FRAGMENTOS (II)

 


Por S. C.

Porque ver, señora, no consiste en contemplar, inerte, el paso incansable de la apariencia, sino en asir, de esa apariencia, un sentido.


Juan José Saer, “Carta a la vidente”

  

       Los vecinos siguen ahí, renuentes a los cambios, siempre atentos a lo que ocurre fuera de lo común. Están viejos, alguno ya no puede caminar, otro se arrastra en una silla de ruedas. El almacén del gallego solo conserva algunas letras de su nombre y la carnicería de al lado se transformó en un nido de ratas y vagabundos. Las calles fueron asfaltadas y ya no quedan niños dispuestos a salir a jugar, a entreverarse en un partido de fútbol sobre el alquitrán (me bastó una mirada superficial para corroborarlo). No se ven perros deambulando y se siente la ajenidad en los ojos de las personas que, detrás de las persianas de sus ventanas, estoy seguro, miran quién soy, por qué me detengo cada pocos metros y observo alrededor.   

 

*

 

       Temístocles: además de político y general griego que vivió entre 525 y 460 a. C., era también mi abuelo. Me enteré de su segundo nombre cuando tenía unos doce o trece años. La combinación no me desagradaba: Florencio Temístocles, pero, francamente, la hubiera preferido al revés.

      Ignoro si este nombre respondía, efectivamente, a la existencia del famoso hombre griego que ofició de arconte en la Atenas democrática; pero, haya sido cual haya sido la razón por la que decidieron ponerle Temístocles, sin duda fue un acierto. Mi abuelo, por la reciedumbre de su conducta carente de prosapia, por la lentitud que le imprimía, casi como un principio de elocuencia, a sus palabras y por la nariz pronunciada (nariz de busto, digamos), podría haber sido, me gusta imaginar, aquel Temístocles.  

      Como toda persona, mi abuelo tenía sus ambigüedades, sus contradicciones. Me contaba historias extraordinarias, que fundaban una mitología familiar fantástica: o bien había recorrido todo el país a caballo, con un tanque de agua, hecho de hormigón, sobre la espalda, para no deshidratarse, decía, como añadiendo una nota justificativa, a pesar de la aparente obviedad; o bien había convertido el primer gol en el Estadio Centenario, de taco, agregaba, pero en contra; o bien, punto más alto de la mímesis, había participado activamente en la Cruzada Libertadora, de la que conservaba, como prueba irrefutable, el sable que había usado, con una cinta (la bandera de los Treinta y Tres) atada a la empuñadura. (La verdad era que, de joven, había sido el protagonista de una obra de teatro en la que representaron el famoso desembarco del 19 de abril).

       No murió en ninguna batalla, ni siquiera en las libradas contra los tumores que invaden los cuerpos. Murió en la urgencia de un hospital, infartando mientras hablaba con una enfermera.

 

*

 

      Un niño sigue las indicaciones de la maestra y escribe sobre su vida cotidiana en el medio rural (hay aquí un acto de amor contenido, de una parte y de la otra). Describe su rutina y narra algún acontecimiento que considera importante: el ordeñe de una vaca, el degollamiento de un cordero. En el texto que comienza a tomar forma, un cúmulo de dudas se apodera del escritor: la maestra, entonces, realiza algunas acotaciones prácticas a fin de destrabar la redacción.

       Una lengua se abre paso en la hoja, la lengua de todos los días, con la que el niño habla en su casa, con la que conversa con sus compañeros de clase en los recreos, una lengua corriente, marcada por los acentos de la geografía, por la afectividad de la experiencia habitual. Pero ahora, en el momento en que el niño ha dispuesto las palabras de cierta forma para construir una imagen determinada de sus manos ordeñando la vaca, algo ocurre: aparece ahí una ajenidad, latiendo entre las palabras, suspendiendo la lógica de la vida diaria. La vaca ya no es la vaca de todos los días, y no lo es precisamente porque la lógica doméstica ha sido puesta entre paréntesis en y por la escritura de un texto que ningún niño habrá de escribir como una práctica usual: un texto descontextualizado, que no responde a ningún criterio práctico sobre el que pudieran sustentarse los objetivos del trabajo escolar. La descontextualización de la actividad indicada por la maestra es la clave de la política, como también lo es la escritura poética demandada. Eso hace la escuela, porque en eso es: descontextualizar para tomar distancia de la vida común y corriente que vivimos, la vida de nuestra casa, es decir, para ver esa vida con otros ojos, dotando a la lengua empleada para hablar de la realidad de un excedente político irrenunciable.

