RECOMENDACIONES OFICIALES PARA TIEMPOS PANDÉMICOS

 





Por Santiago Cardozo

I

Con la llegada de la pandemia y la cuarentena, la enseñanza se vio de inmediato acorralada entre el desafío que implicaba la suspensión de la presencialidad (la acelerada despolitización de la enseñanza, la anhelada conversión a las formas de educación a distancia, fetiche de los últimos tiempos y, sobre todo, de estos ocho meses anormales) y las formas de evaluación de los estudiantes. Enseguida se puso sobre la mesa el problema de la desvinculación de los alumnos del sistema educativo: así, ya no se trataba de enseñar lo que siempre se ha enseñado, sino de mantener el vínculo docente-alumno, instituciones-familias, de modo que los contenidos educativos pasaban a un segundísimo segundo plano (como se viene queriendo desde hace bastante tiempo; como es el deseo de las actuales autoridades educativas, pero también como lo fue, en cierta medida, el de las viejas). Con ello, la idea de la acreditación (¿de qué?, ¿cómo?, ¿por qué?) tomaba inusitada fuerza: había que aprovechar el contexto de encierro para considerar (acreditar) los conocimientos prácticos que podían adquirirse, como el aprendizaje de fracciones y proporciones cocinando con los padres, o el aprendizaje de alguna que otra cosa de electricidad cambiando bombitas de luz quemadas, o la atención a la trama narrativa de una película romántica o a la etología animal en un documental de Netflix, como si en cada caso la casa fuera una extensión del aula (la caída de la polis en el oikos, digamos). Semejante propuesta no podía parece más que una proposición absurda y, sin embargo, cuajó en otras formas de despolitización de la enseñanza (los piques tirados por Fenapes).

Pero este fenómeno ya venía preparándose desde hace años: su novedad no debe escandalizar a nadie, porque el camino elegido por las viejas autoridades educativas, aunque con menor nivel de explicitación u obscenidad, era el de los recortes de contenidos, el de la territorizalización de la enseñanza, circunscribiéndola, en buena medida, a una lógica comunitaria, ya que no común, universal. Si lo que está ocurriendo puede suceder hoy con tal soltura, en buena medida se debe al hecho de que ayer ya venía sucediendo de acuerdo con una voluntad firme que marcaba la cancha en esta dirección. Está pendiente aun, sin embargo, asumir este problema: la subordinación a la lógica económica.  

En esta nueva situación, cada docente debía estar atento a lo que podía transferirse del contexto doméstico al contexto educativo bajo la forma de un conocimiento acreditable, con total prescindencia del acto propiamente educativo que tiene lugar en un salón de clase, en la interrogación crítica dirigida al docente a fin de exigirle una explicación detallada y largamente fundamentada sobre las aserciones realizadas sobre tal o cual tema. Faltó, sin duda, conformar un carné hogareño para codificar las notas por cada conocimiento práctico adquirido, paraíso terrenal de la educación que pide a los gritos la adecuación de la enseñanza a las necesidades reales del país (Un Solo Uruguay, que es, en rigor, un pequeñísimo Uruguay; Eduy21) y a los intereses de los alumnos, tanto más cuanto que estos seguían siendo alumnos en el proceso de hacer una milanesa, un huevo duro o un par de panchos. Esto es: una profunda domesticación de la enseñanza.

La confusión reinó entre los docentes, muchos de los cuales adscribieron acríticamente al problema de la vinculación, que, de inmediato, comenzó a mostrar sus fallas: las posibilidades de conexión a Internet estaban desigualmente distribuidas (eran y siguen siendo dramáticamente desiguales). Los niveles de exigencia cayeron en picada y un aire lánguido comenzó a instalarse bajo las resoluciones u opiniones de no calificar, de no formular juicios evaluativos; en su lugar, había que ofrecer mensajes de contención y estímulo.

