REFLEXIONES SOBRE LA REALIDAD (I)

 


Por S. C.


La realidad es una sola. Para mí, para vos, para mi madre y para el vecino de al lado. Si no fuera una sola, nos volveríamos locos a los dos días. En el caso de que aguantáramos dos días, claro. Ya bastante tenemos con que sea única y exterior, incluso extraordinaria. ¿Por qué no puede ser, sencillamente, ordinaria? No le basta con ser ella sola, sin su doble, sino que tiene que estar llenita de dobleces. Un lote. Interminables, también. Andá vos a contarlos. Pero bueno, lo cierto es que la cosa es así, punto. Lo demás es patear un clavo. Todo esto decía mi hermano cuando nos poníamos a hablar de la realidad, de la más inmediata y de la más alejada; de la más concreta y de la más abstracta. De las naranjas que daba el naranjo y de los planetas y las infinitas estrellas del cielo; de los puchos que mi padre dejaba por ahí, sobre cualquier mesa o en la pileta del baño, y de las propiedades invisibles de la espiritualidad oriental o de la intangible e infatigable fe en Dios. Y hablando con mi hermano sobre la realidad, me decía de memoria: “Todo parte del intercambio imposible. Lo incierto del mundo es que no tiene equivalente en lugar alguno y que no se puede canjear por nada”. Y enseguida, haciéndose el coso, agregaba: “La incertidumbre del pensamiento es que no se puede canjear ni por la verdad ni por la realidad. ¿Es el pensamiento el que hace caer al mundo en la incertidumbre o todo lo contrario? También este interrogante forma parte de la incertidumbre”. Contaba que, al leer el libro de Baudrillard, nunca pudo salir del primer párrafo. Las cavilaciones sobre la realidad, que habían empezado mucho antes de leer a Baudrillard, se empozaron para siempre en esa primera página maldita, como la llamaba él. La realidad es única y su unicidad se disuelve cuando la atacamos para pensarla. Sin embargo, no es homogénea. Porque homogénea no es lo mismo que unívoca. La realidad tiene un perímetro. Electrificado. Solo que del otro lado nadie sabe qué hay. No se puede pasar, un cartel advierte sobre la imposibilidad de volver. Este es el verdadero miedo de las personas. Aunque no lo tengan presente. Los otros miedos, a un perro, a un ladrón, a las alturas, son todas bobadas. Al menos al lado de este miedo, primitivo. ¿Por qué intercambiaríamos la realidad? No me parece necesario que haya que hacerlo. ¿Y qué nos darían a cambio? ¿Una realidad peor o mejor? Pero si la realidad pudiera intercambiarse, me decía mi hermano, sería una mercancía más, siendo marxista, por lo que tendría valor de uso y valor de cambio. Y nosotros, en esta hipótesis, ¿qué seríamos? Intercambio imposible. Qué linda expresión. El otro día intercambié un asiento en el ómnibus con una mujer embarazada que, además, iba con otro hijo, el nacido, de la mano. Le di mi lugar y quedé parado todo el viaje. Me agradeció. Cuando iba a la escuela, intercambiaba figuritas por figuritas, figuritas por bolitas, bolitas por bolitas, bolitas por figuritas, figuritas por merienda, merienda por figuritas, bolitas por merienda, merienda por bolitas, merienda por merienda. Siempre había algo para intercambiar. Intercambiaba dibujos por besos de las compañeras más lindas que no sabían dibujar o que lo hacían mal. Intercambiaba útiles, sobre todo lápices de colores por lápices comunes. A mí siempre me gustaron más los lápices comunes que los de colores. Los lápices de colores les daban color a los dibujos, y yo siempre preferí pintar en blanco y negro. Por eso intercambiaba lápices de colores por lápices comunes. También intercambiaba reglas y escuadras por gomas. Porque yo dibujaba mucho y precisaba gomas todo el tiempo. Como no tenía sacapuntas, buscaba alguna cosa para intercambiarla por uno. La merienda era mi mercancía más común para intercambiar. No me importaba no comer. Otros compañeros no comían en sus casas, porque no tenían comida. Entonces comían en el comedor de la escuela. Se llenaban la panza para aguantar todo el día. Como solo podían desayunar, se llenaban en el comedor de la escuela. Les daban pan para el recreo. Y ellos no faltaban nunca. Intercambiaban no faltar nunca por la comida de la escuela. Era bastante rica. Pliegues, pliegues: siempre me gustaron los pliegues en las hojas. Cuando dibujaba, hacía pliegues. Solo para verlos. Muchos planos intersectados, me dijo la maestra. No me olvidé jamás. Entonces plegaba más que antes. Planos que se intersectan. Qué linda expresión. Como intercambio imposible.


PinturaAutorretrato, de Johannes Gumpp.

 

 

 

 

 

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