       Esta lección la aprendí de una maestra veterana de segundo año, con la que hice la práctica docente de Magisterio. Todas las tardes, cuando empezaba la clase, Cristina les pedía a los niños que dijeran cómo estaba el día. Como respondían con un escueto “soleado” o “nublado”, según la ocasión, repetía la pregunta, añadiendo: “Con un pensamiento completo”. Y los niños, automáticos, volvían: “El día está soleado/nublado”. 

 

*

 

[…] el poeta es el que busca el sentido perdido de la experiencia en un mundo desestabilizado y despótico, donde reina el estereotipo y la empiria ciega.


Ricardo Piglia, El lugar de Saer

 

      Así, la vaca es y no es la vaca, puesto que pertenece a un régimen de escritura esencialmente distinto de aquel que la escuela suele proponer y que responde a dichos reclamos: pertenece al régimen de lo inútil. Cargada, entonces, de un utilitarismo extremo, la escuela se convierte en una extensión de la casa, del orden del oikos, perdiendo de vista su naturaleza inherentemente política, es decir, el hecho de que, por definición, pertenece al ámbito de la polis.

 

La poesía, especie de acto fallido, obedecería en cierta medida a los mecanismos del lapsus linguae, tal como Freud lo describió en El chiste y su relación con el inconsciente. Buscando la forma de un discurso social inteligible, el poeta corre el riesgo de poner al desnudo, desnudándose a sí mismo, aspectos insospechados de la condición humana y de la relación del hombre con el mundo.


Juan José Saer, “Una literatura sin atributos”, El concepto de ficción

 

      Esta es, sin duda, la tarea del lenguaje en la escuela; en esto también consisten el aprendizaje de la lectura y la escritura y la descontextualización de la clásicas “redacciones” escolares.

 

*

 

       Poseo, entreverada entre otras, una fotografía en la que estamos mi hermana, mi madre y yo, sentados en un largo muro de hormigón a la entrada de la casa en la que vivíamos. Al fondo, se observan canteros de pasto recién cortado y diferentes árboles: a la izquierda, un níspero cargado de frutos; a la derecha, un duraznero desnudo, pero con brotes, detrás del cual un manzano intoxicado y un férreo naranjo ofician como el fondo duro y resistente de los tiempos infantiles, cuando el aire se llenaba muy fácil y rápidamente de insultos y penitencias. En el medio, dos columnas levantadas en el centro del patio delantero trazan una línea perpendicular al muro y dividen la imagen en dos partes casi iguales. Yo estoy en el medio, apenas tapado por el pelo de mi madre, que mira hacia un costado con los ojos entornados, como si estuviera molesta por la claridad de la tarde. Mi hermana, del lado opuesto, parece cruzar una mirada falsamente enojosa con los ojos de mi madre. A pesar de la espontaneidad que rezuma la fotografía, recuerdo que llevó varios intentos conseguir la aprobación del fotógrafo, posiblemente mi padre. La imagen es bella: los tres nos parecemos, refrendamos nuestro parentesco, pero yo no quería participar de aquel momento, aunque hoy ignoro cuáles fueron las razones. Es uno de los pocos recuerdos visuales que conservo de mi madre, una de las imágenes más nítidas en que es posible reconocer diversas historias subyacentes, contadas por la ropa, el peinado y el atisbo de lo que había sido de joven. En el dorso de la fotografía no hay fecha: yo tendría diez u once años.

      En otra foto, mi madre encabeza la Navidad de dos familias reunidas (la mía y la del esposo de mi hermana), desgatadas por las interminables discusiones sobre el lugar y el menú de la celebración. A continuación, a la derecha y hacia el fondo de la fotografía, vengo yo, en una actitud de marcada burla hacia el fotógrafo (mi padre), levantando el dedo mayor de la mano derecha y ofreciéndoselo a la posteridad. Puesto a describir la imagen, siento que trazo los diversos pliegues de los espectros familiares que insisten en conservar su lugar en mis recuerdos, como si fueran un óxido que va royendo, casi imperceptiblemente, los barrotes de un portón, las rejas de una ventana.

      Mi madre aparenta cierto nerviosismo o la necesidad de controlar lo que está sucediendo en la mesa; el resto de las personas, al menos de las que se ven en la fotografía, parecen ignorar sus indicaciones. El plano resultante, desprolijo y fuera de cuadro, funciona como la metáfora de la relación entre las familias e, incluso, entre mis padres y yo. Si quisiera recordar la voz de mi madre hablando sobre qué se va a servir primero y qué después, me doy cuenta de que tendría que imaginarla: no conservo ningún registro acústico de su timbre, de sus modulaciones; no guardo los tonos de sus gritos ni de las quejas e imprecaciones por el comportamiento de mi padre cuando, ya alcoholizado, se convertía en el centro ridículo de la reunión.          