La disconformidad con esta perspectiva, sin embargo, no tardó en instalarse: no evaluar era reconocer explícitamente que los docentes no estaban haciendo nada (no trabajaban y, encima, seguían cobrando todo su salario); que la enseñanza había sido suspendida a causa de un virus tan mortífero como las engañosas informaciones circulantes (que) lo mostraban, con la siempre predispuesta genuflexión de los medios de comunicación, particularmente de los informativos (como es casi regla), cuando, en realidad, la cosa seguía funcionando por otros medios, aun en el caos de los pocos alumnos que, por ejemplo en Secundaria, se conectaban. Además, no evaluar era renunciar explícitamente a una de las funciones de la enseñanza formal, por más discutida y/o polémica que sea, haya sido o vaya a ser esta función; y era entregar la enseñanza a las manos voraces del mercado, pero sin que este haya destinado el menor esfuerzo para lograrlo (sabemos que, para este gobierno, la educación no solo no es una prioridad, sino que la falta de conciencia crítica es uno de los puntos fuertes a los que apuesta).  

En el medio, una canchera campaña de Fenapes coronó el problema, con poco juicio para considerar lo que se ponía sobre la mesa y los presupuestos que implicaba: los piques para realizar determinadas actividades en casa, siguiendo la línea argumentativa de evitar la desvinculación y "aprovechar" la tecnología, redujeron la enseñanza y el papel docente a la lógica del “youtuber”, mostrando que, en el fondo, el propio docente parecía prescindible, finalmente, para desarrollar la tarea que, a diario, llevaba adelante, hasta entonces, en sus clases. De forma paralela, la comodidad doméstica se instaló como un factor decisivo del triunfo del discurso de la educación virtual, aun en el contexto de las críticas de las que empezaba a ser objeto, conjuntamente con las franquicias que ya se podían olfatear: seguramente este año iba a ser un año perdido o semi perdido o casi casi perdido, a pesar de la negativa de las autoridades educativas a admitirlo; seguramente este año todos los alumnos aprueben el curso, porque no pueden pagar los platos rotos de un fenómeno del que no son responsables. Los docentes recibían, vía resoluciones oficiales o discursos tirados a la palestra pública, mensajes contradictorios (los dimes y diretes de las propias autoridades, la prensa, las redes sociales; las resoluciones oficiales para acá y para allá han entreverado las cosas a niveles insospechados; la improvisación o una improvisación planificada han sido la tónica de los hechos). Al mismo tiempo, la pasividad, por ejemplo, de los estudiantes universitarios ante lo ocurrido parecía apoyarse en el deseado/deseable “la mano viene más liviana”, tanto más cuanto que no se oyeron voces estudiantiles de ningún tipo reclamando la presencialidad, a efectos de defender con mayor énfasis y de forma real, elocuente, más allá del consabido “no es lo mismo una clase presencial que por computadora”, la relación necesaria cara a cara entre docentes y alumnos y su dimensión inherentemente política. La virtud más destacada de esta comodidad de las clases virtuales fue, entonces, el silenciamiento de la dimensión política de la enseñanza presencial, completamente raleada de la realidad y de la palabra oficial, la que, no obstante, se volcó progresivamente a señalar los problemas de la virtualidad en términos de la falta de la atención a la diversidad, atención que se puede desarrollar mejor en el contacto uno a uno en el salón de clase físico (una admisión que desviaba el foco del problema). Lo verdaderamente intransferible quedó de lado: la política, completamente absorbida por la ilusión del vínculo, por una dinámica que no escapaba al oikos dentro del cual se desarrollaba.  

 

II

Llegamos así a una situación que legitima la violación de la libertad de cátedra en un contexto en que dicha violación pasa desapercibida o queda como formando parte del aire común que respiramos en la anormalidad del 2020. Con fecha del 14 de octubre de este año, la Inspección de Idioma Español del Consejo de Educación Secundaria emitió una resolución sobre las evaluaciones de finales de curso relativas al Ciclo Básico. El nombre del documento ya resulta de por sí llamativo: “Recomendaciones para la actividad final de cierre de curso (Acta Nº 41, Res. Nº 59 - Documento Nº 5  Orientaciones en torno a la culminación de los cursos: revinculación y evaluación de aprendizajes)".  

