DE LITERATURA Y CANGREJOS INMORTALES


 

Por Santiago Cardozo


Hace ya más de diez años, daba una clase de lengua en la UTU Central, conocida también como “de Palermo”, específicamente un curso de Cocina del plan de Formación Profesional Básica, el famoso FPB, en cuyas aulas se concentran o se agolpan los estudiantes que la sociología barata que relaciona rendimiento escolar con quintiles (del 1 al 5), adjudicando lugares sociales y académicos fijos, produce como seres pertenecientes al orden de las necesidades, al orden de la palabra que es ruido (phoné), por lo cual carece de pertinencia (la distancia respecto del logos es, prácticamente, insalvable), cuando la inspectora de Idioma Español de aquella época entró al salón de clase y, luego de sentarse sin saludar, se dispuso a mirar lo que yo les estaba proponiendo a los alumnos como objeto de reflexión, a saber: un texto de Mario Benedetti llamado “Los bomberos”.

Al cabo de unos quince o veinte minutos de un interesante ida y vuelta, la inspectora se levantó de su silla medio destartalada y se fue como entró. Patitiesos, los alumnos repararon de inmediato en la falta de respeto que la autoridad referida nos había profesado, haciendo gala, precisamente, de su autoridad. Terminada la clase, la inspectora me esperaba en la dirección de la institución, como parecía estilarse en esas circunstancias, a fin de intercambiar sobre la clase o, mejor dicho, a fin de que ella me diera su devolución supuestamente sabia.

Antes de que comenzara hablar, le hice saber que los alumnos habían advertido su irrespetuoso proceder. Luego, se dedicó a desarmar indolentemente mi clase, partiendo del supuesto de que yo me había equivocado al proponer la lectura de un cuento de Benedetti, porque el FPB tiene otros objetivos educativos, entre ellos, uno que fulgura con especial brillo: formar para el mercado laboral. Por ello, argumentaba la inspectora, debía haber optado por trabajar, por ejemplo, cierta corriente y banal tipología textual, de acuerdo con la cual “la receta” se presentaba como el texto más adecuado para los alumnos, ya que estos, de nuevo, estaban inscriptos en o pertenecían a la formación profesional de cocina. Así, qué mejor texto para ellos que una receta, de la cual se podía extraer una serie de aspectos para reflexionar, como el empleo de los verbos en infinitivo, el carácter conciso de cada enunciado y cierto léxico específico del ámbito en cuestión.

Las consideraciones de la inspectora de turno se apoyaban en una serie de presupuestos policiales que es preciso cuestionar. En primer lugar, la relación inherente que existe entre la mentada sociología de manual, muy practicada en nuestro ecosistema universitario, y la visión profesada por la inspectora, que pedía para los alumnos de Cocina lo que a ellos les está “naturalmente” destinado. Según su punto de vista, una distribución particular de los lugares y las funciones sociales justificaba una enseñanza técnica y profesional exclusivamente orientada hacia los discursos adecuados para los alumnos del FPB, porque este trabajo era una forma natural de no perder el tiempo en especulaciones inútiles y, paralelamente, de formar para la inmediata inserción en el mercado laboral: un restorán, una panadería, la cocina de un hotel, el comedor de una escuela, un servicio de catering, etc.

En segundo lugar, de acuerdo con este reparto natural de las jerarquías sociales, la literatura que yo “ofrecía” parecía funcionar como un obstáculo en el límpido camino de la inserción laboral, como un trabajo que retardaba lo verdaderamente importante: a fin de cuentas, ¿para qué estaban ahí los alumnos sino para hablar de cocina, al margen de cualquier conocimiento de la cultura que no tuviera que ver con lo culinario? ¿Y literatura? Parecía no haber nada más desubicado. Así, todo discurso que se separara de la enseñanza profesional era un entorpecimiento de la rápida adaptación a la vida buscada por los FPB.