      Los fatigosos recuerdos navideños componen escenas que, en general, rechazo o desprecio. El ritual del festejo me hunde en la claridad del insomnio, en la vana reflexión sobre las últimas Navidades provistas del melodrama del nacimiento de Cristo, que desembocaría en su crucifixión: ahí encuentro a mi madre, desplomada en su cama, con los brazos cortados desde las muñecas hasta los hombros, expeliendo los últimos gritos de angustia por la frustración arrastrada durante años, por el desgarrador sufrimiento que le infringiera, con premeditación calculada, mi padre.

      Una pobre mujer, me digo, que tuvo un hijo el 21 de junio de 1982.

 

*


“El sueño: conocer una lengua extranjera (extraña) y, sin embargo, no comprenderla: percibir en ella la diferencia, sin que esta diferencia sea jamás recuperada por la socialización superficial del lenguaje, comunicación o vulgaridad; conocer, refractadas positivamente en una lengua nueva, las imposibilidades de la nuestra; aprender la sistemática de lo inconcebible; deshacer nuestro ‘real’ bajo el efecto de otras escenas, de otras sintaxis; descubrir posiciones inauditas del sujeto en la enunciación, trasladar su topología; en una palabra, descender a lo intraducible, sentir su sacudida sin amortiguarla jamás, hasta que en nosotros todo el Occidente se estremezca y se tambaleen los derechos de la lengua paterna, la que nos viene de nuestros padres y que nos convierte, a su vez, en padres y propietarios de una cultura que precisamente la historia transforma en ‘naturaleza’”. (Roland Barthes, El imperio de los signos, Barcelona: Seix Barral, 2011 [1970], p. 11) 

    Cuando dictaba el curso de Lengua I en la Facultad de Información y Comunicación en la que trabajé por casi diez años, no quería, más allá de los objetivos declarados en los programas y discutidos anteriormente en la Cátedra a la que pertenecía, desarrollar ninguna habilidad técnica (redundancia) en los estudiantes que asistían; no era mi deseo proporcionar herramientas para que cada uno pudiera desempeñarse en el área que, eventualmente, escogieran. Muy por el contrario: mi deseo (no quiero hablar de objetivo ni de intención) era traspasar (metaforizar) un deseo, ese que se ubica en el interior más hondo del lenguaje; el deseo que, a decir verdad, no solo habita (en) el lenguaje, sino que también, y sobre todo, lo hace, lo rompe, lo separa de sí mismo y de los infinitos actos comunicativos que se han llevado y seguirán llevándose a cabo. Siempre me interesó eso: que mi deseo por la palabra pudiera pasar, de alguna forma, como fuera, al deseo de los estudiantes, ignorado, ciertamente, por mí. Desear el deseo del otro es, en suma, la cuestión de la enseñanza –incluso, diría, de la pedagogía–, tanto más si se trata de la enseñanza de la lengua.

     Antes que una voluntad instrumental, como la que animaba la realización del curso de lengua que llevábamos adelante algunos profesores; antes que una necesidad pragmática sobre la que dicho curso se fundamentaba, lo que yo quería era poner sobre la mesa, como una comida a ser degustada, mi deseo por la lengua, por sus heridas y suturas, por la forma en que una palabra, antes que denotar un referente, despliega un conjunto de sentidos y afectaciones cuyo punto de detenimiento no puede preverse ni es posible aprehender. Entre la necesidad de fijación y estabilidad y lo real de los desplazamientos perpetuos del sentido, que va de un significante a otro en el tejido construido por las diversas prácticas discursivas, yo quería –sigo queriendo, deseando– el deseo del otro y el “amor de la lengua”.

      Pero ¿qué son este deseo y este amor? Son una misa cosa y, sin embargo, no se superponen.

 

*


      El problema del signo es, precisamente, el problema del deseo: ¿qué dice el signo del deseo? Esta es la pregunta principal, la pregunta cuya respuesta huye en múltiples direcciones. Es, también (y habría que pensar hasta qué punto el “también” resulta una denegación o un rechazo de lo que uno no quiere enfrentar) una pregunta que supone cierta vigilancia del sentido, una vigilancia que procura la escucha de lo que no se dice, como si colocáramos el oído sobre el pecho buscando lo que se oculta en el intervalo de los latidos del corazón.

 

*

 

     ¿Cómo se experimenta el lenguaje en el cuerpo? ¿Qué palabras hacen falta para poder decir lo que nos atormenta, el pasado que se desdibuja en la lengua olvidada que hablamos cuando éramos niños, el ansioso deseo que busca fijar, en una gramática conocida, las emociones inefables de lo que resta por advenir, la muerte?


PinturaMujer cosiendo(1885), Vincent van Gogh.

 


 

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