La infancia es la primera casa (entrevista)



Por Santiago Cardozo y Fabián Muniz

Horacio Cavallo (Montevideo, 31 de diciembre de 1977). La obra de Cavallo, además de laureada, es amplísima, publicada tanto en Uruguay como en el extranjero. Lo mejor, entonces, es dejar que el lector visite su blog: https://horaciocavallo.blogspot.com.


SC: La infancia es un lugar productivo en tu literatura, como lo ha sido la literatura escrita para niños. ¿Podemos ver en esto cierto juego de retroalimentación?

Bueno, no sé si lo pienso en términos de productividad. La infancia es el vínculo con ese otro que fui en algún momento y el punto de partida de este que soy: la primera casa. Creo que el peso está en que ahí está todo lo demás, concentrado y codificado. Además, está lejos en el tiempo, lo que me ayuda a verla más cercana. La manera en la que entra en mi obra es a partir de Oso de trapo y El revés asombrado de la ocarina, mis primeros libros publicados, y justamente por la necesidad, inconsciente claro, de explicarme determinadas cosas que no fueron a dar al analista. A la hora de escribir para niños aflora otra cara, y en ese caso tuvo que ver también con el momento en el que empiezo a escribir Aventuras de Tercelius, en medio de la infancia de mi hijo. No sé si existe una retroalimentación, siento que abordo el mismo momento de la vida desde dos perspectivas diferentes. En Oso de trapo el niño es un niño sufriente, que padece la infancia y necesita crecer para sacársela de arriba. En El diario ínfimo de Nicolás, hay humor absurdo y no hay dolor. El niño protagonista y sus hermanos parecen disfrutar de ese momento de la vida. Entonces, siempre está la infancia, pero modifico el registro de acuerdo a la historia que necesite contar.

SC: Tomar la infancia como fuente de cierta materia prima implica, también, una pregunta por eso tan evanescente que llamamos identidad. Si unimos Oso de trapo (Montevideo, Trilce, 2008), especie de oxímoron que sintetiza la alegría del juguete con la ausencia de alma del oso (el alma se la tiene que inventar uno), con Invención tardía (Montevideo, Estuario, 2015), pasando por Descendencia (Montevideo, Ediciones del Estómago Agujereado, 2012), parece conformarse una especie de antítesis temporal que puede metaforizar un movimiento doble en esa configuración identitaria ligada a la pregunta por el “yo”: la influencia de la infancia (el oso de trapo como la marca de una época, de una experiencia infantil específica y, sin duda, de toda una generación, un “paraíso perdido” de la inocencia de los juguetes no industriales) y la reflexión posterior, calificada como tardía, sobre un artificio, tan necesario como los juguetes sobre los que, en parte, se asienta el propio artificio, y que va trasegando una descendencia. ¿Qué hay de este problema de la identidad, de lo ausente, en tu literatura?

Bueno, algunas de las cosas que alcanzo a entender tienen, supongo,  más que ver con el trabajo de la crítica que con el propio. El autor muchas veces no ve la mitad de las cosas que están en el texto por estar, de manera directa o tangencial, metido en ese mundo. Es muy placentero encontrar un texto viejo y leerlo con los ojos de otro, o bueno, con los lentes de otro, porque nunca se puede leer totalmente de afuera un texto escrito por uno mismo. El vínculo entre los títulos y la identidad supongo que radica en eso de ir moviéndose, de descubrirse a medida que pasa el tiempo: hay sí características vinculadas a mi forma de ser que toma mi obra: Oso de trapo, y no osito de peluche, Invención tardía, con eso de ver tarde lo que se debería haber visto antes, y padecer ese destiempo, Casa en ninguna parte, por eso de no encontrar un lugar donde sentirse cómodo mientras se arma la valija tarareando “Nowhere man”. Esa identidad, eso en lo que uno se reconoce hizo que a los veintipocos escribiera textos de humor absurdo y, de ahí en más, quién sabe por qué, me volviera menos humorístico y más tristón. No hace mucho que hago análisis. Tengo la esperanza de que en unos años pueda contestar esta pregunta con más elementos.  

SC: Más allá de algunos homenajes explícitos y otros no tantos, ¿cuáles son tus autores de referencia, aquellos a los que, digámoslo así, no podes dejar de volver para seguir escribiendo?

