La lúdica lucidez del verso: el poeta y el “diccioterio”
Por Santiago Cardozo
“La frase instaura un ritmo que le es propio pero que no se reduce a su construcción: se trata de una sintaxis más rica que su gramática. Todo lo que es balanceo, velocidad, síncopa, depende de la sintaxis. Así entendida, la sintaxis es mucho más que el esqueleto de la frase, es su sistema circulatorio: lo que hay de rítmico en el sentido” (Pierre Alféri, Buscar una frase).
Decidí titular mi modesta participación “La lúdica lucidez del verso: el poeta y el ‘diccioterio’”, buscando producir, si se me permite la veleidad de poeta, una aliteración inicial como pequeño homenaje a El bardo bifronte, aliteración que se transforma, en la obra en cuestión, en la figura literaria con más clara y rotunda presencia, y tratando de poner en escena, dramatizar diría, lo que para mí es el problema central del libro, o uno de sus asuntos centrales: la forma en que el poeta trata con la lengua (todos tenemos que tratar con la lengua, en el sentido de enfrentarla, de luchar, de negociar, de transar; la lengua es, sobre todo, pharmakon, medicina y veneno), particularmente con aquella fosilizada, la de los diccionarios, nombre que de entrada aparece cuestionado. El “tratamiento” del poeta es un trabajo de “ruptura” con y del diccionario (y no solo de este, sino también de la lineal sintaxis que empieza y acaba en la misma línea, mediante los innumerables encabalgamientos –Borges– que habilitan diversas lecturas de los versos involucrados), respecto de lo cual sobran los ejemplos: uno que me llamó especialmente la atención en el poema “El ser y el tiempo (FCE)”, relativo a la “conjugarización” de diversas palabras que no son verbos, como “melena”, “anagrama”, “colmena” (todos en tercera persona del singular del presente del modo indicativo), por nombrar solo tres.
El diccionario, más que un inventario de términos, es el nombre que le podemos dar a la lógica de la estabilidad y la estabilización de los sentidos. Lógica imaginaria, ciertamente, pero, al mismo tiempo, necesaria. La tarea del poeta de El bardo… es, como decía, la de una ruptura (¿qué es, en realidad, lo que se rompe? Ver haiku cuyo primer verso dice “Algo golpea”), pero siempre según lo que la lengua habilita, lo que la lengua permite como virtualidad: interesa ver, así, cómo el poeta construye un antagonismo entre el sistema lingüístico y el diccionario que recoge y define cierto número de sus piezas. Aun en la queja, en el reclamo, en la negación, siempre emerge victorioso el lenguaje como posibilidad creativa, como hacedor de la realidad, como constitutivo del sujeto (no en el sentido más bien “dictatorial” de la gramática nietzscheana).
Vuelvo sobre mis pasos: la presencia de la aliteración es para mí el signo más elocuente (destaco doblemente este adjetivo) del privilegio del juego como experimentación y de la conciencia de que la poesía es, ante todo, significantes. En cuanto al juego, se suma a la referida experiencia la figura irreductible de Cortázar, su monumental Rayuela, sobre todo el capítulo 68, del que me permito leer algunas líneas: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia”. En cuanto al significante, la lucidez radica en que Leonardo parece ser plenamente consciente de que es esta cara del singo lingüístico la que engendra el significado, como si noche a noche Jacques Lacan se lo estuviera susurrando en el brumoso momento del abandono de la vigilia. De un significante se pasa al otro por el efecto de la coincidencia sonora, que dibuja ciertas imágenes en las rimas y fuera de ellas.
El cuerpo de las palabras, su materialidad, en el sentido más carnal y erótico de los términos, parecen serlo todo para el poeta: en ellos se juega la poesía misma, el sentido de lo que se dice y de la alegría –no sin el esfuerzo de la propia escritura, incluso de su sangrado– de escribir. El haiku golpea, sacude; el soneto abraza, contiene, balancea; el uno, taxativo, se impone; el otro, ofrece una “argumentación”. De esto surge la forma en que se complementan, su determinación recíproca.