Viniendo de quienes viene, difícilmente una resolución de esta naturaleza sean, efectivamente, recomendaciones. Así pues, a juzgar por el contenido del documento, las recomendaciones se diluyen en un imperativo burdamente camuflado, acorde con la tónica general con la que algunos inspectores de esta oficina del CES se han venido relacionando con sus docentes. Pero, de cualquier modo, se emplea la palabra “recomendaciones”, que da margen al desacuerdo y a la desobediencia, siempre que se esté dispuesto a pagar su costo.

Sabemos que un enunciado, cualquiera sea, dice siempre otra cosa de la que quiere decir: habla en exceso, en déficit o en exceso y en déficit, torcido, de manera oblicua, sugiriendo, evocando, acallando, en suma, dialogando, en múltiples direcciones, con otras voces, otros enunciados. Así, el sentido de la palabra proferida se define con arreglo a lo que no se dice, porque aparece descartado-evocado (seleccionar palabras es, siempre, desechar tantísimas otras que, sin embargo, están “presentes” en lo dicho a título de ausencia, de lo que no se quiso decir, de lo que no se pudo decir, de lo que convenía no decir, de lo que hubiera sido posible decir, pero en este enunciado en particular no tuvo lugar para ser dicho, etc.). Lo que efectivamente aparece enunciado está inherentemente hecho del silencio que lo atraviesa, silencio que adopta también las diversas formas del silenciamiento: hay algo que no se dice porque fue deliberadamente silenciado, censurado, pero que, de todas maneras, “habla” bajo la superficie de lo dicho. Audible, lo censurado se interpone y se entromete en el enunciado por los intersticios que este siempre deja abiertos: la voz silenciada reaparece con el vigor de lo que fue hecho a un lado, marginado, ignorado, acallado o eufemísticamente nombrado.

Así de complejo es el acontecimiento locucionario; así de compleja es la constitución del sentido de los enunciados: el sentido como significado, pero también como dirección y como percepción, como lo sensible. 

El documento en cuestión comienza diciendo: “De manera consistente con las establecidas por el retorno a la presencialidad voluntaria remiten a la misma focalización: la Sala de Idioma Español liceal diseñará para cada nivel una secuencia didáctica…”. Dejando de lado la errática redacción de un documento proveniente de la Inspección de Idioma Español (el mundo está lleno de ironías, para qué abundar en esto), llama la atención el empleo del futuro “diseñará”, puesto que, lejos de indicar únicamente una situación posterior respecto del momento de su enunciación, exhibe el estado de ánimo de los locutores con relación a aquello de lo que hablan y a los destinatarios del documento. Futuro de orden, un imperativo camuflado bajo una forma verbal de posterioridad que se cobija en las recomendaciones del documento: habla el deseo de los locutores; la “zona silenciosa” que no está del todo explícitamente codificada en el enunciado considerado es la de un “hay que”, “es necesario que”, “así debe ocurrir”: se diseñará una secuencia didáctica.

La formulación analizada colisiona con la libertad de cátedra, con las decisiones que los docentes son libres de tomar en cuanto a cómo evaluar a los alumnos, ya sea en las situaciones normales de un año lectivo corriente, ya sea en esta situación anómala, extraña y absurda, en la que se ha venido jugando a la enseñanza, a la retención de los estudiantes (la retención también, como dije en otra parte, en su sentido escatológico): lo que se dice, lo que se deja escuchar (lo audible en su oposición a lo inaudible), lo que aparece a espaldas del locutor como la voz del deseo, del inconsciente, que dice “lo suyo”, que empuja su palabra a la superficie del enunciado, venciendo la resistencia de la retórica administrativa (la confusa retórica administrativa, casi un borrador de documento). 

