SITUACIONES (I)
No bien empezó la consulta, le preguntó: ¿Cómo está en vos el pasado?
Así, de sopetón. No se esperaba esa pregunta, al menos tan rápido ni con esa formulación. Caviló un poco y, después, contestó:
Pienso que no sé; pienso que, capaz, esté en mis miedos, en el temor al abandono, en la forma en que me relaciono con las personas que pueden ejercer poder sobre mí. No sé.
A pesar de que no sabía bien la forma que el pasado había adoptado en su presente, la respuesta fue, además de genuina, convincente. Ahora le tocaba, si le resultaba posible, expandir las ideas.
Antes de que se largara a la expansión, le volvió a preguntar: ¿Qué pasaje de literatura sentís que puede representar el pasado en vos?
Esta vez, directamente, la pregunta lo descolocó por completo. Lo obligó a pensar en todo lo que había leído, sabiendo que no lo iba a recordar. De hecho, hacía tiempo que no tocaba un libro, que apenas leía documentos de su trabajo, expedientes con denuncias, formularios de trámites burocráticos. Él era, según se consideraba, un buen lector. Incluso, pensaba de sí que era un lector fino, capaz de penetrar en las diversas capas de sentido que se construyen en un texto. Sabía también que esas capas dependen, en buena medida, de la lectura misma.
No fue en esta sesión cuando contestó la pregunta. A la siguiente, había ido a la consulta con un libro en la mano, pero no estaba seguro de que el pasaje que había marcado fuera el que representaba la presencia de su pasado en él. Empezada la consulta, abrió el libro y leyó:
“Cuando Díaz Grey aceptó con indiferencia haber quedado solo, inició el juego de reconocerse en el único recuerdo que quiso permanecer en él, cambiante, ya sin fecha. Veía las imágenes del recuerdo y se veía a sí mismo al transportarlo y corregirlo para evitar que muriera, reparando los desgastes de cada despertar, sosteniéndolo con imprevistas invenciones, mientras apoyaba la cabeza en la ventana del consultorio, mientras se quitaba la túnica al anochecer, mientras se aburría sonriente en las veladas del bar del hotel. Su vida, él mismo, no era ya más que aquel recuerdo, el único digno de evocación y de correcciones, de que fuera falsificado, una y otra vez, su sentido”.
Onetti, dijo; “La casa en la arena”, agregó. Releyó a pedido. Lo hizo con una disposición diferente, sintiendo cómo cada palabra encajaba en él como su pasado se diluía en su presente. Llegando al final de la lectura, comenzó a llorar, sin que las lágrimas pudieran percibirse.
Cuando volvió a su casa, lo esperaban sus dos hijos y su esposa. Le dio un beso a cada uno, abrazó fuerte a los pequeños y, disimuladamente, se encerró en el baño. Allí releyó con su memoria el pasaje de “La casa en la arena”. Al terminar la lectura, se detuvo en “Su vida, él mismo, no era ya más que aquel recuerdo, el único digno de evocación”. Enseguida, tomó la máquina de afeitar que había heredado de su padre, le sacó la hoja que tenía adentro, se sentó en el piso bajo la pileta y comenzó a cortarse las venas longitudinalmente. Después de unos minutos, la sangre corría por debajo de la puerta que, en suite, comunicaba con el dormitorio principal.
Pintura: Pablo Scagliola.
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