El placer granulado de la escritura (una entrevista fragmentaria e inconclusa)
*
Y esta fue la primera y única
pregunta que respondió, antes de levantarse y, sin despedirse, desaparecer de mi vista:
—¿Por qué escribís?
—Te decía que escribir da lugar a
un goce indefinido e infinito. Por una parte, la materialidad de la escritura
echa a andar una maquinaria del pensamiento y del cuerpo, de su confluencia y
su determinación recíproca; por otra parte, ese goce, un puro placer del texto,
para decirlo a la Roland Barthes (¿lo conocés, no? Supongo que sí, si no, no
podrías haberme hecho esta pregunta), es una erótica que, revelando, esconde, y
viceversa, y que, en la tensión misma que se despliega sobre la hoja, construye
una máscara de la que es imposible salir, aun cuando se trate nada más que de
eso, una máscara.
De cierto modo, cada palabra es
un gesto tendido al otro, una búsqueda de su presencia en la página propia,
aunque, ciertamente, uno escribe más para uno mismo que para la lectura que el
otro pueda dispensarle. ¿Por qué? Sencillamente, porque esa lectura es siempre
un desplazamiento respecto del deseo de la escritura original o, en todo caso,
otro deseo que va tras el primero, en un juego de incomunicación perpetuo que
no deja prácticamente espacio para la consciencia, el control. Allí donde
aparece un adjetivo, aparecen también un exceso y una oquedad; paralelamente,
donde se escoge un sustantivo, se dibuja un mundo siempre en peligro de
derrumbe, cuya fragilidad intenta conjurar la propia escritura.
Y este es, a decir verdad, el
único sentido de la escritura (al menos de esa que muy tajantemente llamamos
literaria), por definición intransitiva: conjurar la imposibilidad de una
apacible relación con el mundo, de la pasiva tranquilidad que nos ajusta a las cosas que nos rodean, que
nos inoculan con el conformismo del envío de las palabras a ese otro lado que
hemos convenido en llamar, aunque, es preciso señalarlo, de manera muy
precaria, realidad. Más tarde o más temprano, haciendo a un lado el carácter
indómito que pudimos haber tenido hasta cierto momento, terminamos satisfechos
con el mundo, como quien acaba satisfecho después de un suculento almuerzo
dominical.
Pocas veces, pues, los
estancamientos del alma son quebrados por algo auténticamente distinto,
susceptible de provocar sentimientos inéditos, temores desconocidos, cuyos
riesgos se miden en años luz.
Escribir es también, al menos
para mí, abrirse paso en la maraña del pasado: cada palabra funciona como un machete
para cortar la espesa vegetación que hemos ido dejando atrás y que, de repente,
se nos aparece adelante. Pero, lejos de ser una tarea difícil, por momentos
tortuosa, o lejos de ser únicamente eso, penetrar en el frondoso entramado
verde y marrón es, ante todo, un acto de amor, un formidable acto de amor con
uno mismo (porque también lo es con el otro, aunque este otro no tenga
existencia material ni espectral): al mismo tiempo, escribir es remedio y
veneno, pharmakon.
La sintaxis
y su ruptura, deliberada o no; el ritmo, las cadencias del fraseo breve,
mediano o largo. Una tensión como falta, como un vacío que se abre a la lectura
y que obliga a leer lo que no está dicho. He aquí una idea del placer del
texto, el juego de lo legible y lo ilegible: legibilidad e ilegibilidad, los
intersticios de los significantes y los significados. Solo por esta falta y por
el deseo de llenarla hay placer del texto.
Leo una
novela. De inmediato, su airea me conduce al aire y, además, al ambiente
general de otra novela, de autor diferente. Percibo las similitudes y las
diferencias; veo y comprendo las transformaciones; aprecio –en realidad, gozo–
el amor profesado en la “imitación” y la forma en que se trata el lenguaje.
Tratar (en todos los sentidos de la palabra, incluido el clínico) con
las palabras: así puede resumirse la escritura. Las palabras no dicen el goce,
puesto que son la renuncia al goce. En consecuencia, la escritura es la
actividad de luchar a muerte contra esa renuncia que inaugura el placer, que
abre el lenguaje a una rasgadura permanente por la que vemos un vacío: allí abajo, allí adentro, no hay nada: solo el deseo de perderse y encontrarse del
otro lado, con el fuego fatuo y fatal del goce consumado.
¿Qué se
juega en esa lucha encarnizada con el texto, con su materialidad? En principio,
evitar ser capturado por el silencio, por la imposibilidad de decir algo (así,
sencillamente, algo), aunque sea un
pequeño grito monosilábico en el inmenso océano de los lamentos. La experiencia
más traumática no es aquella que se reprime en algún momento de la vida
infantil, sino la soledad del abajo
de las palabras, que resultan impotentes para hablar del dolor, de la angustia
y, sobre todo, del amor. Esta es la cuestión, toda la cuestión, sin importar
qué venga después: decir el amor con palabras, siempre destinadas, o
condenadas, al fracaso, a la permanente referencia equívoca, a la oración que
nunca es suficiente para aprehenderlo, por fin, en el recodo último de un
predicado.
El fantasma
de mi madre aparece, una y otra vez, en la superficie de la escritura. Entiendo
que, persistente, quiere decirme algo. ¿Qué? Lo ignoro, por eso sigo
escribiendo, hasta que alguna palabra, su sonido, su cuerpo literal, sus
resonancias literarias me revelen lo que, finalmente (es un decir), sucede ahora
ante mis ojos: el momento de la anagnórisis, la epifanía del sentido y de su
dependencia de la forma.
El de mi padre, en cambio, es una
presencia violenta y humillante que no habla, que solo gesticula. Cuando
aparece, es una amenaza: siempre están latentes la ignominia calculada, la
indiferencia dispensada de pies a cabeza, un amplio abanico de recursos confeccionados
para dañar al otro en su punto más vulnerable. Durante todo este tiempo, he
hecho un considerable esfuerzo por deshacerme de su lastre, es decir, del
goteo de humillación constante, explícito, que me denigraba en la mañana, en la
tarde y en la noche, incluso cuando él no estaba presente.
*
Me dispongo a escribir un poema.
Leo a Saer y a Onetti; leo a Kafka. Necesito una prosa por la cual penetre la interminable
morosidad del sentido.
Pintura: Lucian Freud, "Two Women" (detalle), 1992.
Pintura: Lucian Freud, "Two Women" (detalle), 1992.
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