Bajo el tiempo

 


A Pablo Giordano, donde estés.


Lo conocí en una cancha de básquet. Nos tocó en el mismo equipo y, desde el inicio del partido, se acercó a mí en tono de amistad. El tiempo hizo el resto: compartimos horas de juego y tenidas de vino, asados con amigos y viajes al exterior. Hablamos horas de política, de educación, de deportes; nos escribimos para saber de la vida del otro; en suma, ejercimos la reciprocidad en todos los órdenes.

Llegó el día en que enfermó, gravemente. Linfoma; sin embargo, tratable, con altas probabilidades de éxito. En una consulta domiciliaria, la emergencia médica le dio un remedio que no podía tomar (la diabetes era el problema). El resultado: terminó internado. Entre los exámenes que detectaron el linfoma a tiempo y la regulación errática de la diabetes, se fue deprimiendo anímicamente. Tuvo una parálisis facial. Empezó a hablar con dificultad: tenía que masticar las palabras, articularlas con exageración y detenimiento. Quiso que no lo visitaran: que lo vieran así no estaba dentro de sus deseos.

Finalmente, le dieron el alta y, con ella, todos nos esperanzamos. Hablamos con él en persona o por mensaje. Cuando me dispuse a ir a visitarlo, lo internaron de nuevo. Esta vez no salió. El desequilibrio fisiológico no tenía marcha atrás. Mientras esperaba el diagnóstico ya teorizado, un edema pulmonar se lo llevó y, con él, una tristeza infinita se apoderó de todos sus amigos y conocidos.

Los velorios son instancias dictadas por la ley. También sirven para medir el amor que los asistentes le profesaron al que, ahora, descansa para siempre en los recuerdos. Luego, bajo una llovizna que caía como una pátina de dolor, lo enterraron en el Cementerio del Buceo, ante los ojos incrédulos y llorosos de los que asistimos.


Pintura: "Los jugadores de cartas", Paul Cézanne. 

 

 

 

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