Cultor del soneto, con el músculo tonificado para los catorce versos endecasílabos, el propio nombre del poemario funciona como la síntesis de la aliteración y del alcance conceptual del juego emprendido por el poeta. Así, el ritmo y la musicalidad de los poemas son el punto de partida y de llegada de la poesía del profesor minuano: entre el soneto y el haiku, entre la plétora y la brevedad, el libro instaura un ritmo particularmente intenso, con el relieve del primero y el golpe de efecto, anterior y posterior, del segundo. La forma lacónica del haiku plantea, en algunos casos, cierta seriedad existencial: “Me siento cruz/no un hombre cuando miro/a Jesucristo”, “Un epitafio:/así vivió el poeta/como esta piedra” y “Un niño muerde/la manzana robada/ahora es un hombre”, seriedad de la que no están exentos, ciertamente, los sonetos, en el escenario general de la aliteración que señalaba al inicio. Pero esta seriedad existencial no es la de aquel que mira el mundo desde la angustia de su vida, de sus relaciones con los demás; la interrogación del poeta va por otro lado: juguetona, decía, su realidad estética está definida por las relaciones eróticas entre las palabras y por las posibilidades e imposibilidades de expresión que estas le ofrecen al hablante, por fuera de las cuales solo hay silencio o ruido: “Ya muerto el Arquitecto me disperso/el poema es vacío y extrañeza./¿Qué nuevo mundo crece en esta pieza?/¿Qué soy sin Él, qué escribo/a quién converso?”. Y en otro lugar, se mantiene la apuesta: “Hablar también responde a la deriva/que intuimos al fondo del espejo:/el ojo que mira es un reflejo/de la nada paciente y fugitiva”.
La pelea contra el idioma, para retomar una expresión del poema “Día”, no es la pelea que provoca la angustia de la imposibilidad de(l) decir, la imposibilidad de darse contra un mundo no decible, esencialmente indiferente a las palabras que empleamos, de forma ilusoria, para capturarlo y, eventualmente, dominarlo (es decir, comprenderlo, predicar de él), sino la lúcida tarea de roer el “hueso duro” de los referentes para ir descubriendo los sentidos que los constituyen y, al mismo tiempo, sus fallas y equívocos.
Antes de cerrar, me gustaría volver al primer poema del libro: “Hombre”. En este, las dos estrofas iniciales yuxtaponen elementos de diversas categorías gramaticales, sin un orden ni una lógica discernibles: “Ni tú, ni yo, ni aquel, nosotros, ello/ni salvo, ni este, vos, también, ni otros/ni ayer, ni acá, ni allí, ni con, vosotros/ni allá, ni aquí, ni más, pero, ni aquello”. En el inicio, se distingue un frágil criterio que no llega al final del primer verso y que se desmorona por completo en el segundo: son pronombres personales (interrumpidos por un “aquel”) que derivan en el demostrativo neutro “ello”, como si la posibilidad de interlocución sugerida por “tú”, “yo”, “aquel” (aunque no es un pronombre personal, funciona en el registro de “¿Y cómo anda aquel?”) y “nosotros” claudicara frente a la imposibilidad de la comunicación y su vaguedad: “ello”, último estertor de un deseo dialógico no concretado. De este modo, vemos cómo se va componiendo una especie de “caos” gramatical que, minando la comunicación que se pretende llevar adelante, encuentra soporte en el propio poema, en la poesía (como aquella clasificación zoológica recordada por Borges, que, pese a su disparatada confección, tiene el amparo del orden alfabético), lo que muestra la indagación del poeta en los límites del propio lenguaje y en la unidad que ofrece la escritura. ¿Ahí está el hombre?
Por fin, quiero hacer referencia, en esta errática exposición, al poema que más me gustó, sobre todo por las resonancias darianas del “Yo persigo una forma…”: “Otro Fausto”. Leonardo dice en los dos tercetos finales: “He buscado la Vida, no la mía/la única, la sólida, la eterna/pero yace escribiendo en la caverna//del verso que no escribe la poesía”. Como en Darío, no sabemos bien cuál es el sujeto del verbo de la oración subordinada, el verbo “escribe”: aquí, el verso puede escribir a la poesía o la poesía escribir al verso, reversibilidad imposible de cerrar; en Darío, el verbo “encuentra” (“Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”), con relación al cual puede ser que la forma no encuentra al estilo o de que el estilo no encuentra a la forma. En el fondo, ambos poetas se están haciendo la misma interrogación o están sucumbiendo al mismo vacío, pero haciéndolo desde el inmenso goce de la escritura.
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