Sigue el texto: “…una secuencia didáctica que refleje la consideración de los objetivos de la asignatura y sea consecuente con la interpretación de esta instancia de evaluación como ‘la oportunidad reglamentaria para que todos los estudiantes inscriptos en el curso 2020 logren acreditarlo’”. El asunto es la acreditación, no el aprendizaje: parece haber cierto sinceramiento   que, sin embargo, es remitido a una cita, a una palabra ajena que autoriza lo que se ha dicho hasta el momento y lo que se dirá enseguida. Ni siquiera interesa la enseñanza, puesto que la secuencia didáctica tiene que estar orientada a la acreditación de los alumnos del curso 2020 (recuérdese lo dicho sobre las milanesas, los huevos duros y los panchos): delicada manera de plantear la promoción general de los estudiantes, de no hacerse cargo de los costos pedagógicos y políticos de los problemas a los que se vio sometida la enseñanza en lo que va de este año por el ejercicio del criterio de las autoridades educativas, aunque, para el caso en cuestión, el problema es previo a la pandemia. El nuevo fetiche educativo: la acreditación de los saberes, la posesión de una “cuenta bancaria” en el liceo en la que, de manera sucesiva, se vayan acreditando las diferentes materias, aun en el caso de no haberlas aprobado y estar cursando las correlativas de los años siguientes.

Ahora bien: esta especie de “bancarización educativa” tiene la fuerza de la bancarización obligatoria de la que fue objeto la sociedad. Decretada mediante resoluciones de diverso tipo, sin lugar para las discusiones al respecto, la “bancarización educativa” constituye una auténtica amenaza a la libertad de cátedra, al juicio reflexivo de los profesores, quienes deben llevar adelante procesos de enseñanza y evaluaciones con arreglo al principio fetichista de la acreditación (moneda de cambio que trasciende ampliamente el campo de la educación secundaria) y, sobre todo, al carácter político de la enseñanza. Los conocimientos que dan forma a una disciplina se vuelven así acreditables: este es, en suma, el objetivo, acreditar un conjunto de nociones, lo que las deja plenamente desprovistas de su contenido propiamente disciplinar, es decir, crítico, reflexivo, dentro del cual el disenso constituye un elemento medular.

Otro pasaje errático, voluntariamente oscuro, ejemplo de la retórica administrativa que, sabemos, siempre se presta al ejercicio indiscriminado del poder y de sus extensiones autoritarias: “Durante esta fase de retorno de la obligatoriedad es esencial ofrecer distintos escenarios de enseñanza y emplear diferentes estrategias didácticas a los efectos de fortalecer el vínculo con el objetivo de enseñanza en función de la singularidad de cada alumno”. La diversidad de los estudiantes aparece como el otro gran fetiche de la corrección pedagógica, objeto predilecto del discurso burocrático que pide adecuaciones por doquier, justificadas o no. La universalidad de la educación cae por completo: cada profesor debe relacionarse con cada estudiante de una manera particular, atendiendo a sus singularidades como persona. Justificación pedagógica de la acreditación: a cada cual según sus características, para asegurarnos de que todos, al final del proceso, pasen de año.

            Pero tengamos en cuenta lo siguiente: si aun así los estudiantes no logran los niveles de “exigencia” definidos por cada docente, pueden no aprobar la asignatura, hecho que queda justificado pedagógicamente por haber seguido las recomendaciones de la Inspección, no por los criterios del propio docente, su leal y real saber, aquello para lo que estudió la carrera a la que se dedica. Por lo tanto, “De no obtenerse evidencias de aprendizaje para la acreditación del curso o ser escasas, la adjudicación de calificaciones insuficientes se fundamentará en la intervención pedagógica realizada y carecerá de carácter punitivo”. Todo queda remitido a esa autoridad burocrática superior, que legitima y deslegitima el accionar de los docentes: la Inspección, por fuera de cuyas resoluciones-recomendaciones, según cabe esperar, el docente se ve en una situación de fragilidad laboral.

 

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