A MEDIO HACER


Por Santiago Cardozo


Cualquier persona sabe –porque lo ha experimentado mil veces– que las palabras son más o menos potentes o frágiles abstracciones de la realidad y, al mismo tiempo, impotentes abstracciones de los sentimientos, de lo que nos afecta en el mismísimo centro inaccesible de las emociones. Cualquier persona ha sentido el desarreglo entre una palabra y la cosa designada, más aun en los casos en los que la experiencia vivida es tan abrumadora (por las razones que sean) que apenas podemos hablar de estar en el lugar en que ocurre dicha experiencia, adoptar cierta consciencia de lo que está sucediendo. Después, cuando, a la distancia, intentamos pensar la experiencia y “revivirla”, las palabras se han apagado por completo. Nunca, entonces, podemos hacer coincidir la experiencia y sus efectos con su inteligibilidad.

Por la superficie de lo que vamos diciendo y hemos dicho transcurren los sentidos más o menos compartidos (la idea ilusoria de un espacio de coincidencias, el espacio mismo de la comunicación, de eso que solemos llamar comunicación) o los disensos sobre lo que vemos cuando interpretamos esta o aquella palabra, esta o aquella expresión. De forma simultánea, por debajo de la superficie un magma de silencios va dotando de vacío espesor y de sostén lo que está saliendo de nuestra boca, hasta poder llegar, incluso, a negar, de forma subrepticia o explícitamente, cada sentido de las palabras utilizadas. Esos silencios, que silencian otras tantas palabras y sus evocaciones, remisiones y diseminaciones, incluyen el “habla” del cuerpo, que se expone en direcciones imprevisibles, que adopta caminos imposibles de calcular. Somos siempre dos: el que habla, el que escucha las palabras que va diciendo, aunque no pueda controlar sus efectos, o el que habla sin estar atento a la escucha de lo que dice, verdadero esclavo de su decir, y el cuerpo que, también, como los inapelables gestos del rostro, produce sus propios síntomas.

Más tarde, comprendemos, si acaso resultamos beneficiados con esta facultad, que el lenguaje es pharmakón, remedio y veneno al mismo tiempo. Empleamos un posesivo para establecer una relación de pertenencia o propiedad (real o metafórica), el significante del parentesco, digamos, y, en el acto de emplearlo, advertimos su desajuste con relación al otro que tenemos adelante, quien debería estar incluido en el posesivo, pero que la historia (el pasado no común, todo el fárrago de relatos que deviene “identidad”) se ha encargado de mantener separado del hablante. El posesivo, entonces –somos capaces de notarlo–, es una indolente escisión. Acto seguido, buscamos alguna variante que sea menos agresiva, que tienda un puente con nuestro interlocutor, que teja, de golpe y como por un acto de magia, el “nosotros” necesario para calmar ansiedades y angustias. Optamos por el nombre propio (un significante que pueda identificar a cierta persona tan familiar como ajena o más ajena que familiar para uno y más familiar que ajena para el otro) y, de inmediato, sucede lo mismo: el significante resulta completamente extraño (deficitario y/o excesivo, da lo mismo), de “otra realidad”, para quien lo profiere o desprovisto de toda materia e igualmente extraño para quien lo escucha. No hay, pues, punto medio posible, equilibrio: entre las palabras usadas, el frío objeto designado y la corriente de emociones que subyace se rompe toda coincidencia, toda adecuación.


Pintura: José Gurvich. 


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