Han ido cambiando con el paso del tiempo mis autores de referencia. Yo también lo he hecho como lector. En mi adolescencia temprana sentía un placer enorme porque llegara la noche y me acostara con los cuentos completos de Poe traducidos por Cortázar (a quien no conocía), después vino Hermann Hesse, como un mandato generacional, a ayudarnos (¿?) en la angustia existencial que empezaba a aflorar. Después sí llegó Cortázar, y el vínculo con un escritor que parecía humano, por eso de que no había muerto hacía cien años, y hablaba en rioplatense. Sabato y Borges llegaron más o menos en el mismo momento. Lo que me pasó con Cortázar fue que la fascinación (también de las palabras) hizo que buceara en su vida también, a través de biografías, o de esa larga charla con Omar Prego. Algo parecido me pasó después con Roberto Arlt, lectura de su obra, fascinación, sobre todo con Los siete locos y Los Lanzallamas, e interés por su vida a través de una biografía de Mario Goloboff. Yo cruzaba a Buenos Aires y veía una biografía de un autor que estaba encantándome. Tres veces me pasó, la última con Haroldo Conti. Encontré Biografía de un cazador, cuando después de haber leído Sudeste, había conseguido En vida, y Alrededor de la jaula. Mascaró lo conseguí en una librería de viejo pero carísimo, como si realmente supieran que lo valía. Después se ve que dejé de ser tan obsesivo, y los autores empezaron a acercarse de otra manera: Cheever, Coetzee, Claire Keegan, por recomendación de amigos que siempre estaban a la búsqueda de nuevos autores. Algo que yo dejé de hacer salvo en lo relativo a la región, me interesaba conocer a los nuestros, a los argentinos y a los chilenos contemporáneos, sobre todo.

Una vez me publicaron unos poemas en el Diario de poesía. Fue interesantísimo porque en la página de al lado venían varios poemas de Fabio Morábito. Yo no sabía quién era, así que esos poemas eran exactamente eso, los poemas de un desconocido. Me gustaron mucho, y esa fue la puerta de entrada a su obra, que siguió con libros de relatos y una recopilación fascinante de cuentos populares mexicanos.

FM: Tu poemario Descendencia juega, creo yo, con dos sentidos de la palabra: la descendencia familiar, es decir, la aceptación de esa “feroz genética” de la que habla uno de los poemas; y por otro lado la descendencia estética, que quizás no es tan feroz en el sentido de una fatalidad, sino que en esta hay un rol importante para las afinidades electivas. Hay referencias explícitas y homenajes (Haroldo Conti, Ibero Gutiérrez, Jorge Meretta), pero también hay intertextualidades o diálogos un poco más solapados en tus sonetos, liras, haikus y versos libres: están Borges, Idea Vilariño, San Juan de la Cruz, entre otros). ¿Habías tenido en cuenta esta doble dimensión de la “descendencia”?

Sí, así es. En el libro esa parte que aparece como un momento en el que busco sentirme parte de una tradición, si se quiere, lleva por título ascendencia, justamente, para dejar en claro que si tuviera que elegir de dónde venir elegiría esas madres y padres adoptivos con los que me emocioné, a los que quise parecerme en algo al menos. Así que lo pensé de ambas maneras. Una, además, incluía que mi hijo estaba por nacer, así que era la descendencia propia, la ascendencia en lo familiar, con sus luces y sus sombras, con esa puerta abierta a incluso querer resistirse a esa línea sanguínea, por ejemplo, y que no haya forma (el dibujo feroz de la genética al que apunta ese verso) de evitarlo: el parecido físico,  la chance de determinadas enfermedades a partir de tal edad,  de alguna manera eso que podría ser también una condena. Algo que uno puede reconocer como un legado, o como una determinación ajena.  

FM-SC: ¿En qué estás trabajando ahora?

Hay un par de libros para salir que quedaron detenidos por la situación de los últimos tiempos. Uno de poesía, en Rosario, que juega con los millones de poemas de Queneau, y que consiste en una serie de versos para niños que se pueden combinar de diferentes maneras para formar millones de poemas con rima consonante. Ese se llama Fábrica de escalofríos, y lo edita Libros Silvestres. Sale en México una reedición de Hojas de otoño, que hicimos hace unos años con Denisse Torena, con un título nuevo: Un cuento en el viento, por la editorial Edelvives. Y un poemario con Civiles Iletrados que acaba de entrar a imprenta: Luz de última hora. En este momento batallo con un cuento que empecé hace dos años y que hace unos días decidí terminar. Trabajo como tallerista en los últimos años, y como contaba una vez Liliana Heker, estar metido en los textos de los que participan del taller semana a semana te quita fuerza creativa en relación a tu propia obra. Pero bueno, son las reglas del juego.


Foto: clubdecatadores.wordpress.com


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