Lejos de ser una contribución adicional o complementaria a la formación básica ofrecida por el FPB (haciendo la concesión de hablar en términos de “contribución adicional o complementaria”, lo que ya es, al menos, cuestionable), la literatura era innecesaria, poco práctica, sin relación con las prioridades de las vidas de los alumnos, vida esencialmente destinada a trabajar según la lógica del reparto de lo sensible que sitúa, de un lado, a quienes hacen la historia y, del otro, a quienes la experimentan, la padecen, digamos, la viven.

El rechazo de la literatura no es únicamente el rechazo de lo que no responde a un criterio pragmático, llegado el caso económico, sino también la apuesta por un mundo semánticamente estabilizado, en equilibrio, tranquilo, sin mayores subversiones, gobernado por la univocidad del sentido. Las recetas de lo que sea configuran casos ejemplares de un discurso exento de contradicciones, de polisemia y ambigüedades, de todo lo que hace que el lenguaje sea, en esencia, lenguaje, en el seno del cual el sujeto se convierte en sujeto por medio de la actividad interpretativa que se le reclama. Esto es lo que, en mi opinión, estaba en la base de la valoración que la inspectora de Idioma Español hacía de aquella clase en la que yo me negaba a “enseñar la receta”, en beneficio del trabajo con la literatura, del tenso trato con la lengua al margen o a resguardo de concebirnos como sus usuarios. Lo que tanto entonces como ahora me interesaba era colocar a los alumnos en una particular posición de tratamiento de y con la lengua, que les permitiera experimentar el “problema del sentido” en el interminable ejercicio de la interpretación. De este modo, el mundo mostraba su inestabilidad semántica, la irreductible distancia entre las palabras y las cosas, a diferencia de lo que suponía trabajar con una receta o con un texto semejante, de la misma naturaleza técnica.

La literatura, entonces, en la visión de la inspectora, queda reservada para quienes tienen tiempo de especular sobre la inmortalidad del cangrejo, el agujero del mate o el sexo de los ángeles, porque son seres que pertenecen al orden del logos y, por ello, pueden apartarse de las urgencias o necesidades de la vida doméstica (pueden hacer uso de los espacios y los tiempos de ocio, creando el ocio que ejercen), mientras que los alumnos del FPB, en tanto seres pertenecientes al orden de las necesidades, solo deben ocuparse de su satisfacción de acuerdo con la lógica que les ha asignado un lugar fijo en la estructura social: el de la reproducción de la maquinaria de producción, que es también el de la reproducción de su propia maquinaria corporal, que orina, defeca, se alimenta, se cobija o abriga, etc. Así, la inspectora en cuestión hacía uso de su posición de autoridad, esgrimiendo la legitimidad de su rol en coincidencia con la posesión del saber acerca de qué necesitan y desean los estudiantes, seres cuya posición en la estructura social viene dada de antemano, naturalmente, con relación a la cual no parecería haber ninguna razón que justificara acercarles, por así decirlo, la literatura; su posición prefijada y fija, que solo puede ser reproducida infinitamente, asegura, reasegura y certifica un reparto de lo sensible policial, cuya anatomía rechaza la literatura como un saber de la lengua y, sobre todo, de las distancias insalvables –distancias de sentido– entre la lengua y el mundo, que dan lugar a la posibilidad de torcer nuestro destino de animales.

A fin de cuentas, el rechazo de la literatura que ejercía policialmente la inspectora era la negación del carácter político de los alumnos: destituía al politikón en beneficio del zoon, lo que implicaba destituir la naturaleza poética del hombre como ser de palabra(s), condición de nuestra “animalidad política”. La inspectora nos decía, en suma, que no había tiempo ni lugar para la interpretación; que solo cabía entender las órdenes que nos daban las recetas, porque la urgencia de la formación profesional no conoce de opacidad semántica, de equivocidad del sentido, que es la equivocidad de la realidad, el desajuste entre la lengua y los estados de cosas del mundo, desajuste en el que aparece y se ejerce o puede aparecer y ejercerse la política.

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

¿Te asustaste cuando tu padre mató un chancho? (Literaria)

La domesticación de la palabra (*)

Apostillas y preguntas a Varela: pensar la educación de otra manera (I)