  

En este cuadro de la situación apenas esbozado, cualquier desacuerdo con la palabra emanada del nuevo gobierno es, según la repetida metáfora ciclística, un palo en la rueda, hecho que busca confinar al silencio o a un decir inocuo a aquellos que, en efecto, objetan los argumentos, las palabras, las acciones que llevan a cabo, en este caso, las autoridades de la educación. 

            El odio a los sindicatos y a los estudiantes es siempre, finalmente, un odio a la palabra política, a la democracia en cuyo nombre se dice estar actuando, a la sensibilidad que puede advenir como otro estado de cosas del mundo, esto es, una palabra que busca reconfigurar la articulación entre los modos de ser, los modos de hablar y los modos de vivir por fuera de toda correspondencia preestablecida y, sobre todo, cerrada, fija, estática.

 

 

 

 

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